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miércoles, 18 de marzo de 2020

#LecturaGratis #EnCuarentenaSeLee


relato L. G. Morgan



Siguiendo con la iniciativa de compartir en estos días lectura gratuita, hoy quiero poner a vuestra disposición un relato al que tengo mucho cariño. Se publicó en 2013 en la antología temática «Fantasmas, espectros y otras apariciones», de la editorial La Pastilla Roja (antología que podéis leer en su versión digital en https://lektu.com/l/la-pastilla-roja-ediciones/fantasmas-espectros-y-otras-apariciones/1895, por muy poco dinero).

         La antología va ya por su tercera edición y doy fe de que merece la pena. Si os gustan los espectros, esta es la vuestra.


antología fantasmas

Mi relato tiene ambientación western y se desarrolla en un pequeño pueblo de Missouri, en un momento impreciso de comienzos del S. XX. Ya sabéis de mi afición por el Oeste americano. Y también de mi declarada espectrofilia. Poder unir dos grandes pasiones en un mismo relato es un reto que me impongo a menudo. Aquí está el resultado, espero que lo disfrutéis.


LA NOCHE MÁS LARGA EN LA VIDA DEL REVERENDO STOCKHOLM


L. G. Morgan


Hacía frío en la pequeña iglesia metodista de West Plains, Missouri. La noche se apretaba contra los cristales de las estrechas ventanas; pasaban ya de las tres de la madrugada. El reverendo Stockholm estaba de rodillas sobre el duro suelo de madera sin desbastar, solo y a la única luz vacilante de las dos velas que ardían permanentemente ante el altar. Tenía los brazos en cruz y la noble cabeza humillada sobre el pecho.
         El reverendo estaba rezando a su Dios, suplicando su ayuda con más fervor del que había puesto jamás por nada en toda su vida.
Estremecida por el dolor y la fiebre, su esposa Kate trataba en esos momentos de dar a luz a su octavo hijo, que se resistía a nacer y amenazaba con llevarse consigo a su madre de camino a la tumba. El reverendo había estado horas enteras dando vueltas como un león enjaulado ante su puerta, en la sala grande de la humilde vivienda que ocupaban, mientras dos de sus feligresas trataban de ayudar inútilmente a Kate. A los hombres se les echaba sin contemplaciones, incluso el reverendo estaba proscrito en aquel tipo de escena doméstica que era el único reino exclusivo de las mujeres. Sus otros hijos estaban en casa de la maestra. La buena mujer se había ofrecido a llevárselos a todos, chicos y chicas, en cuanto la cosa se puso fea y pudo preverse un largo desenlace.
El reverendo Matthew Stockholm estaba convencido de que todo aquello era un castigo por sus pecados. Y la vergüenza y el miedo le impedían alzar siquiera la vista y mirar al destino cara a cara.
Como si necesitara confirmación para semejante idea, unos golpes leves sobre el vidrio de una de las ventanas se dejaron oír en el silencio de la noche, haciéndole temblar lo indecible. Con obstinación, se negó a moverse un ápice de su postura y aumentó sin darse cuenta el volumen de las palabras que murmuraba compulsivamente, una oración de penitencia y desesperada súplica. La sombra de una silueta de mujer se aferraba a los cristales con posesiva determinación, y Matt Stockholm, a pesar de sus ojos fuertemente cerrados, no dejaba de percibirla y saberse prisionero de su mortal influencia.
La temperatura del recinto descendió aún unos cuantos grados, mientras girones de una luz verdosa y turbia se colaban por las rendijas e iban estrechando un cerco alrededor del aterrado pastor.
Ella venía a por él. Una vez más. Su voz se escuchó en el silencio helado de la noche.
—Déjame entrar en la Iglesia, te lo ruego. Necesito paz.
Las últimas palabras fueron un gemido desgarrado, el producto de una cruel agonía que duraba ya largos, larguísimos años. Pero Matt se obligó a resistir, no estaba en su mano el perdón, no podía estarlo. Si no se mantenía firme ella lo arrastraría consigo al mismísimo infierno. Sabía que era justo, el pecador debe pagar tarde o temprano. Pero aquella noche no, aquella noche sería fuerte. Por Kate, por sus hijos, por los fieles a su cargo.

Matt la había conocido hacía más de quince años, cuando llegó con su reciente y flamante esposa a West Plains, para ocupar el puesto de ministro y hacerse cargo de ese pequeño rebaño pecador, necesitado de su guía y benévola firmeza.
Y allí estaba ella, Rose Laverne Grant, la mujer más bella y excitante que el buen Dios hubiera puesto sobre la tierra. Aunque a poco de tratarla se preguntó si no habría sido más bien cosa del demonio, puesto que aquella criatura llevaba implícita en su cuerpo y sus gestos, en sus ojos oscuros y su pelo rebelde la segura condenación de cualquier hombre.
Se decía que por sus venas corría sangre negra. Otros afirmaban que de apaches o cheyennes. Lo cierto es que era una mujer de una belleza singular, cautivadora en todos los sentidos. Regentaba el saloon del pueblo y cuidaba de las chicas y sus clientes. Años atrás la propia Laverne había sido una de ellas, pero ahora no recibía en privado, salvo contadas excepciones.
Matt supo después que, desde el mismo momento en que puso sus ojos en él, se encaprichó de la nueva presa que suponía aquel pastor serio y apuesto, tan joven y poco experimentado. Quizá intrigada por su celo apostólico, o excitada por la difícil conquista de aquella fortaleza entregada a Dios. Fuera lo que fuera, se propuso abatirlo igual que haría cualquier afanoso tirador en pos de la pieza de caza con la que siempre hubiera soñado.
Él intentó resistirse, por Dios que sí, podía jurarlo sobre el sagrado Libro. Mas fue inútil, ella lo atrajo sin remedio, como la miel a las moscas.
El reverendo Stockholm se engañó en un principio, diciéndose que su solicitud, y la  asiduidad con la que acudía a aquel local de vicio y perversión, se debían a su compromiso con la salvación de cuanta oveja descarriada pudiera recuperar para el Señor. Pero pronto le resultó evidente que su interés por la hermosa e intrigante Laverne poco o nada tenía de evangélico. No era su alma lo que colmaba sus sueños y le hacía arder el cuerpo. Ni la salvación de su espíritu lo que mantenía en vilo su mente, a lo largo de los años y en medio de los hijos, el trabajo en la Iglesia y todas sus buenas obras. Por mucho que se entregara a sus afanes, por mucho que se volcara en su fe y jurara amar a su esposa, no conseguía robarle un ápice de su sangre, o disminuir un grado de su entrega, a aquella mujer con cuerpo de pecado. El goce imaginado de tocarla se convirtió en su única obsesión y el pensamiento incendiario que ocupaba todas sus baldías vigilias.
Se hicieron amantes. Que Dios le perdonase, pero así fue. Y él nunca tenía bastante. Cuanto más poseía de ella, más quería. Pero solo de noche y a salvo de miradas ajenas. En público los condenaba a todos ellos, a Laverne y a las chicas, al puñado de borrachos o buscavidas que constituían la clientela habitual de aquel antro; e incluso a los cowboys y granjeros que acudían a buscar allí solaz, en una pausa merecida de su dura vida en el Oeste americano. A todos los anatemizaba en sus sermones.
Ella lo torturaba de vez en cuando a cuenta de ello. Cuando había bebido más de la cuenta y quería ser cruel, hacerle daño, le echaba en cara la hipocresía evidente de su vida, su eterna pugna entre los deseos auténticos y su fingida existencia de «santurrón».
—Mi querido reverendo —le provocaba, burlona, a sabiendas de que él odiaba que lo llamara así—, un día me voy a presentar en tu iglesia y les voy a dar a todos una buena sorpresa. Será algo de lo que puedan hablar durante muuuchos años —se sonreía, arrastrando las palabras—. Les contaré quién eres en realidad. Sí, les explicaré a esas buenas gentes las cosas que le gusta hacerme a su pastor, y cuánto gozamos ambos con ello.
Luego, al ver su mirada horrorizada, rompía a reír a carcajadas y se volvía toda ella amor y caricias.
—No me mires así, mi dulce Matt. —Él podía jurar que había tristeza en sus ojos, aunque su boca se esforzaba en sonreír valientemente—. Nunca te haría eso. Porque sé que me quieres como nadie me ha querido. Tú siempre vuelves. Sé que odias nuestro pecado, y que te juras a ti mismo no caer nunca más. Pero me llevas en la sangre, no puedes luchar contra eso. Y una y otra vez te arrastras hasta mí a pesar tuyo.
Sí, ya lo creo, siempre vuelves. Y con eso me basta —terminaba, poniendo un beso dulce y lento en sus labios.

Laverne tenía un largo pasado antes de West Plains. Y un nombre procedente de ese pasado vino a la ciudad a acabar con su vida.
Se llamaba Wayne Cooper y era un canalla. En poco más de lo que se tarda en desensillar un caballo, se las arregló para convertirse en la pesadilla del saloon y de buena parte del pueblo. Aunque tuvo buen cuidado, eso sí, de limitar sus atropellos a los desarrapados y los sin nombre, no fuera a encontrar un enemigo de su tamaño.
Y le gustaba sobre todo apalear mujeres. Laverne había padecido sus atenciones tiempo atrás, y ni él ni ella habían olvidado un segundo de su dolorosa y desigual relación. Tras dejar a dos de sus chicas molidas a palos y a otras tantas señaladas para unos cuantos días, la emprendió con Laverne, obligándola a aceptarlo como cliente «por los viejos tiempos». Pero ella se defendió; atrás quedaban los días de soportar sin chistar lo que aquel desgraciado quisiera hacerle. Le denunció al sheriff, en su nombre y el de sus chicas. Claro que nadie estuvo dispuesto a mover un dedo por unas cuantas rameras y algún perdedor al que no iban a echar de menos, y fue en vano.
Él podía haber hecho algo, podía haber hablado en su favor y en el de las otras mujeres, e intentado protegerlas. Pero tal vez todo hubiera salido entonces a la luz, en vista del interés que se tomaba. Así que, como todos los ciudadanos respetables, se limitó a mirar para otro lado y dejar que la canalla arreglara sus propios asuntos. Fue a verla una tarde y solo se le ocurrió recomendarle paciencia y darle fútiles consejos, como que procurase no quedarse a solas, que no le provocara…
Al día siguiente ella estaba muerta.
Cooper le dio tal paliza que la dejó tirada en el suelo y casi agonizando. Su error fue darle la espalda demasiado pronto. Ella consiguió de algún modo alcanzar el revólver que guardaba en el tocador y soltarle dos tiros por la espalda, antes de cerrar los ojos para siempre. Y dicen que aún tuvo fuerzas para escupir sobre su cadáver al entregar el último aliento.
Su valiente Laverne. El bello y desgraciado amor de un reverendo, que se lo dio todo y a quien él no devolvió nada de nada. Ni siquiera un lugar en el cielo.

Tres días después del crimen volvió a verla. Él estaba en la Iglesia, preparando el sermón del domingo. Hacía cada vez más frío, tanto que su aliento se volvió blanco y espeso en el aire helado. Un ruido en la ventana le sobresaltó y le hizo mirar hacia allí. Era Laverne, deslumbrante y osada como cuando la viera por primera vez, solo que mucho más pálida y mortalmente más seria.
Él se quedó paralizado por el miedo, puede que la culpa y la vergüenza también pesaran lo suyo. Aquello no podía ser, ella estaba muerta. Y que hubiera acudido a buscarlo… Solo podía deberse a su búsqueda de venganza. Le haría pagar por su abandono y su cobardía, sin duda. Entonces ella le habló.
—Matt —su tono era de súplica—, déjame entrar en la Iglesia. Te necesito.
Seguro de que le engañaba, de que perseguía su ruina, retrocedió como pudo hasta el lugar más oscuro del templo, para alejarse de esos ojos que le quemaban como las ascuas de una hoguera. Se agazapó tras uno de los bancos, en un intento infantil de escapar de su espectro. Pero al instante siguiente ella volvía a estar casi a su lado, acechando tras los cristales de la apuntada ventana que quedaba tras de él.
No iba a mirarla, no, eso nunca. Si volvía a contemplar su rostro estaría perdido. Pese a saberla muerta volvería a anhelar su boca y a desear su cuerpo, volvería a buscar en el pecado lo que nunca ansiaría en la salvación.
Los golpes sonaron esta vez en la puerta, con más contundencia. Stockholm se abalanzó hacia allí, para asegurar la hoja por dentro e impedirle la entrada. Pero comprendió que no era necesario, por alguna razón desconocida ella no podía franquear el arco sin su permiso, el del sacerdote. Eso le proporcionaba un lugar a salvo.
Se quedó apoyado contra la puerta, respirando entrecortadamente. La sentía al otro lado, al acecho.
—Matt, me lo debes —ahora su voz sonaba persuasiva y razonable, como alguien que le explicara a un niño algo obvio—. Solo déjame entrar y obtener el perdón. Tú también tienes parte en esto, acógeme en tu Iglesia y lograremos la paz los dos.
Se dijo que era una trampa, que no podía fiarse. Se enfureció con ella y le gritó que no era digna de un lugar sagrado, que no podía profanar el templo con su presencia. Le escupió con rabia que no era más que una ramera que le había conducido a la perdición. Y una asesina que había muerto sin arrepentirse de nada.
Pero algo le ocurría. Se dio cuenta de que casi podía oler su perfume y respirar su aliento. Se encontró rememorando sus rasgos, el sabor y la suavidad de su piel, la sensación de hogar en sus brazos. Y gimió de anhelo y dolorosa nostalgia, aferrado a aquella madera áspera, sintiendo que las fuerzas le abandonaban.
—Lárgate de una vez, maldita sea —gritó fuera de sí, empezando a golpearse la cabeza una y otra vez contra las tablas, hasta que se desplomó en el suelo y empezó a  sumirse en la negrura.
Nunca supo cómo ni cuándo abrió la puerta, traspuso el umbral y en dos zancadas se acercó a la figura que ya se alejaba, para agarrarla bruscamente de la mano y conducirla lejos de allí. Solo conservó luego recuerdos confusos, retazos de imágenes que se movían frenéticas en el tiovivo de su mente. La llevó a un lugar apartado y volvió a poseerla como antaño, con el fuego y la ira del deseo culpable, sin saber si soñaba o era real, si era posible yacer con un espectro como si fuera una mujer de carne y hueso, solo que más fría y pálida, más remota y, por ello, más codiciada y ansiada que nunca.

Volvió a aparecerse ante él muchas otras veces, en noches perdidas de atormentadora angustia, durante quince años. Y a rogarle lo mismo, a suplicarle por el perdón y la paz. Y cada vez durante aquellos quince largos, solitarios y estériles años, él volvió a negarle lo que en justicia le correspondía.
Ahora volvían a estar como al principio. Solo que esta vez su mujer y su hijo no nacido se morían. Porque él no era capaz de resistirse a la lujuria, o al amor, quién podía saberlo; y también porque había sido un cobarde y un ingrato. Y no sabía cuál de los dos crímenes era peor ni más sangriento.
Golpes en la puerta, el viento arrojando tierra contra los cristales. Como si sirviera a la ira de los muertos y fuera su emisario y su verdugo.
No había escapatoria, era como en todas las ocasiones anteriores. Pero Matthew Stockholm sabía que debía cambiarlo de una vez. No tenía sentido seguir resistiéndose, le dijo una voz interna, había que acabar con todo.
Se levantó trabajosamente, aceptando lo inevitable, y caminó como un sonámbulo hasta el pie de la iglesia. De nuevo apoyó la frente en la madera oscura, con tacto de piedra, llorando por lo bajo, queriendo atravesar la frágil barrera y descansar su rostro en el rostro blanco de ella. Y temiéndolo con igual intensidad.
Por fin suspiró y abrió la puerta, para contemplarla bañada a la luz inclemente y afilada de la luna.
—Déjame entrar en tu Iglesia, Matt —susurró con dulzura—. Ha sonado la hora.
Aún dudó un instante, aún tuvo que luchar contra lo que era arraigada costumbre, el último lazo que lo ataba a la seguridad, a la posibilidad de distinguir las fronteras.
—Así sea —musitó al fin, vencido—. Entra en la casa del Señor.
Laverne traspasó aquel umbral como si se internara en la Tierra Prometida, en busca de la luz. Miró a su alrededor lentamente hasta que, finalmente, sus ojos descansaron en la figura triste de su amante. Le miró con compasión, con el sereno desprendimiento de quien ha visitado otros mundos.
—No me tengas miedo, mi querido. —Apoyó una mano en su brazo y él se dijo que era liviana en extremo, casi incorpórea, como no había notado antes. También su rostro era menos denso, y sus rasgos más sutiles—. No hay nada que yo pudiera hacerte —continuó—, peor de lo que tú mismo te has hecho ya.
—Laverne… —le costaba decir su nombre en voz alta—. Sé el daño que te hice, que te he hecho.
Ella se rió como antaño. O casi, porque su voz parecía venir de muy lejos.
—Nada importa ya. Además, no fuiste tú quien acabó con mi vida, tú no me pegaste, tú no me maltrataste nunca. El que lo hizo ya ha pagado por ello, puedes creerlo. —Aquí su mirada se endureció y sus rasgos se tensaron un instante, tan fugaz que desapareció casi al tiempo de iniciarse—. Tú solo fuiste cobarde, incapaz de luchar por mí en contra de tu moral, o la de ellos —hizo un gesto que lo abarcaba todo—. No Matt, tú no fallaste como hombre, sino como enviado del Cielo, como pastor del rebaño cuya misión es cuidar de la oveja descarriada y traerla de vuelta, en vez de alejarla de sí. Es por eso que ahora debes responder.
—Y estoy dispuesto —respondió Matthew sin darse tiempo a pensar, sintiendo al decirlo una paz desconocida que le procuraba un inmenso alivio—. Estoy tan cansado…
Pero —se inquietó al punto—, ¿qué va a ser de los míos, de mi esposa, de mis hijos, de mis buenos feligreses? ¿Han de pagar Kate y el bebé por faltas mías?
—Tu vida por la suya —respondió Laverne—. Ven conmigo, al otro lado, y ellos vivirán, te lo prometo.
El reverendo tragó saliva con angustia. Como en todas y cada una de las ocasiones en que la había visto, seguía sin poder asegurar si aquello era real, si ella o su alma existían realmente, o era todo el producto de una mente enferma que desvariaba por los remordimientos. ¿Sería cierto que había un después?, ¿le conduciría ella al descanso, o al tormento eterno?
Su fe se tambaleaba en el momento crucial.
—Matt —le instó ella una vez más—, ven conmigo. Sea como sea, sabes que no puedes vivir lejos de mí. Elige ahora, cuando acabe esta noche será tarde.
Se dejó guiar al campanario de la Iglesia. Subieron los estrechos peldaños en silencio, mientras Stockholm sentía crecer una dolorosa opresión en su pecho. Arriba, el viento del norte azotaba inmisericorde los muros de madera de la torre, y movía el badajo de la única campana de bronce, extrayendo un sonido fantasmal, triste como toque de muertos. El vértigo le inundó por un instante. Luchó contra las dudas y la angustia.
—Ya no hay vuelta atrás —dijo en voz alta.
Se volvió a Laverne para llevarse su imagen al más allá, y le pareció  más hermosa y dulce que nunca. Se fijó en que sus ropas se habían vuelto blancas, blancos sus labios y brillante su piel.
—Pareces una novia —le dijo sonriendo con suavidad.
Laverne le devolvió la sonrisa y él depositó un tibio beso en sus labios de alabastro. La abrazó durante un minuto, luego se separó de ella y la contempló largamente, enmarcada contra el cielo estrellado de esa última noche.
—¡Salta! —susurró Laverne con infinita ternura.
—Asido a tu mano. Para siempre.
Y juntos saltaron al vacío.
Buscando valientemente la eternidad.

2 comentarios:

  1. Hola. Me ha encantado. Ritmo narrativo, estilo, historia... Durante los últimos párrafos, contuve la respiración, con el corazón acelerado, hasta acabar precipitándome. Un saludo.

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  2. Mil gracias, Gema. Cuánto me alegra leer esto. Me encanta el wéstern y me supuso un placer probar a darle un tinte de terror introduciendo otra de mis pasiones literarias: los fantasmas :-)
    Otro saludo (agradecido) de vuelta.

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