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viernes, 29 de noviembre de 2013

Mujeres que se escriben

Un nuevo viernes y una nueva autora para continuar la sección.


Hoy nuestra estrella invitada es…
ÁNGELES MORA. Es madre y ama de casa, y sus escritos huelen a guiso de lentejas y ropa recién planchada. Vive en Huelva y pertenece al colectivo literario Sevilla Escribe. Fue finalista en el VIII certamen de microcuento fantástico de la revista Minatura y el lado más oscuro de sus letras ha sido publicado en diferentes antologías: “Terapia de choque” en Monstruos de la razón II de Ediciones Saco de Huesos; “El extraño” en Monstruos Clásicos de H Horror; “Mi ángel triste”, “Chicxulub, la cola del diablo” y “Como una tarde de domingo cualquiera” en la colección Calabazas en el trastero de la editorial Saco de huesos. “Ecos en el páramo” forma parte de Fantasmas, espectros y otras apariciones, editado por La pastilla roja y “La casa de los espejos” puede leerse en  Descubriendo nuevos mundos II.
Fuera del género fosco y de terror, con “Naranja sobre negro” fue seleccionada para formar parte de Aenigma Veneris: antología de autoras publicada por Albis Ebooks. La carta “La trinchera de los besos robados” obtuvo el primer premio del XVII certamen de cartas de amor Villa de Mijas 2012. Con el cuento infantil “El sueño de Conejo” participó en el proyecto benéfico Ilusionaria 2 y “Pepito, el ciempiés cojito” forma parte de Cuentos de Ciudad Esmeralda. En 2013, su cuento “Una Blancanieves diferente” ha obtenido el primer premio del XIV certamen literario de la Delegación de igualdad del Ayuntamiento de Benalmádena. “La última voluntad de Frederick Foxter” en la antología Steam Tales de Ediciones Delorean y “El silencio de Edith” en Ácronos II de Tiranosaurus books, han supuesto sus primeras publicaciones dentro del género Steampunk.

LCE -Muy buenos días. ¿Preparada para convertirte en la segunda víctima de la sección?
AM – Me tiemblan las piernas, no te digo más, pero sigo sin encontrar el curso “Aprenda a decir que no” jajjajjajaj
LCE –Hoy continuamos con “Mujeres que se escriben”, indagando en los gustos y aficiones literarias de la autora Ángeles Mora, que ha aceptado muy amablemente participar en el blog y ofrecernos una muestra de su trabajo.
Empecemos con la primera pregunta de rigor: ¿Por qué y cómo empezaste a escribir?
AM – Supongo que el principio de todo, aunque entonces no me diera cuenta, era lo que me gustaba escuchar en el cole eso de “explícalo con tus palabras”. De ahí salté a las típicas poesías garabateadas en las carpetas de compañeras de instituto (sin que tampoco me lo tomara en serio) hasta que se abrió ante mí el mundo cibernético. Con Internet empecé a escribir de verdad porque entré en contacto con otros “seres extraños” que hacían lo mismo que yo y las posibilidades que descubrí me ataron definitivamente a esto de la escritura.
LCE - ¿Cómo definirías tu estilo? ¿Crees que ha variado a lo largo del tiempo?
AM – Uy, esta pregunta es muy complicada de contestar desde dentro. Estoy muy influenciada por las lecturas del siglo XIX y supongo que eso se nota en lo que escribo. Así que, al menos, espero que se me haya pegado algo de su elegancia. En cuanto a la segunda pregunta, pues espero que sí haya variado (y para bien, claro) porque eso sería señal de que he sido capaz de asimilar y aplicar todo lo que he ido aprendiendo por el camino.
LCE - ¿Crees que tu escritura posee algún rasgo específico por el hecho de ser mujer?  Y si es así, ¿cuál crees que pueda ser?
AM – Creo que soy escritora de atmósferas y las creo a partir de transmitir sensaciones, pero no pienso que eso sea algo femenino ni masculino.
LCE - ¿Te has sentido discriminada alguna vez en el mundillo literario?
AM - La única discriminación que he vivido ha sido por la edad en los certámenes en los que te gritan que la juventud acaba a los 35 años. Pero por ser mujer la verdad es que no, quizás ese problema se dé más en géneros como la ciencia ficción o la fantasía épica, en los que sí creo que cuesta más hacerse un hueco si el nombre que acompaña al escrito es de mujer. Demasiada herencia masculina, pero tengo esperanza en que poco a poco esto vaya cambiando igual que ha pasado en otros terrenos no literarios.
LCE – Y ahora cambiemos de tercio: ¿Qué género literario prefieres?  ¿O eres en cambio de esos autores que prefieren no ser encuadrados en uno específico?
AM – Igual que como lectora, como escritora me aburriría centrarme solo en un género. Aquello de “culo inquieto” me define muy bien y a la hora de escribir no es diferente jajjajajja Además, creo que intentarlo con diferentes géneros y tratar de adaptarlos a tu estilo personal, es un buen ejercicio para cualquier autor.
LCE - ¿Qué objetivos te marcas como escritora?
AM – Disfrutar. No hay más. No me he marcada una meta concreta. Intento seguir aprendiendo para que el día que surja pueda abordarla sin taquicardias y eso solo se consigue escribiendo. Así que ahí estamos, escribiendo sin parar que es lo que de verdad me gusta pero sin ese puntito de agobio que lo haga pasar de un hobby a una obligación autoimpuesta.
LCE - ¿Algo más que quieras contarnos?
AM – Agradecerte que hayas pensado en mí como una de esas voces que sienten en femenino y aplaudir tu iniciativa, por supuesto.
LCE - Muchas gracias a ti, es un verdadero placer poder contar con tu colaboración. ¿Querrías ahora presentarnos el relato que has elegido para Literatura con estrógenos?
AM – “Una mascota especial” es un relato de terror que tiene ya algunos añitos y que me ha dado unas cuantas alegrías. Aunque no consiguió nada en el certamen para el que lo escribí, consiguió un primer puesto en otro concurso (lo que demuestra que no hay que rendirse y que si el texto merece la pena, acabará encontrando su hueco).  Hace muy poco tiempo, me llevé la sorpresa de que Pepe González lo había dramatizado de una forma espectacular. Así que os lo traigo en palabras escritas y habladas, porque todos los lectores cuentan ;)

Una mascota especial

Ángeles Mora

—¿Cariño?...¡¡Cariño, te escucho fatal!!... sí, ahora un poco mejor. ¿A las siete? De acuerdo, allí estaremos. No puede ser ¡un gato! Pero ¿estás loco? ¿Qué hacemos con un gato en casa?... De la raza bobtail, ya, ¿y con eso piensas convencerme? Ya hablaremos mañana… Sí, te quiero.
Amanda colgó el teléfono negando con la cabeza y llamó a su hija desde la puerta. Una chiquilla de unos siete años, equipada con casco y rodilleras, apareció montando una bicicleta que arrastraba una caja de cartón llena de muñecas que, sin duda, en algún otro momento habían ofrecido mejor aspecto que el que presentaban ahora.
—Mamá, ya no jugaré más con estas muñecas —desenganchó la cuerda que la ataba a la bicicleta y con aire decidido la tiró al contenedor de basuras—. ¿A que Jorge no jugaba con muñecos?
—No tesoro, Jorge no jugaba con muñecos, pero eso es porque Jorge era un chico mayor.
—Yo también soy mayor. —Se zafó del intento de abrazo de su madre y corrió hacia el interior de su casa.
Desde que su hijo mayor había muerto, Amanda veía crecer a Silvia demasiado deprisa. En aquellos ocho meses, la ausencia de su hermano había cambiado su forma de actuar, era como si hubiera quemado una parte de su infancia que debería haber permanecido intacta y para Amanda se hacía duro ver como su hija pequeña dejaba de serlo. Félix, sin embargo, la trataba como siempre, como si no se diera cuenta del cambio o como si el no demostrarlo le convenciera de que no se había producido. Silvia se dejaba hacer, no rechazaba esos mimos de niña pequeña… sólo lo hacía cuando provenían de su madre como si, a esa edad tan temprana, tuviera asimilado que para su padre nunca crecería, seguiría siendo siempre su princesita.
—¿Te has lavado las manos? Comeremos enseguida
—¿Pollo asado?
Amanda sonrió.
—Siempre quieres pollo asado, Silvia. Haremos un trato, si te comes hoy toda la merluza, mañana para cenar haré pollo asado… a papá también le gusta mucho.
La cara de Silvia se iluminó y corrió a lavarse las manos. Su padre volvería mañana y eso era más importante que todos los pollos asados del mundo.
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—Recuérdame que la próxima vez que vayas a Japón te haga una lista con los regalos que no puedes traernos ¿tú sabes la de pelos que suelta un gato?
Félix le acalló el reproche con un beso.
—¿Has visto la cara de Silvia? Está encantada, si hasta ha querido que duerma en su cuarto. —Volvió a besarla—. Le ayudará a superar la ausencia de su hermano, ya lo verás… Anda, ponte el kimono que te he traído y hazle a tu marido un recibimiento como Dios manda.
La risa picarona acabó con la conversación y las caricias hicieron olvidar los reproches.
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—Qué bonito es, papá ¿has visto su rabo?
—Parece el de un conejo ¿verdad? —habló Amanda viendo cómo su hija acariciaba el lomo de Nekomata, que era el nombre que le habían recomendado en la tienda a Félix, asegurándole que el nombre de una mascota era muy importante y que a aquel gato no se le podría llamar de otra manera—. ¿Y te has fijado cómo saluda? Jajaja es un gato de lo más educado.
Nekomata pertenecía a la raza bobtail japonesa. Su rabo mediría unos 10 centímetros pero lo tenía tan enrollado y tan peludo que parecía un pompón en vez de la cola de un gato. Tenía el pelo blanco con manchas negras, unas orejas anchas y una costumbre curiosa que hizo las delicias de Silvia: cuando Nekomata se sentaba, levantaba una patita delantera de tal manera que parecía imitar un saludo humano.
—Sí, a Jorge también le gusta.
—Claro, a Jorge le hubiera gustado, princesita —contestó Félix sin darle importancia al tiempo presente utilizado en la frase, sin embargo, Amanda reparó en la cara de su hija cuando su padre le corrigió y en la mirada de complicidad que dirigió al gato.


Aquella fue la primera noche que Amanda durmió mal. Se levantaba sobresaltada para despertar en la oscuridad de su dormitorio, sin saber qué la había arrancado del sueño pero con una sensación extraña que no conseguía quitarse de encima. Entraba en la habitación de Silvia para comprobar que dormía y que había vuelto a dejarse abierta la puerta del armario. Bajaba a la cocina a beber un trago de agua y cerraba los ojos de nuevo envuelta entre sus sábanas. Pero aquella sensación nunca se iba, sólo la normalidad de la luz del día apaciguaba el instinto que la mantenía insomne.
Una mañana, Silvia se puso a enredar en el garaje y se llevó a su habitación los trofeos que Jorge había ganado en el instituto. Una medalla de ping-pong y dos copas de fútbol sala ocuparon la estantería que antes llenaban sus muñecas.
Cuando Amanda se encontró con el cambio de decoración supo que había encontrado el tope de sus fuerzas. Ni los lloros de Silvia, ni las razonables palabras de Félix la disuadieron de que aquellos objetos acabaran de nuevo en el fondo del garaje. No podría soportarlo y no estaba dispuesta a que cada día le recordaran su pérdida.
Silvia intentó encontrar en su padre un aliado.
—Son de Jorge y él quiere verlos.
—Sí princesita, son de Jorge pero ya no puede verlos.
—Sí que puede, Nekomata lo trae a mi cuarto por las noches, papá. Se pondrá triste si no los ve en la estantería.
—No, cariño, si se ponen en la estantería es mamá la que se pondrá muy, muy triste y no queremos que llore ¿verdad?
—Pero papá…
Félix arropó a su hija y le deseó buenas noches, dejándola con la palabra en la boca y temiendo que la idea de la mascota no hubiera paliado la carencia de su hermano como él esperaba.
Cuando llegó a su cama, Amanda lloraba.
—No soporto a ese gato, me da malas vibraciones y Silvia está aún más extraña desde que lo tiene. Por favor Félix, deshazte de él, no lo quiero en casa, no lo quiero en casa… no lo quiero en casa.
Por toda respuesta su marido la abrazó. Amanda estaba al borde de la depresión nerviosa y no era la primera vez que pasaban por eso. Ningún gato, por muy japonés que fuera, valía el que sus nervios saltaran por los aires, después de todo, Silvia era pequeña y podrían recurrir a mil excusas que explicaran la desaparición de Nekomata.
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Amanda se levantó sobresaltada, pero esta vez estaba segura que un ruido la había despertado. Félix dormía su lado, lo movió un poco pero cambió de postura sin despertarse, estaba completamente dormido.
 Volvía a tener aquella sensación de alerta en su cerebro, algo intangible que le advertía de que algo iba mal, Nekomata llevaba tres días sin aparecer por casa —los gatos son muy curiosos y se escapan para ver mundo, princesita— y allí estaba ella, de pie en el pasillo, con los cinco sentidos alerta y una intuición negra y pesada que le hacía arrastrar los pies.
Algo dobló la esquina que conducía a la escalera. No pudo verlo, una silueta confusa entre las sombras que, sin embargo, estaba cargada de familiaridad.
Bajó con cautela, temiendo encontrarse con cualquier cosa menos con lo que se encontró. No estaba preparada para aquel golpe.
Sentado en el último peldaño de la escalera, iluminado por la luz de la luna que entraba por la ventana de la cocina, esperándola como si no tuviera otra cosa que hacer, estaba Jorge. Su Jorge. Con la ropa que le gustaba ponerse los fines de semana que no tenía pensado salir, con el pelo recién cortado, con los ojos más tristes que había visto en su vida.
Amanda trató de abrazarlo y su hijo se desvaneció entre las sombras, con sus ojos fijos en los de ella. Y entonces Amanda gritó. Un grito desgarrado, profundo y totalmente silencioso, como en la peor de sus pesadillas.
Subió a gatas la escalera, ahogándose en sus propias lágrimas, con la garganta dolorida por el esfuerzo y el alma desgarrada por la imagen.
Silvia tampoco dormía. Incorporada en su cama miraba la puerta abierta del armario y ni se inmutó al verla entrar. La ventana del cuarto enseñaba un cristal hecho pedazos y Amanda recordó el sonido que la había despertado. Lo que sus ojos vieron a continuación la mantuvo paralizada, literalmente, sin capacidad alguna de reacción.
De la puerta abierta del armario volvió a aparecer su hijo y esta vez sus ojos tristes miraban a su hermana. Con las manos extendidas se dirigió a la niña y las sábanas se deslizaron sobre su cuerpo por sí solas. Silvia no parecía asustada, su vista se perdía en el interior del armario como si esperara que algo más saliera de allí.
Amanda observaba aterrada, pensó que su hija no veía a su hermano y eso la tranquilizó pero sus temores se vieron realizados cuando sus manos se agarraron. Silvia continuaba sentada pero ahora su cuerpo no tocaba la cama como si el contacto con la mano de Jorge la posibilitara para flotar en el aire. Su madre se negaba a ver aquel espectáculo siniestro, intentó cerrar los ojos, pero ni siquiera sus párpados la obedecían.
Sus hijos seguían atentos al interior oscuro y desordenado del armario hasta que, de una forma totalmente inexplicable para Amanda, Nekomata salió de él con sus andares elegantes y su mirada de gato japonés.
Cuando llegó frente a sus hijos, el gato se sentó levantando la pata delantera —ahora estará saludando a los niños de todo el mundo, princesita— y dejó sonar su maullido suave, ocultó su saludo y se sentó como todos los gatos normales del mundo —habrá ido a visitar a sus amigos los otros gatos, princesita— y de pronto aquella cola tan parecida a la de un conejo, comenzó a crecer y a dividirse en dos.
Amanda no podía creer lo que estaba viendo. Las dos mitades de aquella cola se movían formando una danza diabólica y aquel ser, que antes podía pasar por un gato japonés de la raza bobtail, ahora se erguía y era capaz de caminar sobre sus dos patas traseras.
Amanda lloraba. Lo único que se movía en su cuerpo eran sus lágrimas resbalando y su corazón martilleándole las sienes. Los brazos y las colas de Nekomata bailaban en una coreografía absurda que hacía que sus hijos lo siguieran a través de la ventana rota que daba al callejón, donde los gatos normales revolvían en los cubos de basura. Sus dos hijos, su hijo muerto y su pequeña viva.
Cuando Félix despertó y vio que Amanda no estaba en la cama fue en su busca, a través de la casa silenciosa, entre las sombras del pasillo y la encontró en la habitación de Silvia, arrodillada frente a la ventana, totalmente inmóvil, con unos ojos vaciados de miradas y la cara ensuciada por el llanto.
Amanda nunca más volvió a hablar. Ni siquiera cuando escuchó el grito sonoro y desgarrado de Félix al descubrir el cuerpo de su princesita abajo en la acera.

Y, tal como nos decía Ángeles, aquí está la pista de audio donde se escucha radiado el relato.
UNA MASCOTA ESPECIAL

miércoles, 27 de noviembre de 2013

La mujer atrapada II

Ya decíamos, al abordar el primero de estos artículos, de qué modo el libro “Mujeres que corren con los lobos” explicaba el síndrome de la “mujer atrapada”.
         El cuento mostrado en ese capítulo servía para ilustrar el proceso: la cultura dominante desprecia nuestros dones naturales e instintivos y a cambio nos introduce en un modelo de vida provisto de rígidas y definidas normas donde se nos hace encajar.
         Alejadas de nuestros instintos, enseñadas a renegar de nuestras intuiciones, perdemos la clara noción que poseíamos sobre lo que nos conviene o no, sobre dónde se hallan los peligros, cuál es nuestra voz auténtica y por qué no debemos perder la legítima admiración ante ella.
         Nuestros instintos, de manera natural, nos empujan a la huida ante cualquier situación que pueda resultar lesiva para nosotras, impulsan nuestra rebeldía, la lucha y la acción de la búsqueda. Pero, en cambio, la excesiva domesticación embota esos saludables instintos y nos inculca la resignación o, en muchos casos, al menos el silencio, la negación de nuestros sueños, necesidades y, en suma, de nosotras mismas.
         Uno de los más peligrosos engaños que pueden acecharnos en tales circunstancias es la ensoñación, el sumergirnos en dudosas fantasías como alternativa a cualquier acción que de veras pueda cambiar lo que estamos viviendo. La fantasía entendida en este sentido, no esa otra clase de imaginación creativa y positiva que nos lleva a plasmar fuera lo que tenemos dentro; es una de las trampas más paralizadoras que existen.
Y puede que este fuera el caso de nuestra siguiente poeta suicida, SARA TEASDALE, a la que dedicamos el artículo de hoy.


Sara Teasdale nació en 1884 en St. Louis, Missouri, y murió en 1933 en New York, con 48 años. Es considerada una de las grandes poetas líricas norteamericanas, reconocida y valorada ya en vida.
         Siempre tuvo una salud delicada, lo que hizo que no fuera al colegio hasta los 14 años. Su primer poema, y más tarde su primera colección entera, se publicó a los 21 años. Su segunda colección cuatro años después, en 1911. Tuvo una buena acogida por parte de la crítica.
         Durante los siguientes años Sara fue cortejada por varios hombres, uno de ellos, el poeta Vachel Lindsay, cinco años mayor que ella, estaba profundamente enamorado de ella, y ella debía de estarlo de él porque intercambiaron entre ellos una serie de cartas románticas y maravillosas. Pero Vachel no le podía ofrecer un futuro muy prometedor ni la estabilidad a la que, normalmente, una mujer de su clase tenía que aspirar. Y así, en 1914, Sarah se casa con otro de sus pretendientes, el exitoso hombre de negocios Ernst Filsinger. No sería nunca un matrimonio feliz, durante su convivencia Sara se sentiría a menudo sola y abandonada, debido a las frecuentes ausencias de su esposo y, quién sabe, tal vez a su indiferencia (si hay que tener en cuenta el poema que dejó para él en el momento de su muerte).
         La tercera colección de poemas de Sara se publicó en 1915, de nuevo con éxito. Al año siguiente, 1916,  los Filsinger-Teasdale se trasladan a New York e instalan allí su hogar. Recibe el Premio Pulitzer en 1918 por su colección de poemas Love Songs. 
         Y mientras, Sara se siente cada vez más sola y desgraciada en su vida personal. En 1929, durante un viaje de su marido, se muda a otro estado durante 3 meses, lo que era un requisito necesario para poder solicitar el divorcio. Después de hacerse este efectivo regresa a New York y reanuda su amistad con Vachel, entonces casado y con hijos y agobiado por problemas económicos y por una salud en declive, circunstancias que le llevarían al suicido en 1931, bebiendo de una botella de desinfectante. Sara lo haría dos años después, el 29 de enero de 1933, ingiriendo una sobredosis de pastillas para dormir.

Todos sus biógrafos han reflejado el fuerte contraste existente entre el apasionado y romántico signo de su poesía y la frialdad de su vida, predecible y vacía, como mujer casada. 
         Yo creo que lo cierto es que Sara hizo en un momento de su vida una elección fatal: hizo lo que “tenía” que hacer, según los preceptos en los que había sido educada y según lo que la sensatez social dictaba; en vez de hacer lo que le aconsejaban su instinto y su corazón. Eligió al hombre conveniente en vez de al hombre al que amaba, y luego se dedicó a dar rienda suelta a su auténtico “yo” a través de su obra creativa, sin hacer nada en el mundo real hasta que fue demasiado tarde. Se “entretuvo” en su fantasía mientras la vida se le escapaba. Y eso llegó a hacerla tan desgraciada que no quiso y no pudo seguir viviendo. 
         ¿Hubiera sido su obra de otro modo si la elección hubiera sido diferente? No podemos saberlo, pero lo que parece seguro es que, al menos, su vida hubiera sido más feliz, y pudiera haber escrito otro final para ella.

Aquí tenemos uno de sus poemas más famosos, recogido más tarde en un relato de Ray Bradbury titulado igual:



Y aquí el poema que dejó para su marido, encontrado en un blog muy interesante, con un artículo dedicado a ella y firmado por Ancrugon, donde se puede encontrar más información sobre Sara Teasdale (aunque algunas fechas no coinciden).

NO ME IMPORTARÁ

Cuando sepas que he muerto y el Abril luminoso
sus mojados cabellos sobre mi tumba agite,
aunque a mi lado inclines tu corazón en ruinas,
ya no me importará.

Tendré la paz que tienen los árboles frondosos
cuando la lluvia comba sus generosas ramas;
y estaré más callada y el corazón más frío
que lo que ahora estás.

El blog se llama EL VOLUMEN DE UNA SOMBRA.

viernes, 22 de noviembre de 2013

Mujeres que se escriben

Iniciamos hoy sección, tal como habíamos prometido (este plural mayestático me viene que ni pintado XD).


Mike Licht sobre el Vermeer "Mujer escribiendo una carta y criada"

Y nuestra estrella invitada de hoy es…
SANDRA PARENTE (Toulouse, Francia, 1980) Historiadora, arqueóloga y galogalaíca. Cuando publiqué mi primer poema no era aun mayor de edad y escribía en francés. Con los estudios universitarios me cambié de país y de idioma, centrándome  más en la “escritura académica” con la redacción del Trabajo de Investigación Tutelado de los cursos de doctorado y algunos artículos centrados en la esclavitud en época romana. Me dediqué a partir de entonces a la arqueología profesional y hace apenas 3 años que volví al redil de la escritura creativa, garabateando relatos y asomándome ahora al abismo novelístico.
Publicaciones literarias:
·         «Au nom d’une invention» en Visions cristallines, Bibliothèque internationale de poésie, 1998.
·         «La historia de un Augusto ignorado» en Acerca de la virtud en la época trágica de los griegos y otros relatos, Hislibris , IV concurso de relato histórico, ediciones Evohé, 2012.
·         «Hoy» en Certamen de microrrelatos pluma tinta y papel, diversidad literaria, 2012
·         «El monje y la pulga», en «El monje y la pulga y otros relatos», Hislibris, V concurso de relato histórico, ediciones evohé 2013. 

LCE -Muy buenos días. ¿Cómo te encuentras hoy, animada para responder a  nuestra primera entrevista?
SP – Buenos días. Desde luego, animada ante el reto de tu entrevista. Gracias por la invitación.
LCE –Bien, hoy abrimos sección en el blog, con vocación de convertirse en un espacio fijo donde conocer y dar voz a un puñado de autoras hispano-hablantes (o que escriban en lengua española), que nos van a servir de ejemplo sobre estilos de escritura, gustos y opiniones sobre el tema literario general.
Principalmente les haremos responder unas cuantas cuestiones sobre aquellos aspectos en los que trata de indagar este blog: todo lo relacionado con la “Literatura escrita por mujeres”.
Empecemos pues con la primera pregunta: ¿Por qué y cómo empezaste a escribir?
SP – No lo sé muy bien. Cuando tenía ocho años me encantaba la mitología grecorromana y, también, la máquina de escribir de mi madre. Supongo que ahí empezó todo, contando a mi manera aquellas historias que me fascinaban. Luego vino la introspección propia de la adolescencia y me centré más en la poesía. Abandoné la escritura con la universidad y hace unos pocos años, volví.
Resulta bastante complicado explicar el origen del ansia por escribir. En mi primera etapa por imitación de lo admirado, supongo, en la segunda como medio catártico y en la tercera… por recuperar algo que siempre me había gustado y entretenido hacer: narrar historias por medio de la escritura.
Creo que adoro ese momento de soledad en el que se enciende una bombilla en tu cabeza y la concentración es tal que no existe nada más en el mundo que el papel y tú, mientras cada idea, en una especie de proceso alquímico, se transmuta en palabras, esperando pacientemente su turno para ser primero escritas y luego, cuando ya el proceso electivo de palabras ha finalizado, inscritas, como un epígrafe en piedra. Si el resultado es bueno o no, es otro tema, pero a mí me atrae y me gusta esa magia. 
LCE - ¿Cómo definirías tu estilo? ¿Crees que ha variado a lo largo del tiempo?
SP – Es complicado hablar del propio estilo. Pienso que me falta bastante perspectiva para poder hacerlo con acierto. Creo que aún busco mi voz. Mi estilo sin duda ha cambiado en los últimos dos años. Digamos que en un principio pecaba un tanto de barroquismo, sobreadjetivando mis textos y llegando a un resultado algo decimonónico. También obviaba demasiado los diálogos que considero, en la actualidad, fundamentales para otorgarle ritmo a una narración.
Hoy en día, me gusta que mis textos puedan entenderse sin un diccionario al lado, aunque le otorgue importancia a la precisión en el lenguaje. Soy capaz de escribir cosas que no tienen nada que ver en las formas. Lo que reconozco es que suele haber elementos comunes en mis narraciones: la infancia/juventud como marco para la conformación de la personalidad de un protagonista o crear leitmotivs a lo largo del relato para despertar algo en el lector. Por otro lado, me gusta jugar con los tipos de narración y los puntos de vista, creo que otorga riqueza y dinamismo a un texto. De hecho, reconozco que tengo cierta obsesión con hallar ese dichoso dinamismo. No quiero que el lector se aburra mientras me lee. Al fin y al cabo, mis textos no son más que un grano de arena en medio de un infinito universo literario (y digo bien infinito, porque siempre está en expansión) y fácilmente, el lector puede decidir dejarlo y empezar con otra cosa, a la vista de la ingente oferta.
LCE - ¿Crees que tu escritura posee algún rasgo específico por el hecho de ser mujer?  Y si es así, ¿cuál crees que pueda ser?
SP – Creo que no, pues me han dicho, en más de una ocasión, que creían que tras mi escrito había un hombre, quizás porque suelo elegir protagonistas masculinos. De hecho, tú misma me lo comentaste una vez. Igualmente y aunque quizás esté equivocada y pueda herir susceptibilidades masculinas, creo que las mujeres tenemos más fácil meternos en la piel de un hombre para recrearlo —al fin y al cabo, son y han sido los protagonistas y autores de la gran mayoría del material creativo que hemos ido incorporando a nuestro bagaje cultural— que al revés. Y eso, nos facilita la tarea. 
LCE - ¿Te has sentido discriminada alguna vez en el mundillo literario?
SP –Apenas es que estoy adentrándome en este mundo aunque me he fijado en que suele haber más hombres que mujeres. Hasta la fecha me he movido, en más de una ocasión, en ambientes eminentemente masculinos y he tenido que aprender a defenderme.
LCE – Y ahora cambiemos de tercio: ¿Qué género literario prefieres?  ¿O eres en cambio de esos autores que no quieren ser encuadrados en uno concreto?
SP –Como lectora leo un poco de todo: novela histórica, realismo mágico, ciencia ficción, literatura fantástica, fantasía, escritos históricos, antropológicos etc. A la hora de escribir (lo cierto es que no creo haberme ganado el apelativo de escritora…aún), me gustan principalmente tres: novela histórica, realismo mágico y literatura fantástica. Por otra parte, me agrada mezclar elementos de diferentes géneros. No creo en los límites nítidos, suelen ser invenciones teóricas.  Nos gusta mucho sistematizar el conocimiento para poder situarnos con más facilidad.
LCE - ¿Qué objetivos te marcas como escritora?
SP – Supongo que, primero, ganarme ese apelativo. Tengo la suerte de saber que podré contar con el respaldo de una editorial para publicar. Me quedan algo más de dos años para hacerlo y esa es mi intención.
LCE - ¿Algo más que quieras contarnos?
SP – Quería hablar sobre el relato que presento a continuación. No está muy en la línea de lo que suelo escribir en la actualidad. Está aquí por varios motivos. Primero decir que le tengo cariño. Fue el segundo relato que escribí luego de volver a hacerlo. Le di unos pequeños retoques hace un tiempo pero, admito que lo elegí (hablando de géneros) por tener ciertos toques fantásticos. Dicho esto, espero que guste, aunque sea un poco.
Gracias por la invitación y te deseo muchos éxitos.
LCE – Gracias a ti, un verdadero placer. Has dado unas respuestas muy interesantes, que creo te definen bien como escritora. Y ahora pasamos al relato en cuestión, que tenéis publicado bajo esta entrada.
Saludos de buena mañana y hasta la próxima semana (esto, naturalmente, hay que imaginarlo como si estuviera dicho en la radio).

El Tiki

Sandra Parente.



Cooper O’Donnell todavía estaba incrédulo ante lo sucedido. Lo ocurrido semejaba una vorágine de acontecimientos que se habían entrelazado hasta aquel punto de inflexión, aquella ruptura siniestra en la paz que regía en su plácido pueblo natal de New Hampshire, en Nueva Inglaterra. La vida de policía en Wentworth nunca había sido verdaderamente apasionante, y Cooper, a veces, se había lamentado de la enervante tranquilidad que dominaba su existencia. Sin embargo, nunca hubiera deseado que algo así acaeciera.
         Coop, tal como le llamaban sus amigos, era un hombre espigado, de delgada constitución. Siempre había destacado por el color cobrizo de sus cabellos y las pecas que salpicaban su rostro ovalado. Entró en los terrenos de la mansión decimonónica que se alzaba en lo alto de una prominente colina. Los automóviles y carruajes de la policía que se afanaban cual abejas se iban ya retirando. Un agente se acercó a él entregándole un paquete.
         —Es su diario y el informe que esperaba —afirmó escueto.
         Cooper lo guardó en el bolsillo interior de su gabán y acortó la distancia que le separaba del porche de la casa, en el que tantas veces se había sentado a hablar con su amigo de infancia, William. Tomó una profunda calada de su cigarrillo, lo tiró con despreocupación al suelo y llamó entonces a la puerta.
         Una mujer delgada, de unos treinta y cinco años, fue quien le abrió. Tenía un iris verde profundo que destacaba sobre su enrojecida retina y su pulcra piel blanca. Encima de sus hombros, caía en cascada una cabellera morena.
         —Coop, eres tú —expresó con cierto alivio—. No paran de entrar y de salir policías. Todo es un caos. Todo.
         Cooper ingresó tras ella en la mansión.
         —Tranquila, Helen. Estoy aquí para ayudarte.
         —Pero no entiendo nada de lo acontecido, Coop. No puede ser, aún no me lo creo. No de él.
         — Yo tampoco entiendo nada de lo sucedido. William…—continuó el hombre titubeando—. En verdad, me preocupaba últimamente. Luego de que se hundiera la bolsa no parecía el mismo. Pero nunca pensé… —El policía tomó una honda bocanada de aire negando—. Siento mucho no haber podido llegar antes —Ya lo había repetido y se había disculpado hasta la saciedad. Helen iba a interrumpirlo pero Cooper negó—. En verdad, Helen, no solemos hacer esto, pero los trabajos de registro en vuestra mansión dieron sus frutos y resulta que William tiene un diario. Estuve a punto de empezar a leerlo en la oficina pero… me sentía mal haciendo esto a tus espaldas y luego de lo ocurrido. Sé que no debería hacerlo pero creo que deberíamos leerlo juntos.
         Helen asintió seriamente. —Vamos entonces hasta el estudio, estaremos más cómodos.
         Le guió por la mansión hasta llegar a aquella habitación en la que William siempre recibía a sus invitados. Cooper, tras sentarse, y mientras Helen le estaba sirviendo una copa de whisky, no pudo dejar de observar aquel lugar. Estaban rodeados de libros, cuya temática el policía sabía recurrente: vudú, embrujos, mal de ojo, cultos primitivos. Una multitud de objetos extravagantes saltaban a la vista.
         William, tras hacer fortuna, se había empecinado en querer coleccionar toda clase de artefactos exóticos y variopintos, desde tótems indios, pasando por estatuillas mesoamericanas, máscaras cultuales africanas, ídolos amazónicos o extraños jeroglíficos egipcios. Cooper, aún avergonzado por los acontecimientos, se perdió un instante en su vaso hasta que alzó su mirada preocupada hacia Helen. Tomó un nuevo cigarrillo, lo encendió a continuación y, tras el chispazo del fósforo, sacó de su bolsillo el diario de William Wilshire. Con cierta curiosidad y aprehensión, empezó a leerlo.

Me llamo William Wilshire, nací en Wentworth, Nueva Inglaterra, en 1896. Desde mi más tierna infancia he sido un idealista, un soñador, dueño de una fortuna desigual, vehemente, incapaz de seguir unos estudios tradicionales. Durante veintiún años viví a la sombra de mi hermano Christopher, e incluso, de la de mi amigo Cooper. Christopher siempre era el mejor de los tres, víctima de una adulación social sin igual. Él era superior en los deportes, en los estudios e incluso en el amor, pues hasta me había arrebatado a Helen. Veintiún largos años… Ese fue el tiempo en el que la suerte no quiso acompañarme, en el que la fortuna ambicionó serme esquiva. Sin embargo, todo cambió una noche de junio de 1917. Ese fue mi mayor logro, el don que quiso proporcionarme la vida, pues esa noche conseguí el Tiki”.

Cooper levantó un instante los ojos, recordando aquellos sucesos. Su mente se escapó mientras leía el relato de William.
         Era una noche cálida, tanto que, aunque fuera paradójico, se agradecían las gotas de sudor que resbalaban por la piel. Estaban en los trópicos, enrolados en la marina en plena Gran guerra, él y sus dos amigos inseparables de infancia. Habían desembarcado en la pequeña y exótica capital de la isla de Raiatea, Uturoa. Sólo pensaban en divertirse y olvidar los días de encierro en el barco. Christopher era el que tenía más papeletas para granjearse el favor de una de las bellas lugareñas de tez olivácea, aunque William, según pensaba Cooper, no tenía mucho que envidiarle. Era un chico alto, de profundos ojos oscuros que contrastaban con el dorado de sus cabellos. Will era dueño de una sonrisa perfecta que podía encandilar a cualquiera.
         Habían decidido entrar en una animada cantina para tomarse unas copas. Los efluvios del alcohol se habían ido acumulando y los tres jóvenes estaban ciertamente acalorados. Fue en ese instante cuando un indígena desgarbado se había acercado a ellos, enseñándoles una pequeña estatuilla de madera tallada con rasgos tribales incisos. Entre las toscas manos del fetiche, unidas sobre el abdomen de la figura, se hallaba una lanza prominente.
         —Es un tiki —afirmó el indígena— Es un objeto sagrado en las islas bajo el viento. Lo encontré en el antiguo marae de la isla —dijo refiriéndose a los templos, en los que, antiguamente, los indígenas adoraban a sus dioses por aquellas latitudes—. Os dará suerte. Dice la leyenda que con un sacrificio humano el tiki entregará fortuna a su portador. Pero eso lo dicen las leyendas. Mi abuelo contaba que nunca conoció a nadie que tuviese un tiki que no tuviera suerte.
         Los tres chicos se lo habían tomado a broma y empezaron a burlarse de aquel hombre.
         —Yo te lo compraré —se adelantó William interrumpiendo— Así me acostaré con todas las putas de Raiatea. Si te bajas los pantalones, yo te la compro.
         Aquella frase había suscitado las carcajadas de sus amigos. El hombre parecía desesperado por obtener dinero e hizo lo que William le sugería. Cooper no dejaba de tener ciertos remordimientos por la forma en que se habían aprovechado de él, escudándose su consciencia, en su ebriedad. La mente del policía volvió a hundirse en el relato de William.

No le di mayor importancia a aquel objeto, hasta una noche en la que estábamos a punto de arribar al puerto de Nueva York. Estábamos en nuestros camarotes, limpiando nuestras armas tras un ejercicio. Comentábamos algunos sucesos del día, y, de repente, nos acordamos de aquel hombre en Raiatea, y de cómo se había humillado ante nosotros. Saqué el tiki del fondo de mi mochila para que todos lo observáramos un instante, y tras reírnos por las ocurrencias de mi hermano sobre su grotesco aspecto, seguimos limpiando nuestras armas. Todavía recuerdo nítidamente mi pensamiento en aquel instante. Christopher estaba frente a mí, sonriendo y hablando mientras pasaba un paño por su revólver. Una idea había acudido con fuerza a mi mente… ¿Y si el arma de Christopher se disparaba, cambiaría mi suerte? ¿El tiki lo consideraría un sacrificio?”.

En aquel instante, Cooper tomó una profunda bocanada de su cigarrillo.

Repentinamente, se escuchó un estruendo. La sangre y la carne salpicaban cada rincón de aquel camarote. No había sido el arma de Christopher, sino la de Cooper la que se había disparado. Mi amigo estaba llorando desconsoladamente, tirándose sobre el cuerpo inanimado de Christopher, mientras mi vista, como llevada por una fuerza superior, se había clavado sobre el tiki teñido de rojo por la sangre de mi hermano. Aquello fue ciertamente un regalo del destino, y de facto, mi vida cambió gracias a aquel hecho fortuito…”.

—¿Pero cómo? —preguntó Helen totalmente anonadada ante lo que estaba escuchando.
         Cooper, por su parte, se estaba arrepintiendo por no haberse dado cuenta antes, echándose una mano sobre la cabeza.
         —¡Maldito loco! —No pudo evitar jurar. Aquellos sucesos se habían convertido en una losa que nunca había sido capaz de dejar de arrastrar. William le había apoyado, pretendiendo sacudir aquel sentimiento de culpabilidad que, según decía, era absurdo dada la naturaleza accidental de los hechos. Pero conforme transcurría la lectura, parecía que William desvelaba algo más.
         —¡Estaba agradecido! —exclamó Cooper negando repetidamente y mirando entonces a Helen que temblaba horrorizada. Posó su mano sobra el trémulo brazo de la mujer. —Es difícil creerse esto. Hay que ser fuertes Helen. La verdad es dura pero entenderemos mejor lo que pasó y a lo mejor podremos descansar.
         —No puedo Coop, no puedo, al menos ahora no. —Lamentó negando reiteradamente—. Todo es demasiado reciente para mí… Y esto... Esto supera mis fuerzas. Sigue aquí leyendo, te esperaré abajo.
         Helen, tiritando, se levantó sin dar opciones a Cooper, escapando de las palabras de William y de la verdad.
         Cooper, tras quedarse solo, tomó otro largo trago de su copa de Whisky para asimilar la lectura. Decían que ese alcohol era un buen digestivo, así que insistió dando otro trago para volver a inmiscuirse en los recuerdos y pensamientos de su desconocido amigo William.

De hecho, no estoy tan seguro de que lo sucedido fuera fortuito. En mis investigaciones, he descubierto que el espíritu de un tiki, sintiéndose en manos seguras, puede revelarse ante su dueño. Eso fue, sin duda, lo que ocurrió en aquel camarote. El Dios liberó a mi mente de sus ataduras para darle su sacrificio, castigando a Chris por sus palabras blasfemas.
         Mi vida dio entonces un giro drástico. Todavía no era consciente de mi suerte, y me sentía atormentado por la muerte de mi hermano, así como por mis pensamientos previos a ésta. Me di a la bebida y al juego. Aquello hubiera tenido que llevarme a la ruina, pero provocó mi fortuna. Tenía una suerte inaudita en el azar, y pronto me hice rico. Eso me ayudó a volver a asentar la cabeza, convirtiéndome también en el pilar en el que se apoyaba Helen que, finalmente, acabó saliendo conmigo. Todos aquellos hechos no podían ser meras coincidencias. Todo aquello era obra y gracia de mi preciado Tiki.


Me casé con Helen e invertí mi entonces pequeña fortuna en bolsa. Mis acciones subían como la espuma hasta que un día, empecé a obtener malos resultados. Fue entonces cuando recibí mi primera visión. Pude presenciar un fenómeno muy extraño, una ensoñación que no se asemejaba a nada conocido previamente. Me vi frente a un gran templo, de características similares al gran Marae de Raiatea, al que tantas noches de estudio he dedicado, pero las piedras hincadas que conformaban su cierre tenían proporciones descomunales. El templo poseía una extraña textura y color, y sobre éste se alzaba un enorme sol rojizo cuya luz ígnea lo inundaba todo. Me aproximé al gran marae y advertí cómo, ante mis ojos, se definía su monolítico y ciclópeo altar. Ahí reconocí al Dios Tiki, cuyos ojos llameantes se habían posado sobre mí. Me vi preso de un profundo terror. El pavor a lo ignoto inundaba cada rincón de mi alma. El Tiki no podía hacerme daño. Yo era y seguiría siendo su protegido. Yo lo cuidaría hasta mi último aliento. Sin embargo, su actitud no por ello dejó de ser intimidatoria. Finalmente, sus labios se despegaron y formularon un pedido, casi un ruego. Mi preciado Tiki volvía a necesitar sangre.
         Me desperté con el cuerpo bañado en sudor, dirigiéndome hacia mi biblioteca cada vez más nutrida en libros. Estudié, detalladamente, cada pormenor de los sacrificios rituales que realizaban los indígenas de las islas bajo el Viento. No me fue muy difícil, a la noche siguiente, contratar los servicios de una prostituta, y borrar todo rastro de mi oblación”.

Cooper tomó una honda calada del cigarrillo que estaba fumando, seguido de otro trago del digestivo whisky. Estaba incrédulo ante lo que estaba viendo. No conocía a William, sólo un espejismo suyo. Siguió leyendo aquel diario, aquellas oscuras confesiones que se sucedían una tras otra. William, su querido y apreciado amigo William, no era otro que el asesino de Concord. Toda la policía de Nueva Inglaterra había sido alertada de sus minuciosos métodos. Nunca habían encontrado ni la más mínima pista sobre su autoría. Los crímenes se sucedían sin que los investigadores hubieran podido establecer un patrón, aunque el asesino actuaba siempre siguiendo el mismo modus operandi. Los cadáveres aparecían rodeados de piedras, con una puñalada en el corazón y dos cortes en las muñecas, sin que hubiera ningún tipo de abuso sexual. El perturbado, el famoso “asesino de Concord”, no era otro que William Wilshire, quien a costa de la vida de esas mujeres había, según sus afirmaciones reiteradas en aquella abominación de diario, mantenido su buena suerte.
         Y era verdad que William poseía una extraordinaria fortuna, pues la bolsa se había convertido en su fiel aliada, habiéndose hecho inmensamente rico. Por otra parte, la vida le había dado dos preciados hijos. Nadie hubiera apostado por un tan terrible desenlace, pero el 24 de octubre de 1929, la fortuna le había dado la espalda a su más fiel discípulo. El llamado «jueves negro» había devastado y dilapidado buena parte de las acciones de Wilshire & Co. Un atormentado William hablaba a través de su diario.

No puede creerlo, lo he hecho todo por él, pero cada vez me pide más y se me aparece más a menudo. Alza su lanza contra mí, reclamándome la sangre de los míos. Me castigó. No podía hacer lo que me pedía, no podía siquiera creerlo. Pero ahora, no me queda más remedio que cumplir con sus designios. Amo a Helen, amo a mis hijos, Christopher y Kenneth, pero él lo quiere así, y me ha demostrado cuán grande es su poder. Esta noche lo haré”.

Cooper se tocó un instante la sien. Helen llegó a llamarlo por teléfono gritando aterrada. El policía acudió con presteza, pero sólo pudo salvar a la mujer de la demencia de su marido. Aquel hombre que poseía los rasgos de su mejor amigo estaba a punto de asesinarla, reparando rápidamente en los dos cuerpos cándidos y desfigurados por la muerte, tumbados sobre las finas alfombras persas.
         Las imágenes de aquel rito cruento, el tacto del gatillo del arma cediendo bajo sus dedos, los gritos, llantos, el eco de sus disparos, el olor a pólvora quemada y a sangre que lo impregnaban todo, lo acosaban y no dejaban de atormentarlo. Cooper no podía detener el cauce desbocado de sus recuerdos, ni atajar el infame remordimiento por no haber sido capaz de salvar aquellas dos vidas inocentes sesgadas por la inconsciencia de William. Un William poseído con el que él mismo, atónito y asqueado por lo que estaba viendo, había tenido que acabar. Entre las manos del cadáver del obcecado asesino había encontrado aquella maldita estatuilla.
         Ahora se daba cuenta de que la obsesión, del que había sido su amigo, por aquellos cultos extravagantes, iba más allá de la razón. Había consumido la vida de William Wilshire, un hombre desconocido, un demente asesino al que hubiera confiado su propia vida sin dudar, durante tres décadas.
         Cooper se sintió presa de una terrible furia impotente e iracunda, empezando a tirar aquellos objetos que William había reunido con tanta avidez. Rompía, destrozaba, asolaba, aniquilaba todo lo que caía bajo sus manos. Exhausto y jadeante, se sentó, tomándose la cabeza entre las manos mientras sentía la sal entre sus labios. Se quedó callado e inmóvil, salvo por los leves temblores espasmódicos que lo sacudían de vez en cuando. Tras unos largos minutos, con la mirada perdida se sirvió otra copa de whisky que se tomó de un expedito trago. Helen, que había acudido con presteza al escuchar el ruido de los destrozos, parecía una estatua de sal bíblica que lo observaba silenciosa y angustiada. ¿Tampoco él era quién creía?
         Cooper se pasó la mano por su perlada frente, sintiendo la necesidad imperiosa de encender otro cigarrillo, y tras el fulminante repiqueteo de la cerilla contra el rugoso cuerpo oxidante, insufló una honda bocanada expulsando una nube de humo. Tomó entonces el segundo sobre que estaba en el paquete entregado por el agente al llegar a la mansión. Abrió el esperado informe pericial que ahora le era indiferente y tras leer su contenido, se echó a reír, poseído por una carcajada lúgubre.
         —¿Qué te pasa Cooper?— preguntó la mujer asustada.
         El policía fijó sus ojos en los de ella, arrugando el sobre con la mano mientras bufaba.
         —El maldito tiki, es falso Helen. El tiki es falso.

Dibujo de Damián Geisser

lunes, 18 de noviembre de 2013

Mujeres que se escriben

Inauguro NUEVA SECCIÓN.
A partir de este próximo viernes habrá un lugar en el blog donde dar voz a una serie de autoras invitadas. MUJERES QUE SE ESCRIBEN reunirá relatos, poemas, artículos (o lo que cada una prefiera), de mujeres que escriben y se escriben a través de sus palabras.



Empezaremos conociéndolas en cada entrada: ¿Por qué y cómo empezaron a escribir? ¿Cómo definen su estilo y qué pretenden contar? ¿Qué género literario prefieren? ¿Qué objetivos se marcan?...
Y una breve biografía literaria donde nos cuenten lo que quieran sobre sí mismas.

Y empezaremos además de intercambio, con Sandra Parente, autora del blog LOS LUNES A LA LLUVIA. Ella será nuestra primera invitada. Ella y su relato: "Tiki"
Es en este blog, precisamente, donde encontraréis hoy, tal como anuncié la pasada semana, el primero de los artículos de "La mujer atrapada", sobre escritoras que vivieron su propia versión de Las zapatillas rojas.

LOS LUNES A LA LLUVIA: La mujer atrapada - 1



lunes, 11 de noviembre de 2013

Las zapatillas rojas

LAS ZAPATILLAS ROJAS
Estoy en el centro
de una ciudad muerta
y anudo las zapatillas rojas...

No son mías.
Son de mi madre.
Y de su madre.
Transmitidas como una herencia,
pero escondidas como cartas vergonzosas.

La casa y la calle que le corresponden
están escondidas y todas las mujeres también
están escondidas...

Anne Sexton. The Complete Poems.
Houghton Mifflin Company. 1981. New York.


Este poema de Anne Sexton aparece recogido en el capítulo que Clarissa Pinkola Estés le dedica en su libro "MUJERES QUE CORREN CON LOS LOBOS" al cuento tradicional de Las zapatillas rojas.
       El libro de Pinkola Estés, con el que llevo disfrutando muchos días, es un interesante tratado que nos revela el inesperado significado psíquico de los mitos interculturales que constituyen nuestra herencia colectiva. Se trata de un libro realmente "curativo", sobre todo para las mujeres, que nos ayuda a entender y a integrar diferentes aspectos psicológicos que la mayoría de las culturas se empeñan en arrebatarnos, o al menos los entierran tan hondo, tan hondo, que no podamos recuperarlos salvo en un acto de lucidez y osadía poco habitual.
       El cuento es en todas las culturas un vehículo de sabiduría privilegiado, recoge los arquetipos universales y sirve de ejemplo y parábola. En este caso, el de Las zapatillas rojas, se trata de un cuento que en su aspecto esencial está presente en distintas tradiciones y, por tanto, distintos idiomas. Dice, básicamente, así:


Una niña muy pobre, tanto que no tiene ni para zapatos, consigue fabricarse (en otros cuentos se los hace una rústica zapatera) con unos trozos de tela unas zapatillas rojas. Pese a su tosca factura, ella está muy orgullosa de sus nuevos zapatos, hechos por ella misma y a su gusto, que suponen una gran riqueza en su mundo frío y desamparado.
Un día va caminando por una senda por donde acierta a pasar un rico carruaje. Allí dentro viaja una anciana acomodada que se apiada de la niña y la acoge en su casa. Pero allí la pequeña tendrá que comportarse con arreglo a las normas que rigen en la vivienda y, para empezar, perderá sus zapatillas rojas y el resto de sus pobres pertenencias, descartadas por la anciana que las manda quemar en la chimenea.
Pasa el tiempo y llega el día de la confirmación de la niña (esto, supone Pinkola Estés, es un añadido más tardío al cuento. La confirmación podría simbolizar los primeros ritos iniciáticos que señalaban el paso de la infancia a la edad adulta, en el caso de una mujer la menarquia). La anciana acompaña a la niña al zapatero y, debido a su corta vista, le deja escoger unos brillantes zapatos rojos, totalmente inapropiados (según opinión dominante) para que una mujer modesta los lleve nada menos que en la iglesia. Pero la niña está tan encaprichada que, sin importarle nada más, se los pone de continuo y en toda situación.
Los zapatos están embrujados (aquí aparecen distintos personajes según las distintas versiones, pero todos simbolizan al diablo o al mal), y una vez que la niña los calza no puede dejar de bailar ni puede tampoco desprenderse de ellos. Esto es así en la iglesia, cuando muere su benefactora, cuando va por la calle... hasta que su desesperación llega a tal punto que le pide al verdugo del lugar que le corte los pies para librarse de la maldición de los zapatos rojos.
A partir de aquí podemos encontrar diferentes finales, pero todos apuntan a que la niña se arrepiente de su tozudez y acaba sus días virtuosa y "normal", es decir, dentro de la norma, al servicio de la iglesia o en una casa devota.

En la mayoría de las versiones, el cuento sirve de moraleja contra la presunción y la coquetería, y nos previene de los males que acechan a aquellas que dejan de ser "buenas chicas" y se atreven a salirse de madre.
       La interpretación que hace la autora de Mujeres que corren con los lobos es bastante distinta. Para ella todo empieza con la pérdida de las zapatillas rojas hechas por una misma, que simbolizarían los dones innatos que tiene cada mujer y también su capacidad instintiva; esa sabiduría ancestral e inconsciente que Clarissa llama "La mujer salvaje". Al encontrarnos apresadas por un sistema de valores, una cultura, que desprecia y reniega de esos aspectos (la anciana que acoge a la niña, que en principio la salva pero a la vez la domestica en exceso) y nos impone unos límites que muy a menudo chocan frontalmente con lo que somos, se produce una especie de hambre, de vacío, que nos aboca con mucha frecuencia a los excesos y los errores.
       Una criatura hambrienta toma lo primero que encuentra a mano en su camino, sin importar cómo de adecuado o letal sea para ella. Pero es que además las situaciones de cautiverio abotargan nuestros instintos y nos despojan de gran parte de las capacidades que nos alertan de los peligros.
       Así, Clarissa Pinkola Estés pone como ejemplo a algunas mujeres notables, valientes y creativas, que vieron su vida truncada por historias parecidas. Artistas como Janis Joplin, Billie Holliday, Anne Sexton, Sylvia Plath, Edith Piaf... que fueron arrinconadas por la cultura que las rodeaba, aplastado su espíritu por las exigencias de la opinión y los valores colectivos. Cuando se desataron... Bien, entonces ya era tarde y no supieron detenerse.

A mí, principalmente, me llama la atención el caso de las escritoras, poetas, que protagonizaron similares tragedias. Sobre todo las que acabaron suicidándose a una edad temprana, en situaciones y épocas muy cercanas.
       En sucesivos artículos trataré de analizar qué tuvieron en común, y cómo la influencia de los valores sociales, que sancionan en la mujer un espíritu creativo e individual, un exceso de arrojo, curiosidad y libre pensamiento, fueron determinantes para el trágico punto y final de sus carreras y sus vidas.
       Y lo haré iniciando una aventura que me ha propuesto mi amiga, la escritora Sandra Parente, para participar en su blog Los lunes a la lluvia como "estrella invitada". El siguiente artículo sobre "La mujer cautiva" aparecerá pues allí en pocos días.