Cada
noche tenía el mismo sueño, andaba desnuda por el suelo frío de una sala de
museo. A veces era el Prado, otras el Arqueológico de Atenas, otras el
Hermitage, la Tate, otras era una simple amalgama de uno u otro museo.
Yo
notaba el frío en las plantas de los pies, pero sobre mi piel el aire era
cálido como el abrazo de un amante. Tras avanzar por un par de salas vacías escuchaba
unas risas lejanas, gemidos y el suave golpeteo de cuerpos contra cuerpos.
Aquel sonido endurecía mis pezones y me hacía tragar saliva mientras aceleraba
el paso.
Llegaba
entonces a una sala, siempre la misma en todos los sueños. La galería de espejos
del palacio de Versalles, allí, entre la penumbra de las velas, encontraba
siempre la misma escena, una multitud de hombres y mujeres semidesnudos o
desnudos por completo disfrutando de mil formas de sus cuerpos. Pero no eran
personas corrientes, no. Todos eran personajes de cuadros o estatuas que yo
conocía bien de mis estudios. Destacaba siempre Antinoo, tan perfecto como en
sus reproducciones de mármol pese al sudor y el desaliño de sus rizos; también
Afrodita, radiante mientras cabalgaba sobre faunos o emperadores. Pero era otro
el que yo buscaba entre la multitud. Durero, siempre Durero. Los demás
personajes cambiaban según él día, pero él estaba siempre ahí. Su aspecto era
idéntico a su autorretrato del Prado, solo que muchas veces no llevaba más que
sus guantes blancos. En ocasiones me lo encontraba, sentado como quien no
quiere la cosa, contemplando la orgía, otras tomando por detrás a una musa con
flores entre sus cabellos rizados o hundiendo el rostro entre los pechos de la
sensual virgen del díptico de Melun. Fuese como fuese, él era el único que me
miraba. Sus ojos me recorrían la piel desnuda mientras sonreía, pero rara vez
se me acercaba. Tan solo una noche dejó de lado a la Ofelia de Millais y fue
hacia mí. La joven se quedó echada en el suelo, tan triste como en su cuadro.
Las manos enguantadas de blanco de Durero me acariciaron los pechos desnudos y
fueron subiendo con suavidad hasta rozarme los labios. Eso fue todo. Luego se
marchó de nuevo a gozar entre una vampiresa de Munch con brillantes cabellos
rojos y una geisha de un grabado erótico japonés.
Normalmente
yo solo me quedaba ahí, quieta en el umbral, humedeciéndome mientras
contemplaba aquella orgía interminable, pero en una ocasión, tras un buen rato,
me lancé angustiada por el deseo, mis manos recorrieron mi vientre para
hundirse en mi entrepierna y explorarla con avidez. Mis gemidos se unieron
entonces a los de la multitud y mientras me llegaba el clímax, mis ojos se
clavaron en los de Durero que me sonreía desde el fondo de la sala. Después, me
dio la espalda y tomó en sus brazos a una dama de Ghirlandaio. Entonces yo
comencé a sentir frío y un cierto pudor, como si de repente fuese una Eva que
acaba de conocer el pecado. Igual que ella, traté en vano de ocultar mi
desnudez y luego huí de allí, entre avergonzada y confusa. Corrí por las salas
vacías preguntándome qué locura me llevaba cada noche a aquella orgía
pictórica. Las lágrimas me caían por las mejillas según corría por un pasillo y
otro, pero pronto los ojos de él aparecieron en mi mente y supe el motivo.
Imaginé entonces el tacto de su piel, su calidez contra la mía, el sabor de su
lengua. Me apoyé en una pared y sollocé hasta despertar entre temblores en mi
cama.
Miré
a mi alrededor, a las estanterías repletas de libros de arte y las paredes con
sus reproducciones de pintura. Desde lo alto me observaba él, desde una pequeña
postal comprada en el Prado.
El
resto del día no pude pensar en otra cosa. En más de una ocasión me quedé en
blanco en medio de la lección y tuve que ponerles un ejercicio a los alumnos
porque no había forma de concentrarse. El recuerdo de la noche anterior me
martilleaba, los gemidos, los cuerpos entremezclados en un tapiz de deseo y él,
sobre todo él.
Esa
noche, ya en la cama, sentí un desasosiego, como si algo me quisiera prevenir
de que no fuera allí, un aviso para que me tomara varios cafés, y que esa noche
no durmiera. Me reí con tristeza ante aquella idea. ¿Por qué iba a hacer
semejante cosa? No había nada que deseara más que regresar a la Galería de Espejos.
Y sin embargo, los dedos me temblaban. Me senté en la cama y traté de respirar
con normalidad. ¿Y si al no ir esa noche ya nunca más podía regresar? Casi
grité de espanto. Si perdía aquellas noches, entonces, ¿qué me quedaría? Rutina
y tedio. Pese al miedo que aún sentía, cerré los ojos y me hundí en el sueño.
En
aquella sala de espejos todo fue como siempre, pero esa vez cuando él vino
hacia mí, yo no me quedé quieta. Mis manos le recorrieron la espalda, el pecho,
aquel miembro que había visto tantas otras veces con deseo. Entonces, despacio,
sin dejar de mirarle a los ojos, me arrodillé a sus pies y comencé a besar, a
lamer. Sabía algo salado y estaba tan caliente, palpitaba en mi boca. Enseguida
él me hizo levantar, me colocó contra uno de los espejos y con una mano me
agarró del cuello, mientras la otra me acariciaba las nalgas, después me
penetró. Yo grité de placer y la sala entera pareció responder con un coro de
gemidos, una orquesta de placer. Luego me tumbé bocarriba sobre el suelo frío. A
través de los espejos veía mi cuerpo, el suyo sobre mí y a tantos otros grupos.
Al poco me coloqué yo encima, entonces un ángel de enormes alas y sexo
indeterminado se acercó a nosotros y comenzó a besarme, primero en los labios,
luego en los pechos. El clímax nos llegó casi a la vez a mi pintor y a mí,
entonces al ángel se le unió una Beatriz de Rossetti de cabellos rizados y
labios como una amapola. Me besó el cuello y fue bajando con aquellos labios
rojos por mi vientre, deteniéndose en mi ombligo, saboreándolo como si fuese
algún tipo de fruta. Yo, mientras, entre jadeos miraba a Durero que se había
puesto en pie y se dejaba acariciar por el ángel. Le hice un gesto con una
mano, mis ojos entrecerrados por el placer que aquella dama pelirroja me
provocaba. Él se echó sobre mí de nuevo, apartando a Beatriz. El peso de su
cuerpo me hizo estremecer, lo aferré con fuerza mientras me mordía el labio.
Entró en mí más despacio, como disfrutando de cada pequeño avance hacia mi
interior. Le quité uno de aquellos guantes con los dientes y lo lancé al suelo
mientras gemía con cada embestida. Hundí mis dedos entre sus cabellos rubios,
aspiré el olor de su cuerpo. Olía a pintura, a polvo, pero también a sudor de
hombre. Perdí la cuenta de mis orgasmos mientras él continuaba. Los gritos y
gemidos se sucedían a nuestro alrededor. Eché la cabeza sobre el suelo y, de
reojo, contemplé la escena.
Una
Venus yacía sobre cojines, penetrada por un Sansón mientras una dama
distinguida de Tiziano les besaba por turnos. Al otro lado, el Francisco I de
Clouet recibía una felación de un demonio del Bosco con cabeza de pájaro, al
tiempo que la Lady Hamilton de Romney cabalgaba al príncipe de los lirios con
fiereza, pero sin perder un ápice de su aspecto de sensualidad inocente.
Más
allá, el extraño verano de Arcimboldo, compuesto por frutas y hortalizas, era
sodomizado por el caballo negro de la pesadilla de Füssli, un zumo rojo que
olía a cerezas salía de su boca con cada gemido. Cerca de él, varios de los
hombres de la escuela de Platón de Delville, se acariciaban, colocaban
guirnaldas entre sus cabellos y se masturbaban unos a otros. La Salomé de
Klimt, con sus senos al aire y la cabeza de su pobre víctima aún cogida de los
cabellos, se carcajeaba viendo a la virgen de Melun en pleno éxtasis provocado
por tres gracias de carnes voluptuosas. De algo más atrás, llegaban los gritos
de placer de una Magdalena a la que compartían un Napoleón de David y un
espíritu del viento de Botticelli.
Un
mordisco en el cuello me hizo volver a mirarle. Sus manos, una enguantada, la
otra desnuda, me agarraban las nalgas. Le besé una y otra vez mientras
constataba lo que ya sabía. No regresaría, me quedaría allí, en aquella sala
para siempre. Arqueé la espalda y me abracé a él como si tuviese garras como el
demonio del Bosco. Él me besó y su sabor dejó un regusto a esencia de
trementina. Hundí la lengua en su boca y puse los ojos en blanco mientras el
placer llegaba a mí como una sacudida, todo mi cuerpo se estremecía. Pensé que
quizás estuviera muriendo en el otro lado, quizás al amanecer alguien
encontrara mi cuerpo gélido y rígido en la cama, y mis alumnos se debatirían
entre una cierta confusión y la alegría de una mañana libre, pero el temor pasó
rápido y se fue como cualquier otro pensamiento, mientras el clímax estallaba,
y el mundo se diluía hasta que lo único cierto era aquella Galería de Espejos.
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Qué bonito y qué elegante. Bravo.
ResponderEliminarEste comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderEliminarA mí me han dejado impresionada las referencias artísticas tan bien utilizadas. De hecho, la propia trama se construye sobre ellas. ¿Podría el amor al arte ser más real para alguien que la vida diurna? Buen tema.
ResponderEliminarMe alegra que os gustara :)
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