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martes, 9 de marzo de 2021

El cuento de «La pequeña cerillera»

Hoy vuelvo otra vez, después de mucho tiempo, a ese libro magnífico que es «Mujeres que corren con los lobos», de Clarissa Pinkola Estés (¿recordáis que os hablé de él en otras dos ocasiones, cuando comenté los cuentos: Las zapatillas rojas y La mujer esqueleto?).

         Esta vez quiero hablaros de otro de los cuentos, uno que versa sobre la falta de «alimento» y la indiferencia que pueden marcar la vida de algunas personas; y cómo ciertas fantasías llegan a ser tan nocivas que resultan literalmente mortales. Se trata de «La vendedora de fósforos» (o La pequeña cerillera, La niña de los fósforos o La pequeña vendedora de fósforos, que se lo conoce por estos varios títulos), obra del escritor y poeta danés Hans Christian Andersen.
 
Por lo que yo he podido indagar el cuento es original del autor, aunque la doctora Pinkola Estés menciona la existencia de diferentes versiones y, seguramente, tal como ocurre con otros cuentos clásicos, algunos de sus temas principales seguramente están presentes en otros relatos orales de distinta naturaleza y nacionalidad.
         Al respecto, nos dice:
         «En mis investigaciones he descubierto algún indicio de que algo muy parecido a este cuento puede ser una variación de las antiguas narraciones del solsticio de invierno en las que lo gastado muere y renace en otra forma más vibrante». 
 
La versión que yo os traigo (igual que las otras dos veces) está extraída directamente de Mujeres que corren con los lobos.
         Su autora la presenta así:
         «Esta versión de "La vendedora de fósforos" me la contó mí tía Katerina que se trasladó a vivir a Estados Unidos después de la Segunda Guerra Mundial. Durante la guerra, su sencilla aldea fue invadida y ocupada tres veces por tres ejércitos enemigos distintos.
         Siempre empezaba el cuento diciendo que los sueños suaves en circunstancias difíciles no son buenos y que en los tiempos duros tenemos que tener sueños duros, verdaderos sueños, de esos que, si trabajamos con diligencia y nos bebemos la leche a la salud de la Virgen, se hacen realidad».
 
 
Había una niña que no tenía madre ni padre y que vivía en la espesura del bosque. Había una aldea en el lindero del bosque y ella había averiguado que allí podía comprar fósforos a medio penique y después venderlos por la calle a un penique.
         Si vendía suficientes fósforos, podía comprarse un mendrugo de pan, regresar a su cobertizo del bosque y dormir vestida con toda la ropa que tenía. Vino el invierno y hacía mucho frío. La niña no tenía zapatos y su abrigo era tan fino que parecía transparente. Sus pies ya habían rebasado el color azul y se habían vuelto de color blanco, lo mismo que los dedos de las manos y la punta de la nariz.
         La niña vagaba por las calles y preguntaba a los desconocidos si por favor le querían comprar cerillas. Pero nadie se detenía ni le prestaba la menor atención. Por consiguiente, una noche se sentó diciendo: "Tengo cerillas, puedo encender fuego y calentarme." Pero no tenía leña. Aun así, decidió encender las cerillas.
         Mientras permanecía allí sentada con las piernas estiradas, encendió el primer fósforo. Al hacerlo, tuvo la sensación de que la nieve y el frío desaparecían por completo. En lugar de los remolinos de nieve, la niña vio una preciosa estancia con una gran estufa verde de cerámica y una puerta de hierro adornada. La estufa irradiaba tanto calor que el aire parecía ondularse. La niña se acurrucó junto a la estufa y se sintió de maravilla.
         Pero, de repente, la estufa se apagó y la niña se encontró de nuevo sentada en medio de la nieve. Temblaba tanto que los huesos de la cara le crujían. Entonces encendió la segunda cerilla y la luz se derramó sobre el muro del edificio junto al cual estaba sentada, y ella lo pudo atravesar con la mirada. En la habitación del otro lado de la pared había una mesa cubierta con un mantel más blanco que la nieve y sobre la mesa había platos de porcelana de purísimo color blanco y en una fuente había un pato recién guisado, pero justo cuando ella estaba alargando la mano hacia aquellos manjares, la visión se esfumó.
         La niña se encontró de nuevo en la nieve. Pero ahora las rodillas y los labios ya no le dolían. Ahora el frío le escocía y se estaba abriendo camino por sus brazos y su tronco, por lo que ella decidió encender la tercera cerilla.
         A la luz de la tercera cerilla vio un precioso árbol de Navidad, bellamente adornado con velas blancas, cintas de encaje y hermosos objetos de cristal y miles y miles de puntitos de luz que ella no podía distinguir con claridad.
         Y entonces contempló el tronco de aquel gigantesco árbol que subía cada vez más alto y se extendía hacia el techo hasta que se convirtió en las estrellas del firmamento sobre su cabeza y, de pronto, una fulgurante estrella cruzó el cielo y ella recordó que su madre le había dicho que, cuando moría un alma, caía una estrella.
         Como llovida del cielo se le apareció su amable y cariñosa abuela y ella se llenó de alegría al verla. La abuela tomó su delantal y la rodeó con él, la estrechó con fuerza contra sí y ella se puso muy contenta.
         Pero poco después la abuela empezó a esfumarse. Y la niña fue encendiendo un fósforo tras otro para conservar a su abuela a su lado, un fósforo y otro y otro para no perder a su abuela hasta que, al final, la niña y su abuela ascendieron juntas al cielo, donde no hacía frío y no se pasaba hambre ni se sufría dolor.
         Y, a la mañana siguiente, encontraron a la niña muerta, inmóvil entre las casas.
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HASTA AQUÍ EL CUENTO. AHORA VEAMOS QUÉ ES LO QUE NOS QUIERE CONTAR.
 
Las interpretaciones habituales que se hacen del cuento recalcan la enseñanza de la empatía y la compasión con los desfavorecidos. Parece ser que Andersen lo escribió en una época especialmente acomodada que vivió, acordándose por contraste de su precaria infancia y los recuerdos de su madre, que vivió una versión menos trágica, pero igualmente de pobreza, frío y escasez, de esta historia. 
         En una página en concreto he llegado a leer este análisis: «Pese a ser un cuento con un final triste, podemos hacer una lectura positiva. La protagonista es una niña sin recursos, que pese a eso se esfuerza por trabajar y que no envidia a quienes tienen más que ella. Cuando enciende sus cerillas se imagina todo aquello que no tiene y es feliz pensando que su situación podría cambiar. Nos enseña por tanto, que “la esperanza es lo último que se pierde” y que se puede ser feliz en la adversidad». 
         Incluso hay quien entiende que uno de sus principales mensajes es que la bondad y la inocencia, por maltratadas que sean en este mundo, alcanzarán su recompensa en el Cielo, donde no hay adversidades y estaremos rodeados de nuestros seres queridos; en el caso de la niña, es su abuela querida quien la acoge y la lleva consigo.
 
Como veréis, la interpretación (psicológica y arquetípica) que hace Clarissa Pinkola Estés es bien distinta.
         Para empezar, ella no recomienda en absoluto la resignación, ni la mansedumbre, ni la aceptación sin más de la situación que tiene uno. Al contrario, la Mujer Salvaje, o sea, nuestro ser más profundo e instintivo, lucha, pelea, reacciona... Es su naturaleza. Y si nosotras tenemos los instintos intactos «sabemos» de alguna manera que ese es el camino.
          La niña del cuento vive en un ambiente de indiferencia en el que no se valora lo que ella tiene: unas pequeñas llamitas, que son el origen de cualquier posibilidad creativa. Su vida carece de calor y de alimento. Esto se puede interpretar tanto en sentido literal: vive a la intemperie, es invierno y no tiene qué comer; como simbólico: no tiene quién la enseñe y la guíe, ni encuentra a nadie que le dé calor y alimento, ni amor, con los que poder nutrirse y sobrevivir. Está sometida a una dieta de hambre en todos los sentidos.
         ¿Y qué tendría que hacer en esa situación? ¿Que tendríamos que hacer cualquiera de nosotros si viviéramos una situación parecida a esta?
 
 
¡Huir!, sí, señor, marcharnos de allí antes de que sea demasiado tarde. Antes de que esa vida de extrema pobreza y frío paralizador nos robe las pocas energías que nos quedan y ya no podamos movernos.
         Si la niña tuviera los instintos intactos su prioridad sería la supervivencia. Podría haber recogido leña en el bosque y empleado las cerillas (su única fuente de calor-creación) para encender una hoguera antes de que fuera tarde. Podría haberse marchado a otra aldea más prometedora. Podría haberse escondido en algún sitio abrigado, establo, granero, almacén... Incluso podría haber robado algo para comer.
         De hecho, he visto en la Red varios ejercicios literario-terapeúticos que consisten en reescribir el final del cuento, imaginando soluciones para la situación de la niña.
         Pero la protagonista de nuestra historia se ha criado tan en precario, y a la vez tan alejada de su propia naturaleza, que no se da cuenta de que existan opciones.

Llegados aquí el consejo del libro es contundente: si tú estás en una situación parecida, si en tu entorno no hay quien aprecie lo que tú eres o lo que eres capaz de hacer, búscate otro. No tienes por qué seguir ahí. Has de encontrar un ambiente donde puedas "alimentarte". ¿Y cuál es el alimento? El alimento es el apoyo, el calor que nos dan los otros, las alabanzas, las palabras de aliento, la confianza en nuestras capacidades. Todos tenemos derecho a algunos «soles» que nos calienten y nos digan, de viva voz o con su apoyo, que merecemos la pena. Si no, es casi imposible crear, por mucha fe que, de partida, tengamos en nosotros mismos. Cuando las circunstancias se ponen muy duras el apoyo y aliento de los otros es vital.

Pero, en vez de buscar ese alimento, lo que hace la vendedora de fósforos es dejarse llevar por sus fantasías, hasta que, entumecida, anestesiada y sin impulso para moverse y cambiar, se deja morir en la nieve.
         El cuento, por tanto, sirve también para prevenirnos contra esas fantasías evasivas en las que nos refugiamos para huir de nuestra realidad; ya sean actividades, personas, substancias... Cualquier cosa que nos lleva a vivir desligados de nuestro yo y nuestras circunstancias, nos paraliza allí y tiene como efecto que no emprendamos las acciones que serían necesarias para solucionar nuestra mala situación.

Termina no obstante, como todos los cuentos que recoge la doctora Pinkola Estés, con un rayo de esperanza, representado en este caso por el Árbol de Navidad, símbolo de la vida eterna, la renovación y la resurrección, para decirnos que si, en el peor de los casos, no hemos logrado superar esa situación y se produce nuestra muerte (muerte simbólica en este caso, el fin de un estado del ser, de una fase de la vida), siempre podremos volver a levantarnos y recomenzar el camino, con el aprendizaje adquirido como equipaje vital.
 
 
***Como datos curiosos que siempre me gusta daros, he encontrado una película y una exposición artística con el mismo título aunque diferente contenido. Por si tenéis curiosidad y queréis indagar más:
 
La vendedora de fósforos (2017), película del realizador argentino Alejo Moguillansky, refiere desde su título al cuento del autor danés Hans Christian Andersen. El filme se compone de diversas variaciones alrededor de este cuento, que terminan por recrearlo desde distintas posiciones: el montaje de una ópera de Helmut Lachenmann inspirada en él, un audiolibro en elepé narrado con acento madrileño, Marie haciendo una grabación del cuento frente a su hija, Cleo, y su marido, Walter, el regie de la ópera, etcétera. Sin embargo, la relación que estos dos guardan no radica en la narrativa, ni en el componente literario de la obra, sino en la necesidad de hacer visible lo invisible, para evidenciar que estamos rodeados de la inmanencia de múltiples ausencias. Más aún, Moguillansky, además de generar este diálogo entre cuento y cine, establece puentes con otras disciplinas artísticas con la intención de problematizar cuál es la posición política del arte ante las circunstancias que aquejan al mundo.
 
 
Muestra gráfica con obras de Marta Beltrán que tuvo lugar en 2018 en la Sala Alta del MuVIM:
Aunque el título La vendedora de fósforos toma el nombre del cuento de Hans Christian Andersen publicado en 1845, Marta Beltrán se inspira para sus dibujos, inicialmente, en la película de Aki Kaurismäki La chica de la fábrica de cerillas (1990) y en la enigmática Iris, la protagonista del film, una mujer marcada por un entorno carente de amor y empatía que la condena al aislamiento y la necesidad.
 
También deciros que este artículo lo he llevado a formato vídeo en mi canal de Youtube, por si os apetece echarle un ojo:
 

MUJERES QUE CORREN CON LOS LOBOS 1