EQUINOCCIO
por L. G. Morgan
(Tercera parte)
—Antes de nada –volvió
Múgica a tomar la voz cantante, mirando a Dantés y a las mujeres con expresión
severa y, en cierto modo, suspicaz–, debemos asegurarnos de que el plan
discurre según lo previsto. ¿Podéis estar seguros de no haber levantado
sospechas entre los vecinos? –preguntó solo a Dantés, tal como había hecho
desde su llegada.
—Absolutamente
–respondió este–. La señora Lucila no ha salido de aquí ni se ha dejado ver en
las ventanas. En cuanto a doña Mariana…
—Yo
he ido frecuentemente a mi casa y he fingido que dormía allí –interrumpió
Aslanta, poco conforme con que alguien hablara en su nombre. No le había
gustado el cura desde el primer momento, y a cada minuto que pasaba se
reafirmaba en su impresión–. Además he llevado conmigo a mi criada en cada ida
o venida –otra cosa habría sido extraña–, y la he traído a limpiar y a hacernos
la comida bajo el pretexto de que acabo de adquirir esta casa y he instalado en
ella a mi primo, que regresó hace poco de las Américas. Como veis el buen
Dantés se ha acogido a los nuevos tiempos y viste de la mejor calidad gracias
al sastre de doña Mariana –añadió con ironía–, con lo que mi criada ha quedado
impresionada con la donosura del apuesto personaje.
—Bien,
pues entonces –continuó el señor Pedro con la vista baja, empeñado en no mirar
directamente a las mujeres– solo resta hacer indagaciones para hallar un buen
lugar donde instalar a la madre y ayudarla en el alumbramiento. Claro que
deberá ser una encrucijada de tiempo y oportunidad propicia, ya que si no…
—También
eso lo tenemos resuelto –volvió a interrumpir Aslanta, que sentía una maligna
satisfacción poniendo en su sitio al estirado clérigo–. Doña Mariana, la señora
de Robles, posee una quinta en los terrenos que están más allá del Prado de S.
Jerónimo. Como la pobre acaba de enviudar –su esposo murió según parece, la
noche anterior a mi llegada–, a nadie extrañaría que se acogiera a retiro
durante un tiempo. De hecho, advertida por Dantés de que tendríamos que
mudarnos, he ido insinuando entre el servicio mi intención de hacer tal cosa,
con lo que pronto la noticia se habrá difundido entre propios y extraños.
—Alquilando
un coche de punto podríamos hacer el traslado esta misma noche, si os parece –alentó
Dantés.
—Cuanto
antes mejor –apoyó Hidalgo–. Cada día que pasa aumenta el riesgo de que los
tenebritas den con nosotros.
—¿Pero
es que pensáis que están sobre la pista? –preguntó Aslanta.
—Nunca
se sabe. Lo que está claro es que tienen sus propios medios para hacer sus
cálculos igual que nosotros. Y que a menudo logran información de nuestros
planes, sin que hayamos conseguido averiguar cómo.
—¡Pero
nadie ha acabado de explicarme las cosas! –protestó Lucila con gran dignidad–. Aún
no sé qué pasará conmigo y con mi hijo tras el parto. Ni sé tampoco cuál es
vuestro papel, el de todos –añadió, abarcándolos con una mirada–, en lo que ha
de seguir.
—Si
permitís, mi señora –dijo André con extrema amabilidad y cortesía–, seré yo
quien os explique el resto.
A
una señal afirmativa de la romana, prosiguió:
—Yo
os daré los medios, a vos y a vuestro hijo, para que viváis libres de cualquier
riesgo y daño. Me convertiré en vuestro marido, si es que ello no os causa
excesivo reparo. Soy francés, de la Gascuña, y tengo también familia en el
valle del Alhama, en tierras de la Rioja. Aunque hace años que vine a estudiar
a Madrid, muy a menudo viajo a mis dos patrias, con lo que es costumbre verme,
o dejar de hacerlo, de vez en cuando. Así que diremos que os he traído a vos,
mi esposa, de Francia, lo que además podrá explicar que no dominéis el idioma y
vuestro extraño acento, si es que alguien acertara a veros o hablar con vos.
Para la gente lega un idioma extranjero es igual a otro, todos les suenan mal
–rió con ganas–. Os lo digo por experiencia. De este modo –continuó explicando–,
los de aquí pensarán que nos hemos casado en la Gascuña o en la Rioja, y los de
allí –si es que alguna vez se enteran con el tiempo– supondrán que ha debido de
ocurrir en uno de los otros sitios.
—Sois
de veras amable y acepto la oferta de corazón –respondió Lucila–. Pero, ¿dónde
viviremos? ¿Es que estamos destinados mi hijo y yo a quedarnos aquí para
siempre?
Los
hombres y Aslanta –o doña Mariana–, intercambiaron miradas de incertidumbre.
—Solo
temporalmente –se decidió a explicar Dantés. Luego, como no pareciera recobrar
los ánimos para seguir, Aslanta lo hizo por él.
—Señora
Lucila, lo que estos hombres no se atreven a explicarte –ni tampoco a mí, por
cierto–, tiene que ver con los peligros que nos acechan, ¿no es así, amigos? Les
preocupa que, si algo saliera mal y los tenebritas capturaran a cualquiera de
nosotras, sería mejor que sepamos lo menos posible, porque así no podremos
revelarlo al enemigo.
—¿Y
qué significa tu presencia, cuál es tu papel, por cierto? –interrogó por fin Lucila.
—Soy
la partera mística, es lo único que sé. Yo traeré a tu hijo al mundo en el
momento indicado, bajo los astros propicios y la única conjunción capaz de
cambiar el destino.
Lucila
la miró fijamente en silencio, asimilando lo que Aslanta acababa de revelar. Y
en los ojos de doña Mariana escudriñó el alma celta de la partera hasta
averiguar mucho más de lo que nunca le habrían dicho sus palabras.
—Yo
os juro –se comprometió entonces André, mirando a las dos mujeres
alternativamente–, que conoceréis de mis labios el resto del plan en cuanto
hayamos llegado sanos y salvos a la quinta que dice doña Mariana. Os doy mi
palabra también de que empeñaré mi vida y mi honor en defender al niño sagrado
y a su madre. Ahora, concededme el honor de sellar nuestro enlace, aunque sea
un matrimonio de compromiso. No será peor, si de mi voluntad depende, que
ninguno de los que, supuestamente, se realizan por amor. Mi señora Lucie, pues
si os parece bien usaré en adelante este nombre, que es adaptación del vuestro
y resulta apropiado para la mujer de un gascón, ¿me concedéis vuestra mano?
—Os
la concedo –suspiró Lucie tras una brevísima pausa–. A vuestro honor nos
encomendamos, mi noble amigo, mi hijo y yo.
Era entrada la noche
cuando llamaron a la puerta con la señal convenida. André Bouvier y Dantés
acompañaron a las dos mujeres tras los pasos de Hidalgo, que era quien había acudido
a buscarles con uno de los escasos coches de alquiler que había en la capital.
Cruzaron calles demasiado estrechas para cualquier vehículo hasta llegar a la
de las Huertas, donde se hallaba estacionado el carricoche a la espera de los
viajeros. Treparon al amplio habitáculo y el cochero azuzó a los caballos, que
enseguida alcanzaron un trote ligero facilitado por la cuesta abajo. Alcanzaron
el Prado de S. Gerónimo y se internaron entre fincas y huertos sombríos, por el
camino de tierra que llevaba a casa de doña Mariana. Había ésta encargado a su
doncella Marcela, a la cocinera y al mayordomo que pusieran la casa en orden
para recibirles, de modo que esperaba que todo estuviera dispuesto para cuando
llegaran. La noche era oscura y espesa como la pez, una luna raquítica y pálida
se las arreglaba para disfrazar amedrentadoramente los contornos. El coche
llevaba dos faroles en la parte de arriba, y el instinto de las bestias tenía
que hacer el resto. No llevaban cubierta ni la mitad del camino cuando una voz
bronca, salida de la oscuridad, les increpó: “¡Alto ahí!”, haciéndoles pararse
tan bruscamente que los caballos protestaron entre relinchos.
Cinco
individuos de mala catadura se habían plantado a todo lo ancho del camino.
—¡La
bolsa o la vida! –gritó la misma voz de antes, mientras apuntaba la boca negra
de un trabuco en dirección al cochero.
Otro
de los bandidos, pues a buen seguro que lo eran, se acercó a una de las portezuelas
del vehículo, mientras otro trataba de hacer lo propio por el lado contrario.
Pero Hidalgo, tras intercambiar unas palabras apremiantes con André y hacer
seña a Dantés, poniéndose de acuerdo, abrió de golpe por su lado, dándole al
ladrón en la cara y tirándole al suelo. Luego desenvainó su espada con destreza
y se lanzó con un grito contra el que parecía el jefe. Javier Dantés había
repetido sus gestos con perfecta simetría, encargándose del tercer hombre que
ya llegaba a su puerta. Pero este, que medio se esperaba el golpe, no cayó del
todo, y se enfrentó al madrileño con el mismo desaforado ardor que si le fuera
en ello la condenación eterna.
Casi
a la vez el que encañonaba al cochero, viéndose en la mira de Hidalgo después
de que este hubiera despachado a su oponente, disparó su arma, matando al
hombre, y corrió en auxilio del quinto de los secuaces, que enarbolando dos
largos cuchillos se echaba encima de Hidalgo desde atrás. Entre los dos le
hubieran rebanado el pescuezo más temprano que tarde, de no ser porque Dantés,
que había dado muerte al fin a su enemigo, corrió en su ayuda, equilibrando la
balanza.
En
la penumbra de los faroles todo se volvió confusión, chochar de aceros y gritos
de dolor, sin dar indicio a los de adentro del coche sobre el curso de la
refriega.
—¡Adelante!
–gritó Bouvier, asomando una cabeza por la ventanilla, ignorando que el cochero
yacía doblado sobre el asiento. Entonces lo vio–: ¡Maldición!, está muerto.
Pero tenemos que continuar –dijo a las mujeres–. Ellos –señaló a sus hermanos
de orden–, nos darán tiempo y nos cubrirán las espaldas. Voy a tomar las
riendas –decidió.
—Espera
–contestó Aslanta–. Yo lo haré. Será mejor que tú cuides de Lucie, ya que has
comprometido en ello tu honor.
Sin
dar tiempo a ninguna objeción salió del coche y trepó al pescante, maldiciendo
para sí el engorro de aquella ropa prestada. Arrojó el cadáver sin
contemplaciones y, con un alarido que hubiera hecho sonrojarse a la dama cuyo
cuerpo poseía, fustigó a las bestias hasta hacerlas salir al galope. En su
huida arrolló a uno de los bandidos, que quedó pisoteado en el suelo. Aslanta
solo exclamó–: ¡Uno menos!, y siguió su camino como una de las furias de los
infiernos.
Las dos mujeres se hallaban
solas en el cuarto que se había dispuesto para Lucie y André Bouvier, y que
comunicaba a su vez con un gabinete donde dormiría el muchacho. Para el
servicio, el matrimonio compartiría los mismos aposentos, pero de puertas
adentro la joven madre gozaría de la intimidad que requería su estado.
Aún
no sabían nada de Dantés e Hidalgo. Solo podían confiar en que hubieran podido
librarse de los bandidos y acudieran cuanto antes a la Quinta de las Palomas,
que era como se llamaba la casa Robles. Aslanta se sentó al lado de la cama donde
descansaba Lucie, y cogió un libro para leerle en voz alta, dispuesta a velar
con ella todo lo que fuera necesario hasta el regreso de los hombres. Bouvier
estaba abajo, vigilando la entrada. Había prometido avisarles en cuanto hubiera
novedades.
—¿Sabes?
–dijo Aslanta de pronto, clavando su mirada serena en la joven–, yo te vi morir.
–Una expresión compasiva se pintó en su semblante y, con extrema dulzura,
acarició la mejilla de la joven madre. Lucie se había quedado tan sorprendida por
aquella inesperada declaración que no supo qué contestar. La druida continuó–:
Luego vi tu alma y vi que era pura, que era blanca y clara como la luz del alba.
Fue por eso, en gran medida, por lo que pude aceptar mi destino.
—¿Qué
quieres decir, cómo pudiste verme morir?, ¿sucedió en Lugdunum, junto a mi
hijo?
—No,
tu hijo nació en Massilia, junto al mar, hallándoos de viaje. Después del
parto, cuando Prisco comprobó que era un varón sano que cualquier robusta
nodriza podría criar, mandó que te mataran. Tuviste una muerte espantosa, yo lo
vi. Fuiste sacrificada ritualmente y tu sangre sirvió para bautizar a tu hijo,
la primera sangre de las que, con el tiempo, le convertirían en lo que fue.
—Pero
Aslanta, ¿cómo pudiste “verlo”? –insistió Lucie–. ¿Eres acaso una diosa?
Aslanta
sonrió con dulzura, y una sombra de nostalgia pasó por su frente.
—No,
amiga mía, nada de diosa –respondió con suavidad–. Solo soy una pobre mujer
castigada con la maldición de las visiones. Porque eso es mi don, digan lo que
digan, una diabólica maldición que me ha llevado lejos de los míos, para
cumplir el mandato del destino.
—¿Pero
por qué tu destino, querida, qué tiene todo esto que ver contigo y los tuyos?
—Verás,
te lo contaré todo. Te revelaré mi historia y así tendrás un trocito más de
este rompecabezas que, bien lo sé, ha llegado a tu vida con la fuerza
destructora de una catástrofe. ¡Pobrecita mía! Arrancada también de tu hogar y
arrojada a un mundo extraño, lleno de incertidumbres y peligros. Pero en tu
caso y en el de tu hijo, es por vuestro bien, te lo juro.
Pues
bien, esto es lo que puedo decirte. Sé que, después de mi tiempo, se dirá que
mi pueblo no tenía escritura. Que nuestras creencias y certezas no se registraban
por escrito. Mirarán al pasado y solo verán un puñado de restos dispersos que
alguien fue transmitiendo oralmente en cada generación para conocimiento de la
siguiente.
Pero
todo eso no son más que falsedades, tergiversaciones que luego se han hecho, siguiendo
el interés de otros poderes. Vosotros, los romanos, nos habéis sometido.
Vuestros senadores y emperadores se han esforzado por derribar nuestros dioses
y menguar nuestras tradiciones. Pero nuestros escritos sagrados, el Libro de Grian, el sol y el Libro de Gealach, la luna, han recogido
todo lo que podía perderse, preservando la sabiduría de nuestros mayores y el
poder de la Diosa. En mi futuro habrían llegado los cristianos, lo hemos visto
en los trances, para acabar con todo lo que quedaba, en honor de su dios celoso
e inflexible. Pero la hermandad de Hislibrix salvará nuestro espíritu. Hallarán
una copia del libro de plata de la luna años después del tiempo de mis nietos,
y algunos fragmentos del libro de oro del sol. Y los guardarán celosamente,
lejos de los ojos del enemigo. Mas Tenebrum conseguirá robar el resto del libro
de oro y lo quemará, sin dejar copia alguna. Y llegado un siglo más desde este
en que nos encontramos ahora, se harán con el libro de plata y también lo
quemarán. Yo he visto ese tiempo funesto. Y mi alma se ha retorcido de dolor en
los caminos oscuros del trance, igual que si a mi cuerpo le hubieran clavado miles
de hierros al rojo.
El
dolor de Aslanta fue tan evidente que, en este punto, Lucie se incorporó y se
sentó junto a ella, abrazando el cuerpo de doña Mariana hasta que dejó de
temblar. Aslanta continuó con esfuerzo.
—Pero
esto cambiará si cambiamos el destino de tu hijo. Él hará distinta a Tenebrum y
nuestro saber se salvará. Con el tiempo resurgirá en otras creencias, en
canciones y leyendas que pocos reconocerán como ciertas, pero que transformarán
conciencias e inaugurarán una nueva era.
Las
dos mujeres se quedaron un rato en silencio, compartiendo un sentimiento tan
hondo que no requería palabras. Lucie rompió el hechizo.
—Y
para eso, mi hijo deberá nacer bajo otros auspicios, ¿no es así?
—Así
es. En Massilia habría visto la luz el día del Equinoccio. Aquí ha de suceder
igual…
—Pero
entonces –interrumpió Lucie sin poder contener su impaciencia–, ¿qué cambiará?
—Al
cambiar de tiempo cambiará todo. En tu época el sol se proyectaba sobre la
constelación y el signo de Aries ese día. Pero ahora, si mis cálculos no
fallan, estará en Piscis. Bajo esa conjunción iniciará su vida de otro modo
distinto, y habremos alterado su destino.
—¿Solo
con eso? –preguntó Lucie, escéptica.
—No,
no solo. Luego –sonrió la mujer celta–, tendrás que encargarte tú de darle otra
vida. Tú y Bouvier, según me parece. –Ante la expresión atónita de Lucie,
Aslanta prefirió cambiar de tema–: Pero eso es otra historia. La cuestión es
que tú guiarás sus pasos de forma opuesta a como hubiera hecho su padre el
cónsul. Pero debe ver la luz bajo el auspicio del pez, capaz de fluir como el
agua y vivir en paz, en vez de luchar y enfrentarse a todo, como hace el
carnero; para que su vida no sea una persecución de toda luz sino solo la protección
de los secretos.
—¿Y
qué nombre le pondremos, Aslanta? –añadió Lucie, cambiando de tema inopinadamente
por una idea que se había cruzado de pronto en su mente. Para ella el
significado y la fuerza de los nombres tenían gran poder–. Porque ya no es hijo
de su padre, es hijo mío, y tuyo, y de Dantés.
—Está
escrito que se llamará Alejandro –sonrió Aslanta con dulzura–. Pues es nombre
de conquistador.
—Aquí tienes –dijo el
padre Múgica, entregándole un paquete a Aslanta–. Las hierbas necesarias. Compradas
en herbolarios de varios mercados distintos, tal como ordenaste.
A
Aslanta no le pasó desapercibido el tono irónico con que Múgica había
pronunciado “ordenaste”. Pero prefirió hacer caso omiso, no era momento para fútiles
enfrentamientos de esa clase. Recogió el paquete y esperó a que el cura hablase
primero.
—Ahora,
el casamiento –dijo él con decisión–. ¿Está lista la mujer?
—“Lucie”
–recalcó la druida– está preparada para el siguiente paso, aunque el momento
del nacimiento está muy próximo y debemos zanjar rápidamente esta cuestión,
para iniciar lo verdaderamente importante.
—Muy
bien. Tú tráela abajo y yo avisaré a los otros.
Dantés
e Hidalgo departían relajadamente con Bouvier en uno de los salones de la
planta baja. Habían llegado al alba, apoyado Hidalgo en su amigo, arrastrando
una de sus piernas, herida por arma blanca. Dantés había salido en cambio
ileso, salvo algunas contusiones y un corte sin importancia en la mejilla.
Habían puesto en fuga al único superviviente de la refriega, pero se habían
visto obligados a capturarle y darle muerte, ante la consideración de que diera
la alarma enseguida y les dejara sin tiempo bastante para acudir a la quinta y
colaborar en su parte de la ceremonia.
—Es
la hora –interrumpió su conversación un circunspecto Pedro Múgica, entrando en
la sala y dirigiéndose a los tres–. Vayamos a la capilla. Lucie y doña Mariana
bajarán enseguida.
Se
trataba más bien de un pequeño oratorio, con un retablo alargado de pan de oro
y un altar de mármol situado delante. Cada uno de ellos ocupó su posición:
Bouvier delante, junto al cura. Y Dantés e Hidalgo uno a cada lado de la
puerta, esperando para escoltar a las damas.
No
se hicieron esperar, pocos minutos después se hallaban todos dispuestos delante
del padre Pedro, que empezó la ceremonia en un latín que Lucie encontró exótico
y curioso. Aslanta le había explicado por encima en qué consistiría todo, así
que estaba preparada cuando llegó el “sí, quiero” y André Bouvier la miró a los
ojos esperando con cierta turbación su respuesta, como si fuera un novio de
verdad y ella la mujer que había ganado su corazón. Lucie sonrió sin darse
cuenta. Era tan dulce su expresión, y tan galante, que le fue fácil a ella
también olvidar dónde estaban y por qué hacían aquello, y fingió sin ningún esfuerzo
esa escena de novela o de teatro que estaban representando sin más público que
ellos mismos.
—Anotaremos
la fecha exacta de un año atrás –explicó el cura una vez acabado el rito
nupcial, mientras ponía manos a la obra y acababa de formalizar el documento
que a los ojos de la ley convertía en esposos a Lucie y André–. Tomad –le
entregó a Bouvier una copia–. Este otro papel irá a parar a los archivos de
Hislibrix, para ser guardado allí por lo que pueda pasar.
—Y
ahora, si todo está listo –le consultó Dantés con la mirada–, vayamos a brindar
por los novios y a comer un trozo de pastel –sonrió ampliamente–. Nos lo hemos
ganado. Así tomaremos fuerzas para lo que queda.
Dantés se paseaba
nervioso, cruzando la habitación en un continuo ir y venir, tan angustiado como
si ese niño que estaba a punto de nacer fuera el suyo.
Todo
se había precipitado inexorablemente. Apenas una hora después del casamiento se
iniciaron los dolores de parto. Aslanta tuvo el tiempo justo de disponerlo todo.
La angustia reflejada en sus facciones les dejó claro a los demás, si bien
logró ocultarlo con cierto éxito a la madre, que el asunto se había adelantado
a sus cálculos y se planteaba con ciertas dificultades. De pronto se les
presentó con gran viveza una posibilidad que no habían tenido en cuenta,
seguros como estaban de las virtudes de su ciencia y la capacidad sanadora de
la antigua druida. ¿Y si algo salía mal?, ¿Y si, pese a sus esfuerzos, no
lograban dar con la fecha propicia o el niño resultaba ser una niña o…? ¡Quién
sabía cuántas cosas más podían ir mal! Pero fue un momento de duda
comprensible, pronto descartado.
—No
es momento de pensar en otra cosa que no sean Lucie y el niño –dijo Dantés con
firmeza, ahuyentando con un gesto las sombras convocadas sobre ellos–. ¡Fe!,
queridos míos, tengamos fe ya que la razón nos asiste y nuestros fines son
benéficos.
Y
así habían llegado al momento decisivo. Aslanta había llenado el cuarto de
Lucie de pebeteros donde ardían plantas aromáticas y depurativas. Había cocido
una poción amarga que había hecho beber a la joven, y había preparado lienzos
limpios y agua hervida en abundancia. Los hombres habían hecho los cálculos
exactos que daban la hora en la que el pequeño habría de ver la luz; la misión
de Aslanta era conducir el parto de modo que se cumpliera ese objetivo.
La
joven madre gemía en voz baja, aguantando las ganas de gritar cada vez que se
veía acometida por otro dolor. Tenía la frente afiebrada y el rostro pálido.
Pero las contracciones se habían ralentizado en parte, debido a la poción de
Aslanta, y eran más espaciadas que al principio. La druida no quería correr el
riesgo de detener el parto, pero necesitaba ganar unas horas, justo hasta la
medianoche, para que el nacimiento se produjera al otro día. Cuando hubiera
llegado la hora, había prometido a Lucie algo potente que calmaría su dolor.
Esa esperanza era lo que permitía a la joven mantener la entereza y garantizaba
su paciencia.
Aslanta
se detuvo en sus quehaceres bruscamente, había oído en el viento cascos de
caballos al galope. Lucie se percató enseguida de que algo ocurría. Un par de
minutos después se produjo el ataque.
Dantés
y los otros no tuvieron tiempo de apuntalar los postigos o tomar cualquier otra
precaución. Al amparo de la noche el enemigo cargó tan bruscamente que, para
cuando lo oyeron, ya lo tenían encima. Dos disparos de mosquete hicieron
estallar los cristales en la parte delantera, mientras en la fachada de atrás
se escuchaban también impactos y el tintineo del vidrio roto.
¿Por
qué no habían ladrado los perros?, ¿quién había abierto el portón de la finca?
De no haber mediado la colaboración de alguien de dentro, hubiera sido necesario
hacer explotar la puerta de hierro, sonido que habrían tenido que oír por
fuerza. Alguien les había vendido. Pero, ¿quién? Fuera de ellos solo estaban
Marcela, la doncella, y el guardés, Blas, que llevaba al servicio de doña
Mariana decenios de probada lealtad.
Todo
esto lo pensó Dantés en un abrir y cerrar de ojos, al tiempo que, con un
rugido, se aprestaba a rechazar a golpe de acero al enmascarado que acababa de
colarse en el salón por la ventana. A su lado oía los gritos y jadeos de sus
camaradas, vendiendo como él cara su piel y derrochando coraje y garra,
sabiendo todos que lo que estaba en juego trascendía en mucho sus mismas vidas.
—¡Defended
la escalera! –gritó–. ¡Todos! Al vestíbulo.
Cerraron
filas, Bouvier y él en el frente, Hidalgo y el pater al pie del último peldaño.
Seis tenebritas se les oponían, igual de empeñados en transponer la marca que
defendían, de lo que ellos lo estaban porque no fuera así.
Arriba,
en la alcoba, Aslanta y Lucie habían imaginado lo que ocurría tan claramente
como si lo estuvieran viendo. Intercambiaron una mirada decidida y la joven
apuró de un trago el bebedizo que le ofrecía la druida. El momento había
llegado, ahora había que luchar por que su hijo viera la luz sano y salvo mientras
los hislibritas garantizaban su seguridad, apenas pasada la medianoche. Era un
margen pequeño, entre la conveniencia y el peligro.
Quedaban
tres hislibritas, mientras el enemigo se había visto reducido a cuatro. Pedro
Múgica había expirado con una última plegaria dirigida a Dios prendida de sus
labios exangües. Su habilidad con el acero era pareja a su entrega a la causa,
pero ni una ni otra habían bastado para frenar la espada que le había traspasado
el corazón. Claro que, antes de caer, se había cobrado la vida de su oponente,
dejando un peligro menos para sus compañeros. Otro de los enemigos yacía muerto
a su lado, víctima de la cólera de Hidalgo, que no había conseguido escapar no
obstante, de una fea herida en el muslo derecho que debilitaba angustiosamente
su posición. Bouvier se batía bravamente, usando como de costumbre una espada
larga en una mano y un cuchillo más corto en la otra. Resultaba así un contrincante
formidable, capaz de acabar él solo con la vida de los dos hombres que en ese
momento le arrinconaban contra la balaustrada de mármol. Dantés confiaba en su
pericia. Tampoco habría podido ser de otro modo, pues bastante tenía él con
contener el ataque de un hombrón de oscuras facciones que le asestaba mandoble
tras mandoble con la fuerza desatada de un oso. Y al mismo tiempo, intentar
bloquear de alguna forma los avances del cuarto hombre, que atacaba a Hidalgo. Así
que Bouvier tendría que arreglárselas por sí mismo. Un grito agónico de Hidalgo
le metió aún más angustia en el cuerpo. ¡Ya estaba bien! Se lanzó a fondo
contra el oso y le pinchó en las tripas. Una expresión estúpida se pintó en su
rostro… justo un segundo antes de llevarse la mano al vientre con la
incredulidad del que siempre se ha conocido poderoso y sin rival. Dantés
aprovechó para rematarle de un certero tajo a la altura del cuello. La sangre
le salpicó a borbotones, pero él apenas lo notó. Se había vuelto como una
centella para auxiliar a su amigo herido. Se topó con Bouvier, que acudía con
la misma intención, tras haber acabado por fin, uno tras otro, con sus dos
adversarios.
Juntos,
gruñendo su rabia, se lanzaron contra el tenebrita justo cuando se disponía a
clavar su espada en el pecho de Hidalgo. Cayó con una risotada turbia de
sangre, sabiendo que la sentencia que había firmado sobre el de Hislibrix era
irrevocable.
—¡Aguanta,
hermano! –le suplicó Dantés a Juan Hidalgo, tirándose al suelo junto a él y
sujetando su cabeza en sus brazos. André se colocó al otro lado y cogió la mano
del moribundo–. No te nos vayas ahora –lloró Dantés.
—Y
tú no quieras lamentarte por lo que decide el destino –replicó este con un hilo
de voz, sonriendo valientemente. Le acometió un acceso de tos y la sangre manó
de sus labios–. Hemos vencido, eso es lo importante. –Luego irguió un momento
la cabeza–: Escuchad –susurró–, él ha nacido.
Y
con esas últimas palabras y una expresión de absoluta paz exhaló su último
aliento.
********************
En la cripta en penumbra los hombres y
mujeres de Hislibrix se hallaban reunidos en silencio, en torno a los viajeros
que iban a partir. El círculo había sido dibujado en su lugar, la copa había
sido colmada, y la sangre y las palabras de todos habían sido vertidas sobre
ella, las unas igual de importantes que la otra. El aire estaba cargado de
humedad, de sudor y del aroma de las hierbas. En el atril el gran libro, el
Libro del Tiempo, se hallaba abierto por la página número 100, la del Viaje,
aquel en que estaban a punto de embarcarse Lucie, André y el pequeño Alejandro.
Volvían a Roma, pero esta vez a la propia ciudad, tres años después del tiempo
en que partió Lucia Lucila. Lejos de Domiciano Prisco y su poder, lejos de
quienes habían podido conocer a la mujer. Serían comerciantes de Hispania,
atraídos por la prosperidad de la madre de las ciudades a instalarse entre sus
calles y sus gentes. Lucie había aleccionado a André durante los tres años
transcurridos para que pudiera obrar y hablar como alguien de aquel tiempo y
lugar. Todo había sido cuidadosamente previsto y subsanado.
Aslanta hacía tiempo
que les había dejado. En cambio doña Mariana, ahora la esposa de Dantés y un
miembro honorable de Hislibrix, les acompañaba en la partida como la madrina
que a todas luces era para ellos.
Después del nacimiento
de Alejandro las cosas habían empezado a cambiar para Aslanta. Una parte de
ella sentía con creciente intensidad el poder de la oscura llamada, que iba
cobrándose su fuerza y su espíritu. E igual de importante que esto, el alma de doña
Mariana, aletargada durante aquel período intenso que les había reunido, despertó
por fin, reclamando el cuerpo y la vida que le correspondían.
Una noche los sueños se
llevaron a Aslanta. Al día siguiente despertó solo Mariana, una mujer renovada
y el único testigo de la despedida de la mujer druida. Solo Mariana podía decir
lo que había sido de ella, porque nadie más había estado tan cerca.
—Ahora es feliz
–anunció con seguridad días después–. Y está entre los suyos. Nacerá en nueve
meses, cuando el verano alcance su apogeo, y así su alma será devuelta a su
destino.
—¿Dónde, dónde habrá de
nacer –preguntaron Dantés y Lucie casi al unísono, unidos en su añoranza–,
quiénes serán sus padres, cuál su pueblo?
—Será su propia hija
quien la alumbre. Eso es lo que sé. Y será una sanadora tan poderosa como lo
fue su abuela. O ella misma.
Les había dejado, sí, pero Lucie sabía
que era solo una separación aparente, pues ellos estaban unidos más allá del
tiempo y el espacio. Y su hijo era un poco hijo suyo, igual que lo era de
Dantés y de su nuevo padre, André. Ahora, cuando llegaba el momento de la
partida, los pensamientos de Lucie surcaban la distancia y se posaban en su
amiga. Y le parecía sentir su compañía, dándole ánimos y diciéndole que no se
preocupara, que todo estaba bien.
El Gran Maestre,
vestido de blanco, dio comienzo a la lectura del Libro, y el círculo de fuego
fue encendido alrededor de los viajeros. Entonces, del lado opuesto de la sala
se acercó una figura vestida de negro. Era el Gran Guía, capitán de una de las
dos facciones que existían dentro de Hislibrix, con los mismos poderes pero
opuestas atribuciones que la facción blanca. El líder de Tenebrum Victori. Y llegaba
a rendir pleitesía y jurar eterna obediencia a ese niño que sería con el tiempo
su superior, el hombre que fundaría la nueva Tenebrum, y que en vez de rendir
culto a la oscuridad empeñaría su vida en desentrañar sus misterios y proteger
sus secretos.
El fuego creció y las
llamas adquirieron un imposible color verde y oro, con pinceladas de un rojo
ardiente. Las palabras del Libro surcaron el espacio. El Gran Guía desplegó el
plano simbólico cubierto de insignias de las antiguas creencias. Se inclinó con
profunda reverencia una vez más y arrojó el mapa a las llamas. Lucie sintió que
su conciencia empezaba a diluirse en un mar de sensaciones confusas. Fijó su
mirada en Dantés y aún pudo escuchar en su voz:
—No te preocupes, ahora
los tres somos uno, Aslanta, tú y yo. Si las cosas se tuercen –sonrió con
inefable candor–, allí estaremos. Pues recuerda… Uno para todos… Y todos para
uno.
Sus palabras pasarían a
la historia muchos años después. Un insigne y magistral escritor las
convertiría en consigna para toda una generación de leales y verdaderos amigos.