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martes, 28 de abril de 2015

En este mundo traidor, nada es verdad ni mentira, todo es según el color del cristal con que se mira.

Ramón de Campoamor y Campoosorio



Buceando en la biografía de Zelda Fitzgerald me topé con un hecho curioso: las distintas versiones, incluso enfrentadas, que recibías de ella según el artículo que leyeras. Básicamente, la diferencia fundamental estaba en que mientras unos opinaban que su arte (fuera escritura, pintura o ballet, que las tres facetas cultivó) era valioso, otros la percibían como una mujer de cierta valía personal, icono de una época y musa indiscutible de su marido, pero mediocre en cuanto a cualidades literarias y pictóricas propias, sobre todo si la comparamos en la primera faceta con su genial y archirreconocido esposo.
         ¿Eran las obras de Zelda "buenas" de verdad, o eran simplemente correctas? ¿Tenían valor artístico?

Miro sus cuadros y me siento incapaz de contestar a esa pregunta.
         Claro, diréis; es normal, ya que tú no eres ninguna crítica artística. Mucho menos, una autoridad reconocida en ese ámbito. ¿Y sobre sus obras literarias? Aquí, teóricamente, podría aportar una opinión más fundada, pero aun así no sabría dar con una razón cien por cien segura para afirmar rotundamente un extremo o el otro. ¿Quién puede dictaminar con la autoridad necesaria el genio de algo o alguien? Muchos lo hacen, es cierto, pero casi siempre nos los creemos por haberse labrado ellos mismos una reputación de eruditos y expertos, no porque exista un instrumento de medida, un baremo objetivo e infalible, que apliquen en sus sentencias.

Ante tal estado de cosas no pude entonces sino recordar ese importante elemento subjetivo que ilustra tan claramente la cita de Campoamor. Ese "cristal" que interponemos inevitablemente entre la realidad observada y nosotros mismos, creado a base de conocimientos y experiencias, irrepetibles de un ser humano a otro.
         Es bien cierto sin embargo, pese a su evidente y demostrada importancia, que no solemos pararnos apenas en este aspecto, rara vez tenemos en cuenta el "instrumento de medida" que estamos empleando, de hecho, a la hora de hacer ese tipo de juicios.  Y, puesto que todo es subjetivo, máxime en cuestión de arte; puesto que no hay verdades universales que trasciendan incólumes modas y épocas, la conclusión crítica a la que lleguemos ante algo dependerá de manera irrevocable de los parámetros que utilicemos para enjuiciar ese algo.

Pero demos un paso más y relacionemos todo esto con mi área de estudio habitual: la literatura escrita por mujeres, como algo con entidad propia y sutilmente diferente de la literatura escrita por los hombres. Llegamos así, mis sufridos lectores, al meollo del asunto, para enfrentar el hecho de que ese "instrumento de medida" del que hablábamos, y que está calibrado siguiendo patrones históricamente masculinos, arroja resultados posiblemente sesgados y poco objetivos cuando se trata de catalogar y/o enjuiciar las obras literarias de las mujeres, muchas de las cuales no se ajustan a los patrones de lo que hemos aprendido a considerar como selecto o de calidad.
         ¿Por qué hablo de todo esto? ¿Merece la pena detenerse a considerar este punto? Responderé  a eso con un ejemplo.
         Hace poco topé con un artículo, compartido por algún colega en fb, de esos que elaboran listas siguiendo un criterio de calidad. Era en este caso: LOS 100 MEJORES CUENTOS DE LA LITERATURA UNIVERSAL
         De los 100 cuentos considerados los mejores por los creadores del artículo, elegidos entre exponentes de diferentes culturas y épocas (aunque he de decir que este último extremo no es muy preciso, ya que todos los autores son de los siglos XIX y XX), solo hay dos que hayan sido escritos por mujeres. ¿Casualidad?, podríamos preguntarnos. No parece muy probable. Yo, al menos, estoy convencida de que se trata de algo más, y de que tiene que ver precisamente con el color del cristal con que miramos.
         Ya que sabemos que hay y ha habido mujeres que escriben cuentos, el hecho de que sus obras no hayan sido incluidas en esta clasificación parece querer decir que no alcanzan el grado de excelencia de sus colegas masculinos, representados en la lista en un porcentaje del 98%.
         De semejante resultado se deriva de manera inmediata una consecuencia importante. Es de sobras conocido que lo que no se nombra no existe. Y así, como en este caso, la no presencia de las mujeres, su invisibilidad, nos invita a creer como de costumbre que no ha habido escritoras en la historia de la literatura. O que, caso de existir alguna, no ha sido sino un hecho aislado, una circunstancia extraña y anómala que no merece ser tenida en cuenta más que como excepción que confirma la regla.
         La realidad es otra.
         Principalmente a partir del siglo XIX, y desempeñándose concretamente en el género del cuento o relato, contamos con un plantel numeroso de escritoras y periodistas que el esfuerzo de los últimos tiempos va sacando a la luz. Sobre todo en el ámbito anglosajón, pero también en la literatura escrita en castellano.
         Solo por mencionar algunos ejemplos: Virginia Woolf, Margaret Oliphant, Edith Nesbit, Vernon Lee, Edith Wharton, Katherine Mansfield, Alice Munro, Angela Carter, Úrsula K. Le Guin...
         Y en nuestro idioma: Colombine, Carmen Martín Gaite, Concha Espina, Emilia Pardo-Bazán, Clarice Lispector, María Virginia Estenssoro, Yolanda Oreamuno, Ana María Matute, Blanca de los Ríos, Carmen Laforet...
         Luego, ya que no es cierto que no hubiera suficientes mujeres escritoras como para ser tenidas en cuenta en la clasificación de los mejores relatos de la Literatura Universal, y dado que es altamente improbable que tan solo un 2% de la literatura producida por ellas sea digna de consideración, tendremos que cuestionarnos la fiabilidad y justicia de los criterios empleados para dictaminar la calidad de unos y otros textos.

En una línea parecida a toda esta argumentación, es interesante considerar las opiniones que al respecto sostiene la escritora Clara Janés. En una entrevista surgida a raíz de su último trabajo: "Guardar la casa y cerrar la boca" (y que recomiendo vivamente: entrevista a Clara Janés), la autora nos habla del que ha sido importante leit motiv en toda su trayectoria, el esfuerzo por rastrear y rescatar del injusto olvido las principales obras de todas esas mujeres que utilizaron la escritura para expresarse a sí mismas, para mostrar al mundo sus inquietudes y sus opiniones sobre cuestiones políticas y sociales, sobre el amor, sobre el ámbito doméstico y el poco a poco conquistado espacio público. Janés denuncia el silenciamiento de la voz de esas mujeres, además de su simple existencia, que "fueron durante siglos sistemática, deliberada e injustamente acalladas". Y nos explica, como muestra del grado de injusticia ejercido, que en realidad, el primer escritor conocido en la Historia fue una mujer.

"Efectivamente. La escritura data de principios del tercer milenio antes de Cristo y en torno a 350 años después se sitúa el primer nombre de un autor del que tenemos noticia. Me llevé una gratísima sorpresa al comprobar que se trata de una mujer, una sacerdotisa acadia de nombre Enheduanna que era hija del rey Sargón, el fundador del Imperio Acadio. Esa primera poetisa, en el recinto del templo, emitía su voz fuerte, solemne, decidida, para imponerse a un entorno receloso e incluso hostil. Tras estos comienzos surgiría una escritura más sofisticada proveniente de China, Corea y Japón. Así pues es una realidad que fue una mujer el primer escritor conocido".

Ahora bien, Clara Janés nos muestra sin embargo una opinión que no comparto en esta última respuesta suya. A la pregunta: "¿Comparte la idea de quienes hablan de una literatura femenina, para diferenciarla de otra más dirigida al hombre?", Clara responde: "No estoy de acuerdo con esa afirmación. Pienso que cuando se hacen ese tipo de declaraciones se hacen por otro tipo de motivos ajenos a lo literario. Creo que hay que estudiar todo esto con seriedad y muy a fondo, acaso pueda haber algunas diferencias, pero hay mucho más en común. Lo fundamental es que hay que volver a aquello de que la literatura no sabe de géneros, sino de calidad o falta de calidad. Dicho de otra forma, hay literatura buena y literatura mala, esa es la principal diferencia".

Disiento bastante, por varios motivos. Para empezar, la pregunta está formulada de manera que se presta a ambigüedades. Yo prefiero siempre hablar de "literatura escrita por mujeres" en vez de literatura femenina, ya que la segunda opción se usa indistintamente con varios significados: el tipo de literatura que escriben las mujeres, o el tipo de literatura que va dirigida a las mujeres, o la que posee contenidos femeninos, esto es, la que se centra en las vivencias y experiencias de las mujeres, considerando casi siempre, eso sí, el "mundo femenino" en su sentido más tradicional. (***)
         Dejando claro este punto, mi objeción fundamental a lo que dice Clara Janés es que, contrariamente a lo que ella defiende, el intento de establecer características comunes o dispares entre la literatura escrita por mujeres y la escrita por hombres, constituye un tema tan fundamental y lícito como el estudio de lo que es buena o mala literatura, y que, de hecho y como comentaba al principio, ambos aspectos están muy relacionados.
         Si será importante que, solo con que nos hagamos conscientes de que pueden existir diferencias dictadas por nuestra condición de hombres o mujeres, solo con que tengamos presente que las diferencias, en general, nos aportan riqueza y amplitud de miras, que nos hacen más flexibles y nos acercan esas otras realidades distintas a la nuestra, solo con eso adquiriríamos la humildad suficiente para ver que ese "bueno o malo" que aplicamos a la literatura tiene mucho que ver con los "cristales" que usamos, definidos en gran medida por nuestro género, y que debería en cambio convertirse en un criterio amplio y englobador, puesto en tela de juicio cada vez que detectemos la posibilidad de un sesgo o se nos haga evidente la inclusión de una nueva variable.
         Porque, como digo cada vez y en ámbitos distintos, en la práctica y en la realidad el hecho de ignorar que exista cualquier diferencia implicará obligatoriamente que sigamos una vez más condenando a la invisibilidad a la corriente menos representada, es decir, a las mujeres y su parte del mundo.

(***) Hay un excelente artículo de la doctora sevillana Mercedes Arriaga Flórez: LITERATURA ESCRITA POR MUJERES, LITERATURA FEMENINA Y LITERATURA FEMINISTA, que sirve para entender muy claramente estas distintas acepciones de las que hablo. 

jueves, 9 de abril de 2015

FLAPPERS FAMOSAS

Siguiendo en la línea (y en la época) de la pasada entrada, hoy vengo a hablaros de algunas de las "flappers" más famosas (y aun así, no lo bastante conocidas por el gran público), que definieron un estilo de vida revolucionario que acarrearía consecuencias de importancia sobre el concepto de femineidad existente hasta el momento, renovándolo por completo y dando lugar a lo que se ha dado en llamar "la nueva mujer".
         Tengamos en cuenta, no obstante, que hablamos de un proceso paulatino y de alcance limitado: las verdaderas y profundas consecuencias derivadas de sus comportamientos transgresores no se harían notar de inmediato. Fue algo que empezó solo entre una minoría de mujeres, en ambientes y países determinados, y que fue calando lenta y desigualmente en el resto del mundo.
         Ellas tiraron algunas de las primeras piedras. Las ondas en el estanque se encargarían de extender su influjo.

Comencemos con una figura que resulta mucho más conocida por su obra que por su biografía o carácter. Se trata de Anita Loos, la autora de Los caballeros las prefieren rubias.



Anita Loos fue una escritora y guionista norteamericana (1889?-1981) que nos sirve de ejemplo perfecto de esa clase de mujer que emergió en Europa y Estados Unidos tras la Primera Guerra Mundial. Una mujer independiente que vivía de su escritura, "moderna", con el cabello corto y desenfadado y la ropa cómoda que correspondía a los nuevos cánones, es decir, esa que mostraba las piernas y permitía completa libertad de movimientos. Fumaba y bebía en público, salía a bailar esa música infernal que se había puesto tan de moda, el jazz, y alternaba con todo tipo de intelectuales, con los que además se atrevía a flirtear descaradamente. Se casó con el escritor y director de cine John Emmerson, con quien se entendió a las mil maravillas durante sus casi treinta y siete años de matrimonio (hasta la muerte de él). Tenían, claro, las mismas convicciones y saludables dosis de admiración mutua.
         Anita escribió novelas, obras de teatro, biografías y autobiografías. Además de multitud de guiones de cine, por los que es más conocida, primero en películas mudas y luego, con la eclosión del cine sonoro, firmando guiones de muchas de las películas más importantes de los años 30 y 40. (Blog Moonfleet, http://moonfleet.es/2005/09/01/famosos-desconocidos-anita-loos/
         Los caballeros las prefieren rubias, su obra más famosa y que constituyó ya entonces un auténtico best-seller, tiene hoy en día el formato de novela corta, pero en su día apareció por entregas en los números de la revista Harper's Bazaar, la única que accedió a publicarlo. Y es que el estilo irreverente de la Loos, que se atrevía a escribir de sexo y pareja y a reírse de todo ello y algunas cosas más, chocaba frontalmente con lo que el establishment estaba dispuesto a afrontar.

(Para quien le interese, hay un buen lugar para echarle un ojo a otras cosas curiosas sobre nuestra estimada Flapper llamado Moonfleet, cuyo enlace es Anita Loos)

Zelda Fitzgerald (1900-1948)


Escritora norteamericana conocida principalmente por ser la esposa de Francis Scott Fitzgerald, constituye el ejemplo perfecto de mujer ensombrecida por la fama del hombre con quien comparte su vida. En los últimos tiempos se ha generado, sin embargo, un intenso interés por rescatarla de su desconocimiento y devolverle el pleno protagonismo que su obra y su vida parecen merecer.
         Fue un icono de los años 20, definida por su marido como la primera Flapper de América. Después del éxito que obtuvo el escritor con su primera novela This side of Paradise, la pareja se convirtió en una auténtica celebridad, en un mito capaz de ilustrar como ningún otro lo que fueron esas agitadas décadas de los años 20 y los 30, con la energía chispeante y el optimismo y los excesos que sucedieron a la Primera Guerra Mundial y a la vez precedieron al terrible crack del 29, el posterior desencanto y el fracaso de los años 30, en caída en picado hacia el siguiente conflicto bélico, igual de terrible y catastrófico que el anterior.
         En su vida bohemia y artística, que se desarrolló en distintos países europeos, no faltaron los excesos y las deudas, un alto tren de vida y las amistades intelectuales más célebres de la época. En Francia se relacionaron con la llamada "generación perdida" estadounidense, radicada por aquellos años en París. Tuvieron una hija. Bebieron, escribieron, bebieron más. Rieron y bailaron hasta perder el control, y acudieron a las más clamorosas fiestas. Todo antes del declive, el alcoholismo de él, la locura de ella (diagnosticada, parece que sin mucho acierto, como esquizofrénica. Una etiqueta que en la época aludía prácticamente a cualquier trastorno mental sin servir para explicar apenas nada), la ruina creciente que se cernía sobre su ya maltrecha economía y el intento de pararla mediante el trabajo "productivo" de Scott, que sentía que el sustento económico familiar siempre había dependido de él y de su indiscutible talento y que, por ese mismo motivo, se sintió con derecho a disponer de manera propia y en sentido único de lo que había sido su vida en común, prohibiéndole a su mujer que utilizara nada de ello para sus propias obras. Se sabe que sus personajes femeninos eran un calco más o menos fiel de Zelda, e incluía en sus novelas diálogos literales mantenidos con ella, así como extractos citados textualmente de los diarios de Zelda.
         Zelda era su mujer, su musa, su compañera y también su personaje, y no consideró que tuviera derecho a ser nada más. Ella pasó sus últimos años ingresada en distintas instituciones mentales y Scott escribiendo todo aquello que pudiera proporcionarle dinero, cada vez más y más alcoholizado, hasta que murió de un infarto en 1940 en casa de su amante, la columnista Sheila Graham.

Zelda y F. Scott Fitzgerald

Pero Zelda fue algo más que la esposa y musa de un gran hombre, faceta que parece hasta hoy haber eclipsado en su biografía todas las demás. Antes de conocer a Scott ya escribía (obtuvo premios con algunos de sus relatos), y mostraba unas inquietudes y perseguía unos objetivos propios, alejados de los estereotipos que la sociedad y su familia pretendían imponerle.
         Su obra y su propia vida muestran sin ninguna duda todas esas contradicciones de las que pocas de sus coetáneas (incluidas las "modernas y vanguardistas") lograrían escapar, entre la necesidad de independencia y la búsqueda de un marido como pilar insustituible de la existencia; entre su entrega al arte y el deseo de encajar y ser admirada, entre la búsqueda de una voz propia y las presiones para comportarse como debían, es decir, cumpliendo a la perfección su papel de amante y abnegada esposa y madre.
         Además de sus dotes literarias, cristalizadas en un par de novelas publicadas, una docena de historias cortas (muchas de las cuales tuvo que firmar conjuntamente con su esposo, cuando no directamente con el nombre de él en solitario), ensayos y artículos para revistas, una obra dramática y un archivo ingente de cartas personales; además de todo ello, Zelda fue una pintora con un estilo propio y una talentosa bailarina, que siguió formándose durante gran parte de su vida. 
         Su novela autobiográfica Resérvame el vals, escrita en apenas seis semanas, durante una de sus estancias en un hospital mental, revela los rasgos de una mujer en perpetua búsqueda de sí misma. Una mujer que deseó por encima de todo el reconocimiento de su valía intelectual, de la que ella estaba segura y que consideraba a la altura de la de su esposo.



A mad tea party