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viernes, 31 de enero de 2014

Mujeres que se escriben

Muy buenos días. Nuevo episodio de la sección, para indagar en los gustos y estilo literario de otra autora más que ha accedido a venir aquí. Espero que os guste, a mí me ha encantado.


Hoy nuestra estrella invitada es…
RaelanaDsagan (Carmen del Pino). Nació en Málaga y es licenciada en Historia del Arte.
Ha participado en siete números de Calabazas en el Trastero y colabora en las antologías Clásicos y zombis, 200 baldosas al infierno, Legendarium, (Per)Versiones: monstruos clásicos, Fantasmas, espectros y apariciones y No eres Bienvenido. Es una de las autoras del libro-juego Infección y de Perséfone, una novela online por entregas ambientada en el Tecnoverso. Hijos de Tayyll, publicada en 2013, es su primera novela.
Fue ganadora del II Concurso de relatos Pasadizo y el Certamen Los Caídos, obtuvo un accesit en el III Premio Ovelles Eléctriques  y ha sido finalista de diversos certámenes, entre ellos el concurso Abismo del Fénix, el certamen de Fantasía oscura “Realidad Incoherente”, en el  XXIV certamen Alberto Magno y en tres ocasiones en el Premio Domingo Santos (2010, 2011 y 1013) También obtuvo menciones honoríficas en el concurso de relato Sagas Épicas y en Fabricantes de sueños 2008.
Interesada también en el mundo audiovisual, ha realizado tres videoclips para el grupo Balamb Garden y trailers para No Tocar y The Jammers.
Podéis encontrar más información en su blog: http://escritoenagua.blogspot.com/

LCE -Muy buenos días. ¿Dispuesta a ser otra víctima de la sección “Mujeres que se escriben”?
RD – Allons-y!!
LCE – Pues empecemos entonces con nuestra tradicional primera pregunta, ¿Por qué y cómo empezaste a escribir?
RD – Empecé cuando era niña, tendría unos ocho o nueve años. Yo era una lectora voraz. En casa nos regalaban libros por Navidad, cumpleaños y fechas así y yo los leía en nada, los míos y los de mis hermanos. Una vez que me quedé sin libros para leer pensé que yo podría escribir uno. Intentaba imitar los libros que leía por aquel entonces (tipo Los Cinco) y en realidad en aquella época no escribía porque quisiera contar historias, escribía porque quería leerlas.
LCE - ¿Cómo definirías tu estilo? ¿Crees que ha variado a lo largo del tiempo?
RD – Sencillo, concreto, introspectivo. Aunque yo noto cambios, creo que en lo esencial no ha variado.
LCE - ¿Crees que tu escritura posee algún rasgo específico por el hecho de ser mujer?  Y si es así, ¿cuál crees que pueda ser?
RD – No lo creo. Está claro que soy mujer, pero a ningún hombre se le pregunta si su literatura tiene algún rasgo específico por ser hombre. Yo creo que mi estilo tiene más que ver con mi carácter que con mi género.
LCE - ¿Te has sentido discriminada alguna vez en el mundillo literario?
RD – La verdad es que no, y me muevo mucho entre la cifi y el terror, que a priori son géneros donde se ven menos mujeres; pero nunca he tenido problemas, ni con lectores, compañeros ni a nivel editorial.
LCE – Y ahora, cambiando de tercio: ¿Qué género literario prefieres?  ¿O eres en cambio de esos autores que prefieren no ser encuadrados en uno específico?
RD –Me suelo mover entre la fantasía, la cifi y el terror, pero también he tocado otros géneros y seguiré haciéndolo; aunque me sienta más cómoda en un género que en otro, me gusta moverme.
LCE - ¿Qué objetivos te marcas como escritora?
RD – No tengo ningún objetivo ambicioso, me planteo a veces pequeños retos, cambios de registro que a veces funcionan y a veces no. Son siempre cosas pequeñas y a corto plazo.
LCE - ¿Algo más que quieras contarnos?
RD – Aprovecho para hacer spam de mi novela: Acabo de publicar “Hijos de Tayyll” una novela corta de fantasía en la editorial Pedro Escudero ediciones. Aunque salen elementos clásicos como dragones, magos, etc. no es una historia épica, es una novela intimista donde los personajes vagan en un mundo al que no pertenecen y encontrar su lugar en ese mundo no es lo que importa, en realidad lo que necesitan es encontrarse dentro de sí mismos.
LCE - ¿Querrías por último presentarnos el relato que has elegido para que se publique aquí, en Literatura con estrógenos?

RD He escogido “Los dioses dormidos”. Es un relato que mezcla fantasía y ciencia-ficción, donde las cosas son distintas según el punto de vista de cada personaje y ya que el blog va de escritoras quería escoger también un relato en el que la protagonista fuera una mujer y que personajes asexuales, como los robots, estuvieran tratados desde un punto de vista femenino. Esto no fue algo premeditado, sino que me vino impuesto por la historia, quería representar un culto al estilo de las vestales y no pensé en la posibilidad de que fuera masculino.  

Los dioses dormidos

Raelana Dsagan



Cuando Laedia murió, las estrellas dejaron de brillar; era como si se hubieran apagado todas a la vez, dejando ver lo que había detrás: un millar de estrellas mucho más lejanas, mucho más pequeñas, que parecían moverse en el cielo nocturno como hojas arrastradas por el viento, porque las estrellas que ahora estaban apagadas se veían siempre quietas, inmóviles, como faros vigilantes en la noche. 

La oscuridad las rodeaba ahora y ese era el momento más triste, cuando abrían su pecho para sacarle el corazón y disponer el cuerpo sin vida en la cripta del santuario, junto a las carcasas de las otras sacerdotisas que la habían precedido.

El corazón nunca se enterraba, porque el corazón de una sacerdotisa nunca dejaba de latir. Debía unirse a las estrellas, seguir su propio camino y alumbrar el mundo desde el cielo. Los pequeños acólitos, torpes figuras achaparradas de brazos cortos, lo envolvían en un paño blanco y lo llevaban a la más alta de las doce torres del santuario, aquella que siempre había estado oscura, hasta en el principio de los tiempos. Allí, sobre un pequeño recipiente de madera, depositaban el corazón para que pudiera volar hacia las estrellas. Ninguno de ellos sabía qué le ocurría al corazón de la sacerdotisa difunta, tampoco les importaba. Sólo hacían lo que les habían ordenado hacer.

Las cinco sacerdotisas restantes miraban ahora el sillón vacío de Laedia. Las cinco se cubrían el rostro con finos velos de noche, negros y turbios, que no dejaban distinguir sus facciones. Las cinco se cogían de las manos, en silencio, y volvían sus cabezas hacia ese cielo en el que ninguna de las estrellas familiares brillaba. Ninguna sabía por qué hacían eso, sólo era un torpe remedo de algo que no conocían, que les habían inculcado los dioses y que realizaban de forma monótona, porque era lo que debían hacer.

Alcistea se soltó de pronto, rompiendo el círculo, sus manos cálidas contrastaban con las de las demás, tan frías. Se arrancó el velo que ocultaba sus facciones y lo dejó caer al suelo, mostrando un rostro surcado por las lágrimas, un rostro pálido y triste donde sólo destacaban los ojos, verdes e intensos. Alcistea estaba allí por elección propia, era la única que había elegido. Las demás no lo hacían. Eran los dioses los que señalaban con el dedo para que los siguieran, pero hacía mucho que los dioses se habían marchado y ahora eran ellas las que debían elegir una sucesora. Ese era el momento en el que tendrían que salir y buscar entre los cuerpos metálicos, que sólo las miraban si una de ellas señalaba con el dedo. Era lo que habían hecho todas las veces anteriores, sólo que ya no había más cuerpos metálicos a los que señalar.

Cuando las damas llegaron del cielo, el abuelo de Alcistea aún no había nacido, los abuelos de sus abuelos eran pequeños entonces y de ellos provenían las historias que contaban cómo habían bajado del cielo aquellas figuras, de metal brillante y largos brazos, que cabalgaban sobre altos caballos de metal con grandes hocicos que horadaban el suelo. Entonces eran muchas, incontables, como también eran muchos los pequeños acólitos de cuerpos achaparrados que se movían entre ellas, sirvientes sin piernas que andaban sobre ruedas y no emitían sonidos. Construyeron el templo en pocos meses, en medio del desierto. Las doce altas torres que se perdían más allá del cielo y donde ninguno de los antepasados de Alcistea había entrado jamás. Las historias habían pasado de generación en generación y contaban que las estrellas también habían llegado con ellos.

En aquel entonces brillaban once de las torres, la luz parecía subir y bajar, se descomponía en los colores del arco iris, parecían estar vivas y sus antepasados se pasaban horas escondidos contemplándolas. Ahora sólo brillaban seis de las torres y la luz era blanca y monótona, largos cilindros fluorescentes que relucían en la noche. Alcistea sabía que eran las sacerdotisas las que se encargaban de que brillaran, poniendo sus manos sobre un panel de metal, presionando los salientes que se hundían en él cuando los tocaba. Ahora una de las torres era suya, Alcistea había aprendido todos los rituales, todas las variantes, llevaba muchos años estudiándolas, conociéndolas. Ahora era una de ellas pero, en el fondo, sabía que por mucho que se esforzara nunca lo sería del todo.

Su pueblo había observado a las damas que bajaban del cielo y habían temido acercarse a ellas, les resultaba fácil esconderse en el desierto, lo conocían bien, sabían moverse con las dunas y permanecer ocultos entre la arena. Ocultos y en silencio, así las observaban.  Ellas no parecían darse cuenta nunca de su presencia o, si acaso los veían, a ellas no les importaban más que los lagartos que se tumbaban al sol. Alcistea recordaba tiempos pasados, cuando era pequeña y caminaba al lado de su abuelo, dejando que sus pies se hundieran en la arena; su abuelo le había enseñado a moverse con el desierto, a tumbarse en la arena y a quedarse muy quieta hasta que su cuerpo quedaba casi cubierto y parecía dorado, como la tierra. Esperaban hasta que el cielo se oscurecía, las estrellas empezaban a brillar y era entonces cuando llegaban las damas, avanzaban con sus caballos a través del desierto, los poderosos hocicos perforaban hasta el centro de la tierra que, a veces, se revolvía asustada y temblaba. Las damas caminaban a veces entre los caballos, cuando se detenían; pronto Alcistea comenzó a distinguirlas de las sacerdotisas.

Las sacerdotisas cubrían sus esbeltos cuerpos de metal con túnicas de plata y nunca subían a los caballos. Señalaban y los movimientos monótonos de las damas cambiaban de dirección. Eran órdenes. Alcistea pensaba que los dioses que ella nunca había visto debían ser así. Altos y vestidos de plata. ¿Existieron de verdad aquellos dioses? No estaba segura, las historias se habían transmitido de generación en generación, pero la memoria de los ancianos flaqueaba a veces entre lo que sabían y lo que imaginaban y Alcistea no creía en todo lo que le contaban.

A su alrededor todo era triste, los ancianos morían, los jóvenes enfermaban con el agua turbia que ahora llegaba de los ríos, las damas se detenían de pronto y se dejaban caer al suelo, nadie se atrevía a tocarlas. Sólo las sacerdotisas parecían inmutables, sólo ellas se movían y señalaban, sólo ellas podían apagar las estrellas y traer oscuridad a la noche.

Alcistea las miraba desde lejos, aquellas torres altas donde no podía entrar, aquel mundo mágico que cada vez interesaba menos a su pueblo pero que a ella le fascinaba.

Una noche, las torres habían permanecido oscuras, las estrellas no relucían en el cielo y Alcistea dejó de esconderse. Se acercó a ellas, avanzando entre los hocicos de las grandes moles de metal que habían detenido su avance, esperando la llegada de las sacerdotisas. Las damas también esperaban, esbeltas con sus cuerpos de metal, Alcistea pasó entre ellas, buscando a las sacerdotisas que ahora se cubrían con paños negros. Sabía que su cuerpo era blando y débil, dorado como la arena, tan distinto al de ellas, pero tenía los brazos largos y había pasado muchas horas observándolas, había aprendido a moverse como ellas, a imitarlas, podía pasar junto a los acólitos sin que se dieran cuenta de la diferencia, podía pasar junto a las damas sin que nadie notara extraña su presencia. Entonces no sabía que cada uno de ellos tenía una tarea que realizar y que no miraban nunca a los demás.

Sólo las sacerdotisas miraban, sólo las sacerdotisas buscaban. Entre las damas elegían a la siguiente que las acompañaría y le darían la túnica de plata. Y la elegida sólo tenía que seguirlas y obedecer su nueva rutina, porque siempre era todo igual.

Eran pocas, cada vez menos. Sus abuelos referían que, cuando habían llegado, las damas eran incontables y tan parecidas que era imposible distinguir a unas de otras. Ahora, en cambio, Alcistea las diferenciaba a todas, les había puesto nombres y se preguntaba qué se sentiría al tocarlas y qué pensarían de ella si la descubrían observándolas. Por eso, cuando vio que las torres no tenían luz esa noche, cuando dejó de contemplar las estrellas del cielo, salió a la vista de todos y se acercó a ella, a Laedia.

Podía reconocerla a pesar de que cubría su rostro con el velo negro. Era la más alta, sus movimientos eran siempre lentos, como si tuviera que pensarlos antes de hacerlos, era la sacerdotisa que más se alejaba de las torres, la que más veces veía caminando entre los acólitos y los caballos de metal, sus ojos eran negros y nada se reflejaba en ellos. Ahora que la tenía tan cerca le parecía más alta aún de lo que había imaginado, podía distinguir sus facciones a través del fino velo de gasa que la cubría, se dio cuenta de que sus ojos eran facetados como los de una avispa, que su boca era una fina línea que parecía dibujada sobre el metal y que nunca se abría, no pronunciaba palabras. Laedia extendió uno de los brazos hacia ella y la señaló, era la indicación de que la siguiera. Alcistea sabía lo que tenía que hacer, lo había visto más de una vez. Avanzó con la cabeza alta hacia las torres, detrás de la sacerdotisa.

Ninguna de las damas que quedaba se quejó, ninguna dijo no reconocer a la desconocida como a una de ellas, todas volvieron a sus quehaceres mientras las sacerdotisas volvían al templo, oscuras con sus largos vestidos negros.

Le enseñaron cual era su torre, le dieron una túnica de color plateado, la instruyeron en los ritos que llevaban a cabo todo los días y descubrió que los dioses que adoraban tenían nombres que ella no era capaz de pronunciar. De las estrellas bajaba el alimento de los dioses, bajaba el agua fresca y clara, un sonido, un nombre, hasta seis distintos, uno por cada una de las torres apagadas, como si los dioses siguieran estando allí. Alcistea se preguntaba si las sacerdotisas se daban cuenta de que los dioses no estaban.

Ahora era ella la que paseaba entre los acólitos, la que presionaba el metal saliente de los caballos cuando se detenían, aunque no siempre se ponían en marcha de nuevo. El desierto estaba ahora cubierto de esqueletos metálicos, pues cuando morían los dejaban ahí, a la vista, en el lugar donde habían caído. Alcistea pensaba que era adecuado, el desierto se encargaría de enterrarlos poco a poco, hasta que la arena volviera a ser la dueña del mundo. Sólo a las sacerdotisas las llevaban a la cripta. Alcistea terminó comprendiendo que no era por ningún motivo especial, simplemente no habían recibido ninguna orden para los cadáveres de los demás.

Sólo los dioses daban órdenes, pero los dioses no estaban allí, se habían marchado y no regresaban. Ahora era ella una de las seis, se cubría con la túnica plateada y sus pasos avanzaban junto a los de sus hermanas. Sus abuelos contaban que al principio eran doce, seis dioses que avanzaban delante y seis sacerdotisas que los seguían detrás, después los dioses se fueron y las torres se apagaron, las sacerdotisas seguían caminando, haciendo lo que les habían ordenado.

Alcistea se preguntaba por qué no rezaban pidiendo que volvieran.
       ***




El recipiente colgaba sobre un precipicio y estaba sola. Ella era la única de las preferentes originales que seguía en funcionamiento. Sólo habían traído seis réplicas del modelo X2Y y, aunque el modelo N7V podía suplirlas en gran parte, no tenían la complejidad de programación de su modelo. Era capaz de notar la diferencia y eso la hacía una verdadera preferente, el resto no lo notaba, no percibían los matices, obedecían, tenían un nivel aceptable de autonomía, pero su capacidad de respuesta estaba muy mermada. Eso era lo que la hacía diferente, lo que las había hecho ser elegidas para sustituir a los creadores cuando estos desaparecieron.

Sabía que estaba muerta, pero no entendía dónde estaba. Sentía la madera a su alrededor, notaba cómo se balanceaba el recipiente, mientras ella mandaba impulsos eléctricos para que sus brazos se agarraran al borde, pero sus brazos no actuaban, era como si no los tuviera. Sus sensores no percibían calor a su alrededor, como cuando era de día, sus cuerpos no estaban preparados para caminar de día, el extremado calor de ese mundo afectaba sus circuitos, por eso las preferentes sólo salían de noche.

X2Y-Z11, ese era su número, impreso en la carcasa de metal que debía estar ya en la sala de desechos, vacía, observada por el resto. Su carcasa hubiera debido ser engalanada con flores y hojas secas, como hacían los creadores, pero allí sólo había arena. Había dispuesto en la sala de desechos a los seis creadores, sus cuerpos frágiles no permanecían allí, se deshacían. Los cuerpos de las preferentes perduraban para siempre, el metal dejaba de brillar y se oxidaba, pero no desaparecían. Sabía que habrían extraído el cilindro de Oxiritron de su pecho y que lo habrían llevado a la torre. Uno de los satélites estaría esperando el momento para recogerlo, todo se aprovechaba. La energía que aún llevaba dentro serviría para aumentar su luz y entonces ella ya no sería ella. Estaba muerta.

No debería estar repasando cada uno de los pasos que tenía que seguir el que había sido su cuerpo. Algo no iba bien. Sentía que todavía tenía cuerpo, que tenía extremidades que podía mover y que no era luz brillante, como lo eran ahora el resto de las preferentes que habían dejado de funcionar. ¿O sería siempre así? ¿Seguiría sintiendo que tenía cuerpo aunque pasara a formar parte del satélite?

Hizo un amago de extender la mano hacia el borde del recipiente, un último impulso eléctrico que no sirvió para nada, estaba programada para eso, para analizar y reaccionar. El recipiente se movía cada vez más, balanceándose como una barca. Quería llamar a las otras, pero las preferentes nunca subían hasta allí. Ya no podía dar órdenes, ya no la obedecerían. Sólo Alcistea correría hacia ella, pero Alcistea no era capaz de entender los impulsos eléctricos que sí podría mandar a los demás, y ahora, por mucho que lo intentaba, no conseguía acceder a la base de datos del transmutador de códigos. No era seguro que la comprendiera, Alcistea no siempre entendía las traducciones, era frágil como los creadores, no obedecía, no entendía, curioseaba, por eso la había elegido. X2Y-Z11 era la última preferente, estaba programada para reaccionar.

La muerte llegaba poco a poco, lo había visto en las demás y ahora lo comprobaba en sus viejos engranajes. Había sentido cómo los brazos se agarrotaban y chirriaban cada vez que se movían, sus piernas se negaban a caminar, los sensores se apagaban o se iluminaban cuando no debían. Eran los síntomas, los había visto muchas veces, sólo los creadores hubieran podido arreglarla, sólo los creadores eran capaces de abrir su cuerpo y hacer correr de nuevo los impulsos eléctricos por sus cables de forma correcta; pero ya no había creadores, se habían descompuesto en la sala de desechos y ella sólo podía seguir cumpliendo sus órdenes, eternamente.

Miraba a Alcistea y su memoria la comparaba con las grabaciones que tenía de ellos. Alcistea curioseaba, tocaba sin saber qué estaba haciendo, se distraía, incapaz de mantener la concentración. Las miraba a todas con sus ojos verdes y brillantes, como si tuviera pequeñas estrellas atrapadas en ellos. Tocaba los brazos y buscaba los engranajes, pero sus apéndices eran torpes y no sabía reparar lo que estaba estropeado. Le parecía que había sido la elección correcta, pero, con el tiempo, había incorporado a su base de datos una nueva información. No se es un creador sólo por tener la piel blanda.

Alcistea tenía voz, era la única que la tenía. Los sensores transformaban su voz al sistema binario que ellos comprendían. Ellas podían trasladar también sus órdenes a voz, que salía por los altavoces, distorsionada, confusa, muchas veces incomprensible. Alcistea no sabía que podían oírla, ni que la entendían, que la obedecerían si alguna vez se atrevía a dar una orden. Durante todos esos años había esperado que la diera pero nunca lo había hecho, podía haber sido un creador pero sólo intentaba aparentar que era una más.

Algunos satélites habían dejado de producir luz, sus computadoras ya no emitían señales, debían estar muertos, como ella. Aún quedaban algunos en el espacio, girando con el planeta, luces fijas, cercanas, perennes, que a veces podían verse incluso de día, no parpadeaban como las estrellas, no se movían como lo hacían ellas. Formaban siempre el mismo dibujo en el cielo nocturno. A veces miraba el cielo y veía a uno apagarse, incapaz de hacerle llegar la energía que lo mantenía funcionando, otras veces eran las grúas las que dejaban de moverse. La habían programado para darse cuenta de que las cosas iban mal, le habían otorgado cierta capacidad de reacción, pero no tenía la mente de un creador, no podía hacer que las cosas volvieran a funcionar, no podía plantearse alternativas que no estuvieran recogidas en su base de datos. Su memoria virtual repasaba una y otra vez los datos que tenía de los creadores, recordaba sus reacciones cuando algo salía mal. Las voces se elevaban y se distorsionaban en un discurso incomprensible, salía líquido de sus ojos, aumentaban su producción de energía interna, para ella eran reacciones caóticas y sin sentido, pero que a ellos los llevaba a una resolución. No podía imitarlos en eso, sólo podía coger el legado que le habían dejado y tomar las decisiones respecto a la información que tenía. No sabía si las decisiones que había tomado eran las correctas, ni si las había tomado cuando ya era demasiado tarde.

Ya no podía hacer nada, ahora estaba muerta. Podía dejar de pensar, de reaccionar, ahora era sólo Oxiritron que daría energía a alguno de los satélites que quedaba en funcionamiento.

***


Le costaba respirar, la altura la mareaba, sentía la presión en su cabeza. A su alrededor sólo había vacío. Una plataforma metálica por la que caminaba intentando que el viento que soplaba a su alrededor no la hiciera caer. No había nada a lo que agarrarse, tan solo un pequeño recipiente de madera que se balanceaba entre dos postes metálicos en el centro de la plataforma. Dentro estaba el corazón, latiendo, siempre latiendo. Avanzó hacia él con pasos firmes, preguntándose por qué no era de metal como todo lo demás que la rodeaba. Todo era de metal excepto ella misma y aquel pequeño recipiente.

Llegó hasta él y puso su mano sobre el corazón, era un cilindro estrecho y alargado, estaba frío. Se preguntó si su corazón sería igual que ese, oscuro, gris, frío. Hubiera deseado que fuera así.

***
Sentía sobre ella la mano del creador, agarrándola, sosteniéndola, una mano grande y blanda que la cubría completamente, ya no percibía el resplandor de las estrellas lejanas. El rayo de tracción incidiría en la madera vacía y no encontraría nada que llevarse, la madera era el aislante que impedía que siguiera descendiendo hasta tropezar con la plataforma de metal. Era una distorsión en la rutina pero no se preocupó, el creador era el que decidía su destino.

***
Alcistea miró el cielo, el cielo negro que ya no estaba cubierto de luces brillantes, las estrellas continuaban apagadas, el recipiente de madera se balanceaba, movido por el viento, pero ahora Alcistea sujetaba el corazón en la mano. El cilindro alargado había comenzado a brillar débilmente. Observó cómo algo bajaba del cielo, un largo hilo plateado que parecía terminar en forma de garra y que se introdujo en el cuenco de madera, lo observó durante unos minutos, después el rayo despareció, como si el viento se lo hubiera llevado. Había roto el ritual, el corazón seguía con ella, no había subido a las estrellas.

Bajó de nuevo, nerviosa, con el corazón brillando en la mano, sin saber porqué lo había hecho, quizás porque sin Laedia se sentía sola.

Abajo la esperaban las cuatro, la miraban a través de sus velos negros, desconcertadas al cambiar la rutina habitual. Alcistea las ignoró y bajó a la cripta, donde el cuerpo metálico de Laedia reposaba sobre una plancha metálica, abrió la carcasa e introdujo de nuevo el corazón en el pecho. El cadáver chirrió un segundo, pero no se movía.

Las cuatro habían bajado detrás de ella, parecían esperar algo. Alcistea pensó que no podían entenderla, ni sus compañeras ni los pocos parientes que le quedaban, escondidos entre la arena sin atreverse a acercarse a ella. No podía hacer nada, sabía que las estrellas se apagarían, que ya no había más damas entre las que escoger una nueva sacerdotisa. Ella sería la última, la sacerdotisa del corazón rojo.

Cerró la carcasa y acarició la deslucida piel metálica, que hacía años que no brillaba. Los dioses habrían sabido qué hacer, pero ella no sabía, sólo podían seguir la rutina, salir a la noche y caminar por aquel cementerio de metal. Volver al amanecer, solas.

La noche siguiente sólo se iluminaron cinco de las torres.

A la siguiente vio un niño jugando entre los altos caballos de metal que ya no se movían. No lo reconocía, llevaba demasiado tiempo alejada de sus parientes. El niño huyó al verla, pero se detuvo un instante a mirarla, como si dudara de lo que estaba viendo. Alcistea se estremeció, sintió miedo.

Las cuatro sacerdotisas se situaron delante de ella, en actitud protectora, era algo que no habían hecho nunca. Alcistea tuvo que buscar en sus recuerdos, recordar las historias de sus abuelos, aquellas viejas historias que no creía del todo.  Y oyó al niño gritar asustado: «¡Los dioses han vuelto!»

Alcistea extendió los brazos hacia el niño, sorprendida al entender sus palabras, quiso correr hacia él, gritarle que ella no era un dios, pero sus movimientos eran ahora bruscos, llevaba demasiado tiempo intentando ser una de ellas. Las sacerdotisas no tuvieron ninguna dificultad en sujetarla. No le hacían daño, sólo le impedían echar a correr.

***
N7V-422 era ahora la más antigua de las preferentes, su orden se transmitió a las otras unidades: Proteger al creador.

***
Alcistea se dejó llevar de nuevo hacia las torres, sin poder reaccionar. Las puertas se cerraron tras ella herméticamente, sabía que no se volverían a abrir. Bajó a la cripta, donde el cuerpo de Laedia emitía chirridos de vez en cuando, como si intentara mover los engranajes de su cuerpo, sin conseguirlo.

Se sentó a su lado y empezó a rezar, rogando a esos dioses desconocidos que volviera.

viernes, 24 de enero de 2014

Una cuestión delicada

Dualidades
Víctor López Esteva

Siempre me he sentido orgullosa de poder debatir tranquilamente con gente que piensa de distinta manera que yo. Más aún, de contar entre mis amigos a personas de muy diversos gustos, procedencias y estilos de vida. Me parece una riqueza enorme poder conocer y tratar a gente de todo tipo.
         Pero resulta, para mi gran sorpresa, que la inmensa mayoría de las personas piensan sobre esto de forma opuesta. Prefieren rodearse solo de personas semejantes a ellos o, en caso de que el cariño o las circunstancias les unan a otros no tan afines, ignorar o esconder en lo posible esas diferencias. Huir del debate y la confrontación, evitar cualquier tipo de conflicto como si se tratara de una plaga bíblica.
         Claro, a mí me resulta muy difícil entender que alguien, de manera voluntaria, limite su trato humano a un roce educado y superficial, donde se oculten las diferencias en pro de una paz aparente. Que elija seguir, antes que las exigencias de una relación auténtica, la máxima de no polemizar o poner sobre la mesa cuestiones que puedan resultar delicadas. Porque eso en el fondo implica evitar el razonamiento, convertirse en espectador no participante de la realidad que nos rodea.
         Ese parece ser en buena medida solo un problema mío, producto según me dicen de un exceso de idealismo o de vehemencia, cosas ambas que no niego (no puedo hacerlo). Y si esto que decía es así para la vida en general, podéis imaginaros lo que ocurre si mencionamos, siquiera de pasada, alguna cuestión política. Entonces es como si Satanás se hubiera atrevido a hacernos una visita.

Vivimos tiempos convulsos. Una época agitada en la que no se nos pone nada fácil mantenernos al margen.
         De una forma o de otra la crisis económica nos acaba afectando a todos. Los casos continuos de corrupción, la  agitación social, la respuesta de muchos ciudadanos cristalizada en frecuentes movilizaciones -y su consiguiente represión por parte de los poderes públicos-, los recortes y reformas legislativas, a menudo enfrentadas a la opinión pública... En fin, aspectos todos de la convulsión y el cambio imperantes, que acaban salpicando incluso a los más acérrimos defensores del "cerrar los ojos y ocuparse de sus propios asuntos".
         Y será tal vez por eso que se atrincheran con mayor denuedo que nunca contra cualquier intento, premeditado o no, de atravesar esa coraza autoimpuesta y enfrentarles con la realidad. O ni siquiera con la realidad: a lo que se niegan más exactamente es al ejercicio de contemplación, evaluación y conclusión que tendrían que hacer, si accediesen por un momento a ser lo que nos dicen que somos: seres racionales. Parecen decir: "mejor no meneallo", mejor hacer como si la cuestión política (o la religiosa, o la sexual, o la de la igualdad o... Cualquier tema que genere opiniones encontradas) no existiera o no contara en mi vida, no sea que al final nos vayamos a poner a discutir.

Yo sé lo que se esconde en realidad detrás de todo esto; conozco la verdadera causa de esa abstención voluntaria en la opinión, y por tanto en la vida.
         Se trata de miedo.
         En el fondo, fondo, hay mucha gente educada para perpetuar, sin ningún ejercicio crítico por su parte, un sistema de creencias que se vende como ancestral y eterno. Gente educada para tragar, así sin más, el "alimento" recibido. Y cuando te crías así, cuando de una forma más o menos soterrada se te hace creer que la duda y la crítica son el germen del caos y el apocalipsis, lo normal es que sientas un pánico cerval por todo aquello que suponga hacer tambalear tus valores y creencias; todo eso que, precisamente, te hace sentir la falsa ilusión de la Certeza, lo que crea en tu vida y en el mundo una ficticia sensación de control.

Bien, nadie elige cómo le educan y qué valores le inculcan. Y todos recibimos influencias de muchas partes, de muchos tipos, veraces o no, más objetivas o no. Y cada padre o madre, en general, lo hace lo mejor que puede y sabe, con la mejor intención. Pero cuando llegamos a cierta edad, es responsabilidad nuestra elegir con qué nos quedamos. -No se pueden pedir cuentas al pasado, ni tampoco serviría de nada-. Y esa responsabilidad para con nosotros mismos implica mirar-nos con ojo crítico y decidir desde nuestros ojos y cerebros adultos cuál es la verdad, y que esta puede y debe ir cambiando y creciendo con nosotros, porque lo demás es ponernos límites inaceptables. Es vender nuestro "yo" a cambio de la ausencia de problemas.
         Llega un momento en que se trata de elegir, y según las decisiones que tomemos iremos en una u otra dirección. Luego no habrá derecho a quejarse, aquí no se admiten reclamaciones; todas esas frases típicas que se usan para justificar lo que uno ha hecho o no ha hecho: "no, es que ya no tengo edad para eso" (o dinero, o energía, o tiempo), "aquí, pasando los años, ¿qué otra cosa voy a hacer?", "ahora que los hijos (o el marido, o la mujer, o los padres, o...) se han ido no me queda nada", "ya no...". Como si fuera la suerte o los hados los que nos han asignado ese destino. O como si fuera ley natural.

Así que yo te digo, si tú has elegido otro tipo de vida, donde lo importante es no desentonar, comportarse según los cánones heredados de nuestros mayores (tantas veces asumidos sin asimilar) y ver crecer a tus hijos según esos mismos rectos principios, no tengo nada que decir. Por descontado, no voy a decirte cómo vivir tu vida.
         Pero yo he elegido otra cosa. Consciente y deliberadamente, me he propuesto seguir creciendo por dentro, digerir, y no asumirlo sin más, todo lo que la vida me va ofreciendo, cuestionando lo que veo y alimentándome solo con lo que me conviene. Con los ojos y los oídos bien abiertos, aullando como una loca si algo me duele y amando y agradeciendo hasta el tuétano lo bueno que se me depare.
         Y, claro está, tampoco pienso disculparme (nunca) por ello.

miércoles, 22 de enero de 2014

El cuento de "La mujer esqueleto"

Tras unos días de descanso vacacional, hoy vuelvo con energías renovadas para hablaros de otro de los cuentos que Clarissa Pinkola Estés recoge en su libro, "Mujeres que corren con los lobos" y el significado arquetípico que se puede extraer de él. El cuento, que Clarissa elaboró a partir de un poema oral innuit de cinco versos, contado por Mary Uukalat; dice así:

Ilustración de Estefanía Oliveras basada en este cuento


La Mujer Esqueleto:

Había hecho algo que su padre no aprobaba, aunque ya nadie recordaba lo que era. Pero su padre la había arrastrado al acantilado y la había arrojado al mar. Allí los peces se comieron su carne y le arrancaron los ojos. Mientras yacía bajo la superficie del mar, su esqueleto daba vueltas y más vueltas en medio de las corrientes.
         Un día vino un pescador a pescar, bueno, en realidad, antes venían muchos pescadores a esta bahía. Pero aquel pescador se había alejado mucho del lugar donde vivía y no sabía que los pescadores de la zona procuraban no acercarse por allí, pues decían que en la cala había fantasmas.
         El anzuelo del pescador se hundió en el agua y quedó prendido nada menos que en los huesos de la caja torácica de la Mujer Esqueleto. El pescador Pensó: “¡He pescado uno muy gordo! ¡Uno de los más gordos!” Ya estaba calculando mentalmente cuántas personas podrían alimentarse con aquel pez tan grande, cuánto tiempo les duraría y cuánto tiempo él se podría ver libre de la ardua tarea de cazar. Mientras luchaba denodadamente con el enorme peso que colgaba del anzuelo, el mar se convirtió en una agitada espuma que hacía balancear y estremecer el kayak, pues la que se encontraba debajo estaba tratando de desengancharse. Pero, cuanto más se esforzaba, más se enredaba con el sedal. A pesar de su resistencia, fue inexorablemente arrastrada hacia arriba, remolcada por los huesos de sus propias costillas.
         El cazador, que se había vuelto de espaldas para recoger la red, no vio cómo su calva cabeza surgía de entre las olas, no vio las minúsculas criaturas de coral brillando en las órbitas de su cráneo ni los crustáceos adheridos a sus viejos dientes de marfil. Cuando el pescador se volvió de nuevo con la red, todo el cuerpo de la mujer había aflorado a la superficie y estaba colgando del extremo del kayak, prendido por uno de sus largos dientes frontales.
         “¡Ay!”, gritó el hombre mientras el corazón le caía hasta las rodillas, sus ojos se hundían aterrorizados en la parte posterior de la cabeza y las orejas se le encendían de rojo. “¡Ay!”, volvió a gritar, golpeándola con el remo para desengancharla de la proa y remando como un desesperado rumbo a la orilla. Como no se daba cuenta de que la mujer estaba enredada en el sedal, se pegó un susto tremendo al verla de nuevo, pues parecía que ésta se hubiera puesto de puntillas sobre el agua y lo estuviera persiguiendo. Por mucho que zigzagueara con el kayak, ella no se apartaba de su espalda, su aliento se propagaba sobre la superficie del agua en nubes de vapor y sus brazos se agitaban como si quisieran agarrarlo y hundirlo en las profundidades.
         “¡Aaaaayy!”, gritó el hombre con voz quejumbrosa mientras se acercaba a la orilla. Saltó del kayak con la caña de pescar y echó a correr, pero el cadáver de la Mujer Esqueleto, tan blanco como el coral, lo siguió brincando a su espalda, todavía prendido en el sedal. El hombre corrió sobre las rocas y ella lo siguió. Corrió sobre la tundra helada y ella lo siguió. Corrió sobre la carne puesta a secar y la hizo pedazos con sus botas de piel de foca.
         La mujer lo seguía por todas partes e incluso había agarrado un poco de pescado helado mientras él la arrastraba en pos de sí. Y ahora estaba empezando a comérselo, pues llevaba muchísimo tiempo sin llevarse nada a la boca. Al final, el hombre llegó a su casa de hielo, se introdujo en el túnel y avanzó a gatas hacia el interior. Sollozando y jadeando permaneció tendido en la oscuridad mientras el corazón le latía en el pecho como un gigantesco tambor. Por fin estaba a salvo, sí, a salvo gracias a los dioses, gracias al Cuervo, sí, y a la misericordiosa Sedna, estaba… a salvo… por fin.
         Pero, cuando encendió su lámpara de aceite de ballena, la vio allí acurrucada en un rincón sobre el suelo de nieve de su casa, con un talón sobre el hombro, una rodilla en el interior de la caja torácica y un pie sobre el codo. Más tarde el hombre no pudo explicar lo que ocurrió, quizá la luz de la lámpara suavizó las facciones de la mujer o, a lo mejor, fue porque él era un hombre solitario. El caso es que se sintió invadido por una cierta compasión y lentamente alargó sus mugrientas manos y, hablando con dulzura como hubiera podido hablarle una madre a su hijo, empezó a desengancharla del sedal en el que estaba enredada.
         “Bueno, bueno”. Primero le desenredó los dedos de los pies y después los tobillos. Siguió trabajando hasta bien entrada la noche hasta que, al final, cubrió a la Mujer Esqueleto con unas pieles para que entrara en calor y le colocó los huesos en orden tal como hubieran tenido que estar los de un ser humano.
         Buscó su pedernal en el dobladillo de sus pantalones de cuero y utilizó unos cuantos cabellos suyos para encender un poco más de fuego. De vez en cuando la miraba mientras untaba con aceite la valiosa madera de su caña de pescar y enrollaba el sedal de tripa. Y ella, envuelta en las pieles, no se atrevía a decir ni una sola palabra, pues temía que aquel cazador la sacara de allí, la arrojara a las rocas de abajo y le rompiera todos los huesos en pedazos.
         El hombre sintió que le entraba sueño, se deslizó bajo las pieles de dormir y enseguida empezó a soñar. A veces, cuando los seres humanos duermen, se les escapa una lágrima de los ojos. No sabemos qué clase de sueño lo provoca, pero sabemos que tiene que ser un sueño triste o nostálgico. Y eso fue lo que le ocurrió al hombre.
         La Mujer Esqueleto vio el brillo de la lágrima bajo el resplandor del fuego y, de repente, le entró mucha sed. Se acercó a rastras al hombre dormido entre un crujir de huesos y acercó la boca a la lágrima. La solitaria lágrima fue como un río y ella bebió, bebió y bebió hasta que consiguió saciar su sed de muchos años.
         Después, mientras permanecía tendida al lado del hombre, introdujo la mano en el interior del hombre dormido y le sacó el corazón, el que palpitaba tan fuerte como un tambor. Se incorporó y empezó a golpearlo por ambos lados: ¡Pom, Pom!…. ¡Pom, Pom!
         Mientras lo golpeaba, se puso a cantar “¡Carne, carne, carne! ¡Carne, carne, carne! “. Y, cuanto más cantaba, tanto más se le llenaba el cuerpo de carne. Pidió cantando que le saliera el cabello y unos buenos ojos y unas rollizas manos. Pidió cantando la hendidura de la entrepierna, y unos pechos lo bastante largos como para envolver y dar calor y todas las cosas que necesita una mujer.
         Y, cuando terminó, pidió cantando que desapareciera la ropa del hombre dormido y se deslizó a su lado en la cama, piel contra piel. Devolvió el gran tambor, el corazón, a su cuerpo y así fue como ambos se despertaron, abrazados el uno al otro, enredados el uno en el otro después de pasar la noche juntos, pero ahora de otra manera, de una manera buena y perdurable. La gente que no recuerda la razón de su mala suerte dice que la mujer y el pescador se fueron, y a partir de entonces las criaturas que ella había conocido durante su vida bajo el agua, se encargaron de proporcionarles siempre el alimento. La gente dice que es verdad y que eso es todo lo que se sabe.

¿Qué nos cuenta este cuento?
El cuento habla básicamente del ciclo de la Vida-Muerte-Vida, y más concretamente de cómo afecta este ciclo eterno e inmutable a las relaciones afectivas.
La sabiduría popular siempre ha recogido la existencia de los opuestos, la dualidad creadora necesaria para la vida. Todo nace y todo muere, hay períodos de surgimiento, de desarrollo, y también otros de meseta, decaimiento y muerte. Para ser seguidos de nuevo por la vida.
Y el que no acepte esto no podrá vivir plenamente, no podrá amar y ser amado, no podrá desarrollarse ni podrá aprender lo que es necesario aprender.
La mujer esqueleto representa la muerte, todo ese decaer, esos conflictos y esas pérdidas, tan inseparables de la vida. Cada vez que optamos por algo, estamos renunciando (perdiendo) al resto de posibilidades. Cada vez que avanzamos, estamos diciéndole adiós a lo pasado. No un adiós irremediable, pues hay que tener en cuenta que la memoria, individual y colectiva, conserva una parte importante de lo vivido. Pero sí es cierto que tenemos que aprender a soltar estados, sentimientos y experiencias para adentrarnos en las nuevas. La alternativa a esto es NO INTENTAR nada, NO ELEGIR nada, NO PROFUNDIZAR en nada. Pero es una triste alternativa, porque al final es optar por una vida "light", vivida a medias.
Y es que la felicidad, al menos tal como yo la entiendo, no es ausencia de problemas o dificultades, sino suma de momentos mágicos, de vivencias con gente especial, de colección de cosas que te han hecho crecer.
Hay una frase de Carl Gustav Jung, el gran psicoanalista, que para mí resume perfectamente todo esto: "La vida no vivida es una enfermedad de la que se puede morir".


Un dato extra: existe un corto de animación, "La femme-squelette" de la directora Sarah Van Den Boom, basado en esta historia. Dura solo unos 9 minutos y es muy curioso.



viernes, 3 de enero de 2014

Mujeres que se escriben

Una nueva edición, después del parón vacacional, para continuar con el desfile de nuevas autoras que, a través de estas páginas, van a mostrarnos su trabajo y a hablarnos de su trayectoria.


Hoy nuestra estrella invitada es…
LAURALUNA, artista y escritora multigénero. Autora del cóctel poesía + fotografía DessertStorm junto con el ilustrador José María Picón y perpetradora de la novela Nebuloso’s Fantasy.

LCE -Muy buenos días. ¿Preparada para convertirte en otra víctima más de la sección?
LL – NO me haréis daño, ¿verdad?
LCE – Bueno, no puedo prometer nada, pero esperamos al menos no dejar secuelas permanentes XD
Ya que te has prestado, tan amablemente como el resto de las autoras que han pasado por el diván (y sin coacción alguna por nuestra parte je,je), a participar en el blog, empezaremos con las P.P. (puñeteras preguntas) de rigor:
La primera y obligada: ¿Por qué y cómo empezaste a escribir?
LL – Cuando en el colegio, en clase de lengua, nos enseñaron a construir un cuento o un poema, me di cuenta de que disfrutaba mucho con ello, que no me parecía un suplicio, y los creaba por mi cuenta al margen de que fueran deberes para casa. Y aquí estoy.
LCE - ¿Cómo definirías tu estilo? ¿Crees que ha variado a lo largo del tiempo?
LL – Tengo un estilo sencillo, con poca ornamentación. Noto que se va puliendo a medida que pasan los años. En Nebuloso’s Fantasy se me ve muy adicta a las comparaciones “grijander”, como se puede comprobar.
LCE - ¿Crees que tu escritura posee algún rasgo específico por el hecho de ser mujer?  Y si es así, ¿cuál crees que pueda ser?
LL – No tanto por ser mujer, no creo que haya tantas diferencias entre el estilo literario masculino y el femenino. En mi caso, lo que sí influencia mi literatura son mis ideas, entre ellas el feminismo. Por ejemplo, en Nebuloso’s Fantasy tenemos a Tifona, un personaje creado desde la crítica al estereotipo de la amazona hipersexualizada.
LCE – ¿Significa eso que escribes para un público determinado, concretamente para otras mujeres?
LL – Cada obra tiene un público en concreto. DessertStorm es para todo aquel que aprecia el arte, que tiene ganas de leer un proyecto original. Nebuloso’s Fantasy es la novela de una friki para otros frikis que hayan disfrutado y disfrutan de los videojuegos de rol clásicos.
LCE - ¿Te has sentido discriminada alguna vez en el mundillo literario?
LL – No tanto en el mundillo, pero en algunos círculos sí que, al enterarse de que había sacado una novela inspirada en los videojuegos de rol, me han preguntado muy sorprendidos: “¿PERO TÚ JUEGAS A LA CONSOLA?”. Con un chico no hay tanta sorpresa.
LCE – Y ahora cambiemos de tercio: ¿Qué género literario prefieres?  ¿O eres en cambio de esos autores que prefieren no ser encuadrados en uno específico?
LL – Me gustan muchos géneros: la fantasía, la ciencia ficción, el terror y, sobre todo, me gusta aplicar mi nota personal de humor.
LCE - ¿Qué objetivos te marcas como escritora?
LL – La meta ideal sería vivir de ello, pero sé que es una utopía hoy en día, y más en España. Me conformo con conseguir cierto reconocimiento, que mis novelas hagan disfrutar y que el lector se evada con ellas. Me conformo con que el hecho de escribir me dé la vida, el resto de cosas vienen solas.
LCE - ¿Algo más que quieras contarnos?
LL – ¿Os habéis quedado con ganas? Podéis saber más de DessertStorm en www.josemariapicon.es y más sobre Nebuloso’s Fantasy en www.pedroescudero.pro.
LCE - Pues solo nos queda entonces una cosa más: ¿Querrías presentarnos tu relato?
LL - Os presento un relato basado en dos personajes no jugadores de la partida de rol en la que estoy con mis amigos. Tiene erotismo y mucho humor: “La contundente historia de amor entre Asepia y Rotauro”: 

La contundente historia de amor de Asepia y Rotauro

Laura Luna

Lamia - John William Waterhouse

―¿Qué ha pasado aquí? ―exigió saber Siniseth.
Era obvio que había pasado algo. El interior de la posada Limogrifo era un poema en forma de muebles rotos y cerveza derramada. No había ni una sola mesa o silla que no estuviera volcada o partida en dos. Una avergonzada Asepia, con el corpiño a medio abrochar (más a medio abrochar de lo habitual) fregaba bajo las órdenes furiosas de su padre. Los parroquianos estaban arremolinados contra la pared, sin capacidad de cerrar la boca, bloqueada en una mueca de sorpresa.
         ―QUE DIGO QUE QUÉ HA PASADO AQUÍ ―insistió el príncipe.
         Por “¿Qué ha pasado aquí?” Siniseth se refería a “¿Han raptado a mi hermana pequeña?”. Los desperfectos de la posada le traían sin cuidado, siempre y cuando Limogrifo pagara su tributo como todos los demás.
         ―La princesa Dalania está bien, mi señor ―le tranquilizó el posadero, tratando de contener su indignación hacia su hija―. Pero acaba de aprender a marchas forzadas lo de las flores y las abejas. Ya no hace falta que la institutriz se lo explique.
         La princesa bajó las escaleras que conducían a las habitaciones a brincos y saludó a su hermano con un sonoro beso en la mejilla. Siniseth comprobó que en los oscuros ojos de la chica había un brillo malicioso, como el que se le ponía cuando aprendía un hechizo nuevo. Sin embargo, sospechaba que lo que había aprendido en su ausencia no era magia exactamente.
         La seguía Treseo de Lan Come, uno de los guardias personales de la joven, y detrás de él iba Rotauro, que llevaba la armadura a medio colocar. Era un tipo tan grande que necesitaba a dos escuderos como mínimo para vestirle, y en aquella ocasión ninguno de sus hombres se había atrevido a tocarle. Siniseth detectó moretones sospechosos en las partes visibles de su gigante guardaespaldas y trataba de darles una definición lo más inocente posible.
         ―Pe-perdón, mi señor ―tartamudeó el guardia.
         ―Perdone, Alteza ―musitó Asepia―. Sólo le puse un poco de feromonas de drow en su pastelillo de limogrifo. Y un poco más de grifo de lo normal…
         ―Y yo he tomado unas cuantas cervezas más de lo normal, mi señor… Y yo no podía dejar de mirar las caderas de Asepia.
         Asepia era famosa en Piecuerno por poseer unas caderas tan poderosas que cargaba en ellas jarras de cerveza, y unos pechos tan prominentes que servían para apoyar las bandejas de guisos. Y todo ello con un equilibrio que le permitía no derramar nada.
         Rotauro era el mejor guardia de El Colmillo porque sus ronquidos hacían temblar la tierra, sus estornudos desplazaban montañas y partía espadas con la entrepierna.
         Era cuestión de tiempo que Asepia y Rotauro se cruzaran, se conocieran y luego se conocieran sin ropa.


Hacía unas horas, Sinisteh había partido junto con otros nobluchos y un par de elfos a recordar a los bandidos de Piecuerno que el tributo lo pagan todos por igual, aunque no tuvieran con qué pagar. El problema era la pequeña Dalania, que por muy del norte que fuera, se trataba de una princesa y, por definición, frágil y fácil de raptar. Rotauro había insistido en que podía custodiar a la muchacha hasta llegar al nivel “pesado como una catapulta sobre el pecho”, mientras trataba de recoger los ojos que se le caían tras el bamboleo de caderas de la voluptuosa Asepia.
         Cuando Siniseth accedió y partió con sus nuevos compañeros, Rotauro mandó a la princesa a su cuarto.
         ―Pero si es muy pronto ―protestó la muchacha.
         ―Pero habéis madrugado, Alteza.
         ―También madrugo cada día para estudiar.
         ―Es mejor que no os vean mucho, Alteza. En este pueblo les da por hacer cosas muy rebeldes, como secuestrar princesas.
         ―Bueno, ¿y si me quiero fugar yo?
         De pronto, una sombra negra con un moño alto apareció detrás de Dalania. Era Hestia, la institutriz y ángel de la guarda personal de la princesa, similar al de muchos paladines. La única diferencia es que, mientras los ángeles de la guarda de los paladines les animan a emprender honorables gestas, la institutriz impedía que Dalania emprendiera siquiera una aventurilla que pusiera en peligro su virginidad.
         ―No son horas para una señorita decente ―sentenció la institutriz, con su voz de juez oprimida por un cuello alto y abotonado―. Es hora de irse a la cama.
         ―¡Pero si aún es de día! ―protestó de nuevo la chica.
         Como toda niña de catorce años con un mínimo de poder político, Dalania se sintió tentada de ordenar la decapitación de su aya. Pero el sentido común le recordó que aquello sería despotismo, y Dalania tenía un corazón demasiado gentil para ser noble. Así que decidió seguir a la institutriz. Treseo se ofreció para vigilar la entrada a la habitación de las mujeres, mientras que Rotauro insistía en apostarse en la mesa de la taberna y vigilar a los parroquianos… y a Asepia, que era muy sospechosa también.
         Hestia dormía como un tronco, no sólo por el sueño profundo, sino por la rigidez que adoptaba al colocarse en la cama. Además, tenía el don de decidir cuándo y dónde dormir, siempre que dormir se tratara de lo correcto. Dalania, en la cama contigua, la contemplaba aburrida. ¿Una mujer como ella debía instruirla para la futura noche de bodas? La princesa ya había florecido, y la sangre la había marcado como “lista para el casamiento”. Como su rostro poseía la dulzura de los ángeles y su mirada brillaba con la picardía de las súcubos, los pretendientes hacían colas de tres horas para pedir su mano. Ella insistía en invitarlos a sus aposentos para conocerlos mejor, pero Hestia espantaba aquella sugerencia con aspavientos, alegando que sólo subirían a sus aposentos en la noche de bodas y que hasta ese momento su flor debía mantenerse intacta. Dalania no entendía nada; hacía años que Hestia le había explicado que los príncipes llevaban flores a las mujeres, no al revés.
         Entonces, unos gritos la sacaron de sus pensamientos. Eran dos voces roncas que bailaban al compás, una de mujer y otra de hombre. A la sinfonía se le unían golpes de madera quebrándose y el restallido húmedo de la carne contra la carne. Era un ruido parecido al que salía de los aposentos de su padre cuando una criada se demoraba mucho sirviendo la cena. Dalania salió del cuarto con sigilo y con el corazón vibrante de aquella sensación de abrir una caja prohibida. Fuera no estaba Treseo y aquello la preocupó y la alegró a partes iguales; no tenía que inventarse ninguna excusa sobre qué hacía fuera de la habitación.
Bajó las escaleras siguiendo los gemidos fieros y al final lo vio. Por el suelo, empapados en cerveza, se mezclaban la armadura de Rotauro y las ropas arrancadas de la posadera. Sobre una mesa medio partida, Asepia recibía entre sus blancos muslos a un Rotauro que la empujaba con una fuerza deliciosa y superior a la que usaba contra sus enemigos. La mujer le tatuaba la espalda a arañazos y el cuello a mordiscos.
Dalania quería ver más, aprender lo que Hestia se negaba a explicarle. Pero el posadero aguó la fiesta, literalmente, lanzándoles un cántaro de agua. Sin embargo, la pareja lo esquivó rodando por encima de la mesa, sin separarse, y continuaron el intercambio amoroso en otra mesa, sobre la que se sentó la mujer y abrazó con las piernas y los brazos al guardia, que siguió embistiéndola con el mismo vigor. El padre les lanzó otro cántaro, que también se estrelló, y los amantes rodaron hacia el suelo para proseguir su frenética danza. Asepia cabalgó a Rotauro aullando hacia Selene, y llegaba más lejos que con cualquier otro de los corceles del reino. El guardia paseaba, maravillado, las manos desde unos pechos que no podía abarcar hasta unas caderas potentes que antes transportaban jarras y que ahora le llevaban un rico orgasmo, que se extendió por ambos cuerpos como una voraz ola gigante tras el cual quedó una playa de cansancio, sudor y aliento perdido.
         La paz se quebró con la furia del posadero, que se movía como un torbellino por toda la taberna, llamando a su hija por otra profesión y a Rotauro por otra especie. Dalania se había quedado inmóvil de la impresión de haber aprendido algunas de las exquisiteces que le esperaban en su noche de bodas. Antes de preguntarle a Hestia si era obligatorio esperar a desposarse, la institutriz la arrastraba escaleras arriba, pensando en solicitar a Khara, la maestra elfa, algún hechizo que hiciera olvidar a la princesa la indecencia que había presenciado.

La reacción de Siniseth al oír toda la historia fue muy distinta. Su carcajada se elevaba por encima de su caja torácica, agitó Limogrifo y tintineó por todo Piecuerno. Su alegría contagió a los habitantes, que olvidaron por toda una tarde el asunto de los bandidos.
         Aquella noche a Dalania le costó conciliar el sueño, creando mil y una historias posibles en las que probaría lo mismo que había visto probar a Asepia. De pronto, tenía muchas ganas de casarse y no para gobernar al lado de un rey, precisamente.
         Al día siguiente, Siniseth y toda su compañía abandonaron la posada de Limogrifo tras un desayuno rápido. Dejaron una taberna llena de recuerdos, un posadero ofendido y una Asepia alegre.
         ―Nos veremos muy pronto ―le prometió Rotauro, con la sonrisa más seductora que podía crear.
         Quizás no se verían más, puesto que la Reina Cuervo era muy caprichosa, había contemplado aquella contundencia y anhelaba experimentar por sí misma la pericia amatoria de Rotauro. Pero quién sabe…