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martes, 28 de abril de 2015

En este mundo traidor, nada es verdad ni mentira, todo es según el color del cristal con que se mira.

Ramón de Campoamor y Campoosorio



Buceando en la biografía de Zelda Fitzgerald me topé con un hecho curioso: las distintas versiones, incluso enfrentadas, que recibías de ella según el artículo que leyeras. Básicamente, la diferencia fundamental estaba en que mientras unos opinaban que su arte (fuera escritura, pintura o ballet, que las tres facetas cultivó) era valioso, otros la percibían como una mujer de cierta valía personal, icono de una época y musa indiscutible de su marido, pero mediocre en cuanto a cualidades literarias y pictóricas propias, sobre todo si la comparamos en la primera faceta con su genial y archirreconocido esposo.
         ¿Eran las obras de Zelda "buenas" de verdad, o eran simplemente correctas? ¿Tenían valor artístico?

Miro sus cuadros y me siento incapaz de contestar a esa pregunta.
         Claro, diréis; es normal, ya que tú no eres ninguna crítica artística. Mucho menos, una autoridad reconocida en ese ámbito. ¿Y sobre sus obras literarias? Aquí, teóricamente, podría aportar una opinión más fundada, pero aun así no sabría dar con una razón cien por cien segura para afirmar rotundamente un extremo o el otro. ¿Quién puede dictaminar con la autoridad necesaria el genio de algo o alguien? Muchos lo hacen, es cierto, pero casi siempre nos los creemos por haberse labrado ellos mismos una reputación de eruditos y expertos, no porque exista un instrumento de medida, un baremo objetivo e infalible, que apliquen en sus sentencias.

Ante tal estado de cosas no pude entonces sino recordar ese importante elemento subjetivo que ilustra tan claramente la cita de Campoamor. Ese "cristal" que interponemos inevitablemente entre la realidad observada y nosotros mismos, creado a base de conocimientos y experiencias, irrepetibles de un ser humano a otro.
         Es bien cierto sin embargo, pese a su evidente y demostrada importancia, que no solemos pararnos apenas en este aspecto, rara vez tenemos en cuenta el "instrumento de medida" que estamos empleando, de hecho, a la hora de hacer ese tipo de juicios.  Y, puesto que todo es subjetivo, máxime en cuestión de arte; puesto que no hay verdades universales que trasciendan incólumes modas y épocas, la conclusión crítica a la que lleguemos ante algo dependerá de manera irrevocable de los parámetros que utilicemos para enjuiciar ese algo.

Pero demos un paso más y relacionemos todo esto con mi área de estudio habitual: la literatura escrita por mujeres, como algo con entidad propia y sutilmente diferente de la literatura escrita por los hombres. Llegamos así, mis sufridos lectores, al meollo del asunto, para enfrentar el hecho de que ese "instrumento de medida" del que hablábamos, y que está calibrado siguiendo patrones históricamente masculinos, arroja resultados posiblemente sesgados y poco objetivos cuando se trata de catalogar y/o enjuiciar las obras literarias de las mujeres, muchas de las cuales no se ajustan a los patrones de lo que hemos aprendido a considerar como selecto o de calidad.
         ¿Por qué hablo de todo esto? ¿Merece la pena detenerse a considerar este punto? Responderé  a eso con un ejemplo.
         Hace poco topé con un artículo, compartido por algún colega en fb, de esos que elaboran listas siguiendo un criterio de calidad. Era en este caso: LOS 100 MEJORES CUENTOS DE LA LITERATURA UNIVERSAL
         De los 100 cuentos considerados los mejores por los creadores del artículo, elegidos entre exponentes de diferentes culturas y épocas (aunque he de decir que este último extremo no es muy preciso, ya que todos los autores son de los siglos XIX y XX), solo hay dos que hayan sido escritos por mujeres. ¿Casualidad?, podríamos preguntarnos. No parece muy probable. Yo, al menos, estoy convencida de que se trata de algo más, y de que tiene que ver precisamente con el color del cristal con que miramos.
         Ya que sabemos que hay y ha habido mujeres que escriben cuentos, el hecho de que sus obras no hayan sido incluidas en esta clasificación parece querer decir que no alcanzan el grado de excelencia de sus colegas masculinos, representados en la lista en un porcentaje del 98%.
         De semejante resultado se deriva de manera inmediata una consecuencia importante. Es de sobras conocido que lo que no se nombra no existe. Y así, como en este caso, la no presencia de las mujeres, su invisibilidad, nos invita a creer como de costumbre que no ha habido escritoras en la historia de la literatura. O que, caso de existir alguna, no ha sido sino un hecho aislado, una circunstancia extraña y anómala que no merece ser tenida en cuenta más que como excepción que confirma la regla.
         La realidad es otra.
         Principalmente a partir del siglo XIX, y desempeñándose concretamente en el género del cuento o relato, contamos con un plantel numeroso de escritoras y periodistas que el esfuerzo de los últimos tiempos va sacando a la luz. Sobre todo en el ámbito anglosajón, pero también en la literatura escrita en castellano.
         Solo por mencionar algunos ejemplos: Virginia Woolf, Margaret Oliphant, Edith Nesbit, Vernon Lee, Edith Wharton, Katherine Mansfield, Alice Munro, Angela Carter, Úrsula K. Le Guin...
         Y en nuestro idioma: Colombine, Carmen Martín Gaite, Concha Espina, Emilia Pardo-Bazán, Clarice Lispector, María Virginia Estenssoro, Yolanda Oreamuno, Ana María Matute, Blanca de los Ríos, Carmen Laforet...
         Luego, ya que no es cierto que no hubiera suficientes mujeres escritoras como para ser tenidas en cuenta en la clasificación de los mejores relatos de la Literatura Universal, y dado que es altamente improbable que tan solo un 2% de la literatura producida por ellas sea digna de consideración, tendremos que cuestionarnos la fiabilidad y justicia de los criterios empleados para dictaminar la calidad de unos y otros textos.

En una línea parecida a toda esta argumentación, es interesante considerar las opiniones que al respecto sostiene la escritora Clara Janés. En una entrevista surgida a raíz de su último trabajo: "Guardar la casa y cerrar la boca" (y que recomiendo vivamente: entrevista a Clara Janés), la autora nos habla del que ha sido importante leit motiv en toda su trayectoria, el esfuerzo por rastrear y rescatar del injusto olvido las principales obras de todas esas mujeres que utilizaron la escritura para expresarse a sí mismas, para mostrar al mundo sus inquietudes y sus opiniones sobre cuestiones políticas y sociales, sobre el amor, sobre el ámbito doméstico y el poco a poco conquistado espacio público. Janés denuncia el silenciamiento de la voz de esas mujeres, además de su simple existencia, que "fueron durante siglos sistemática, deliberada e injustamente acalladas". Y nos explica, como muestra del grado de injusticia ejercido, que en realidad, el primer escritor conocido en la Historia fue una mujer.

"Efectivamente. La escritura data de principios del tercer milenio antes de Cristo y en torno a 350 años después se sitúa el primer nombre de un autor del que tenemos noticia. Me llevé una gratísima sorpresa al comprobar que se trata de una mujer, una sacerdotisa acadia de nombre Enheduanna que era hija del rey Sargón, el fundador del Imperio Acadio. Esa primera poetisa, en el recinto del templo, emitía su voz fuerte, solemne, decidida, para imponerse a un entorno receloso e incluso hostil. Tras estos comienzos surgiría una escritura más sofisticada proveniente de China, Corea y Japón. Así pues es una realidad que fue una mujer el primer escritor conocido".

Ahora bien, Clara Janés nos muestra sin embargo una opinión que no comparto en esta última respuesta suya. A la pregunta: "¿Comparte la idea de quienes hablan de una literatura femenina, para diferenciarla de otra más dirigida al hombre?", Clara responde: "No estoy de acuerdo con esa afirmación. Pienso que cuando se hacen ese tipo de declaraciones se hacen por otro tipo de motivos ajenos a lo literario. Creo que hay que estudiar todo esto con seriedad y muy a fondo, acaso pueda haber algunas diferencias, pero hay mucho más en común. Lo fundamental es que hay que volver a aquello de que la literatura no sabe de géneros, sino de calidad o falta de calidad. Dicho de otra forma, hay literatura buena y literatura mala, esa es la principal diferencia".

Disiento bastante, por varios motivos. Para empezar, la pregunta está formulada de manera que se presta a ambigüedades. Yo prefiero siempre hablar de "literatura escrita por mujeres" en vez de literatura femenina, ya que la segunda opción se usa indistintamente con varios significados: el tipo de literatura que escriben las mujeres, o el tipo de literatura que va dirigida a las mujeres, o la que posee contenidos femeninos, esto es, la que se centra en las vivencias y experiencias de las mujeres, considerando casi siempre, eso sí, el "mundo femenino" en su sentido más tradicional. (***)
         Dejando claro este punto, mi objeción fundamental a lo que dice Clara Janés es que, contrariamente a lo que ella defiende, el intento de establecer características comunes o dispares entre la literatura escrita por mujeres y la escrita por hombres, constituye un tema tan fundamental y lícito como el estudio de lo que es buena o mala literatura, y que, de hecho y como comentaba al principio, ambos aspectos están muy relacionados.
         Si será importante que, solo con que nos hagamos conscientes de que pueden existir diferencias dictadas por nuestra condición de hombres o mujeres, solo con que tengamos presente que las diferencias, en general, nos aportan riqueza y amplitud de miras, que nos hacen más flexibles y nos acercan esas otras realidades distintas a la nuestra, solo con eso adquiriríamos la humildad suficiente para ver que ese "bueno o malo" que aplicamos a la literatura tiene mucho que ver con los "cristales" que usamos, definidos en gran medida por nuestro género, y que debería en cambio convertirse en un criterio amplio y englobador, puesto en tela de juicio cada vez que detectemos la posibilidad de un sesgo o se nos haga evidente la inclusión de una nueva variable.
         Porque, como digo cada vez y en ámbitos distintos, en la práctica y en la realidad el hecho de ignorar que exista cualquier diferencia implicará obligatoriamente que sigamos una vez más condenando a la invisibilidad a la corriente menos representada, es decir, a las mujeres y su parte del mundo.

(***) Hay un excelente artículo de la doctora sevillana Mercedes Arriaga Flórez: LITERATURA ESCRITA POR MUJERES, LITERATURA FEMENINA Y LITERATURA FEMINISTA, que sirve para entender muy claramente estas distintas acepciones de las que hablo. 

jueves, 9 de abril de 2015

FLAPPERS FAMOSAS

Siguiendo en la línea (y en la época) de la pasada entrada, hoy vengo a hablaros de algunas de las "flappers" más famosas (y aun así, no lo bastante conocidas por el gran público), que definieron un estilo de vida revolucionario que acarrearía consecuencias de importancia sobre el concepto de femineidad existente hasta el momento, renovándolo por completo y dando lugar a lo que se ha dado en llamar "la nueva mujer".
         Tengamos en cuenta, no obstante, que hablamos de un proceso paulatino y de alcance limitado: las verdaderas y profundas consecuencias derivadas de sus comportamientos transgresores no se harían notar de inmediato. Fue algo que empezó solo entre una minoría de mujeres, en ambientes y países determinados, y que fue calando lenta y desigualmente en el resto del mundo.
         Ellas tiraron algunas de las primeras piedras. Las ondas en el estanque se encargarían de extender su influjo.

Comencemos con una figura que resulta mucho más conocida por su obra que por su biografía o carácter. Se trata de Anita Loos, la autora de Los caballeros las prefieren rubias.



Anita Loos fue una escritora y guionista norteamericana (1889?-1981) que nos sirve de ejemplo perfecto de esa clase de mujer que emergió en Europa y Estados Unidos tras la Primera Guerra Mundial. Una mujer independiente que vivía de su escritura, "moderna", con el cabello corto y desenfadado y la ropa cómoda que correspondía a los nuevos cánones, es decir, esa que mostraba las piernas y permitía completa libertad de movimientos. Fumaba y bebía en público, salía a bailar esa música infernal que se había puesto tan de moda, el jazz, y alternaba con todo tipo de intelectuales, con los que además se atrevía a flirtear descaradamente. Se casó con el escritor y director de cine John Emmerson, con quien se entendió a las mil maravillas durante sus casi treinta y siete años de matrimonio (hasta la muerte de él). Tenían, claro, las mismas convicciones y saludables dosis de admiración mutua.
         Anita escribió novelas, obras de teatro, biografías y autobiografías. Además de multitud de guiones de cine, por los que es más conocida, primero en películas mudas y luego, con la eclosión del cine sonoro, firmando guiones de muchas de las películas más importantes de los años 30 y 40. (Blog Moonfleet, http://moonfleet.es/2005/09/01/famosos-desconocidos-anita-loos/
         Los caballeros las prefieren rubias, su obra más famosa y que constituyó ya entonces un auténtico best-seller, tiene hoy en día el formato de novela corta, pero en su día apareció por entregas en los números de la revista Harper's Bazaar, la única que accedió a publicarlo. Y es que el estilo irreverente de la Loos, que se atrevía a escribir de sexo y pareja y a reírse de todo ello y algunas cosas más, chocaba frontalmente con lo que el establishment estaba dispuesto a afrontar.

(Para quien le interese, hay un buen lugar para echarle un ojo a otras cosas curiosas sobre nuestra estimada Flapper llamado Moonfleet, cuyo enlace es Anita Loos)

Zelda Fitzgerald (1900-1948)


Escritora norteamericana conocida principalmente por ser la esposa de Francis Scott Fitzgerald, constituye el ejemplo perfecto de mujer ensombrecida por la fama del hombre con quien comparte su vida. En los últimos tiempos se ha generado, sin embargo, un intenso interés por rescatarla de su desconocimiento y devolverle el pleno protagonismo que su obra y su vida parecen merecer.
         Fue un icono de los años 20, definida por su marido como la primera Flapper de América. Después del éxito que obtuvo el escritor con su primera novela This side of Paradise, la pareja se convirtió en una auténtica celebridad, en un mito capaz de ilustrar como ningún otro lo que fueron esas agitadas décadas de los años 20 y los 30, con la energía chispeante y el optimismo y los excesos que sucedieron a la Primera Guerra Mundial y a la vez precedieron al terrible crack del 29, el posterior desencanto y el fracaso de los años 30, en caída en picado hacia el siguiente conflicto bélico, igual de terrible y catastrófico que el anterior.
         En su vida bohemia y artística, que se desarrolló en distintos países europeos, no faltaron los excesos y las deudas, un alto tren de vida y las amistades intelectuales más célebres de la época. En Francia se relacionaron con la llamada "generación perdida" estadounidense, radicada por aquellos años en París. Tuvieron una hija. Bebieron, escribieron, bebieron más. Rieron y bailaron hasta perder el control, y acudieron a las más clamorosas fiestas. Todo antes del declive, el alcoholismo de él, la locura de ella (diagnosticada, parece que sin mucho acierto, como esquizofrénica. Una etiqueta que en la época aludía prácticamente a cualquier trastorno mental sin servir para explicar apenas nada), la ruina creciente que se cernía sobre su ya maltrecha economía y el intento de pararla mediante el trabajo "productivo" de Scott, que sentía que el sustento económico familiar siempre había dependido de él y de su indiscutible talento y que, por ese mismo motivo, se sintió con derecho a disponer de manera propia y en sentido único de lo que había sido su vida en común, prohibiéndole a su mujer que utilizara nada de ello para sus propias obras. Se sabe que sus personajes femeninos eran un calco más o menos fiel de Zelda, e incluía en sus novelas diálogos literales mantenidos con ella, así como extractos citados textualmente de los diarios de Zelda.
         Zelda era su mujer, su musa, su compañera y también su personaje, y no consideró que tuviera derecho a ser nada más. Ella pasó sus últimos años ingresada en distintas instituciones mentales y Scott escribiendo todo aquello que pudiera proporcionarle dinero, cada vez más y más alcoholizado, hasta que murió de un infarto en 1940 en casa de su amante, la columnista Sheila Graham.

Zelda y F. Scott Fitzgerald

Pero Zelda fue algo más que la esposa y musa de un gran hombre, faceta que parece hasta hoy haber eclipsado en su biografía todas las demás. Antes de conocer a Scott ya escribía (obtuvo premios con algunos de sus relatos), y mostraba unas inquietudes y perseguía unos objetivos propios, alejados de los estereotipos que la sociedad y su familia pretendían imponerle.
         Su obra y su propia vida muestran sin ninguna duda todas esas contradicciones de las que pocas de sus coetáneas (incluidas las "modernas y vanguardistas") lograrían escapar, entre la necesidad de independencia y la búsqueda de un marido como pilar insustituible de la existencia; entre su entrega al arte y el deseo de encajar y ser admirada, entre la búsqueda de una voz propia y las presiones para comportarse como debían, es decir, cumpliendo a la perfección su papel de amante y abnegada esposa y madre.
         Además de sus dotes literarias, cristalizadas en un par de novelas publicadas, una docena de historias cortas (muchas de las cuales tuvo que firmar conjuntamente con su esposo, cuando no directamente con el nombre de él en solitario), ensayos y artículos para revistas, una obra dramática y un archivo ingente de cartas personales; además de todo ello, Zelda fue una pintora con un estilo propio y una talentosa bailarina, que siguió formándose durante gran parte de su vida. 
         Su novela autobiográfica Resérvame el vals, escrita en apenas seis semanas, durante una de sus estancias en un hospital mental, revela los rasgos de una mujer en perpetua búsqueda de sí misma. Una mujer que deseó por encima de todo el reconocimiento de su valía intelectual, de la que ella estaba segura y que consideraba a la altura de la de su esposo.



A mad tea party


miércoles, 25 de marzo de 2015

MODERNAS Y VANGUARDISTAS

Mujer y democracia en la II República
Mercedes Gómez Blesa



La II República fue llamada con toda justicia la República de los intelectuales. En primer lugar por ser un régimen que la intelectualidad del momento asumió como creación propia, en su lucha contra la Monarquía y desde su convencimiento de que España necesitaba ser transformada política y socialmente.
         En segundo lugar, porque fueron muchos los intelectuales que desempeñaron tareas en el gobierno.
         Y en tercero, porque esta élite intelectual se consideraba llamada a guiar al pueblo, considerando la educación -la lucha contra el analfabetismo y el atraso cultural secular del pueblo español- algo imprescindible en el proceso de regeneración de la patria.
         Ese proceso de modernización que habría de vivir España en esos primeros treinta años del siglo XX no puede comprenderse plenamente sin la incorporación de las mujeres, una minoría de mujeres, eso sí; a la vida cultural, política y artística del momento. Resulta crucial para entender en toda su magnitud el cambio de mentalidad y de sociedad que se dio entonces, tener en cuenta el nuevo concepto de femineidad creado por ellas, a través de ensayos, artículos periodísticos, narrativa y poesía. Esa "nueva mujer", forjada gracias a la rebeldía y emancipación de todas estas mujeres que Mercedes Gómez Blesa cataloga como modernas y vanguardistas.

Este libro de Mercedes Gómez Blesa, escrito desde una perspectiva femenina o de género, resulta imprescindible a la hora de entender y valorar en toda su extensión el período que va de 1900 hasta el final de la Guerra Civil española. Unos años en los que se forjó una nueva España, renovadora y crítica, que sería destruida, negada y olvidada en los posteriores años del franquismo. Una España donde la mujer tuvo un papel esencial pero poco o nada reconocido. 
         Por un momento cundió la esperanza. Durante unos pocos años pareció posible escapar por fin del atraso cultural, económico y político que nuestro país arrastraba desde siglos atrás. Y se creó una sociedad distinta, que miraba por primera vez hacia el futuro y las posibilidades de renovación. Una etapa fructífera, convulsa y a veces caótica, como todo período de crisis y cambio, que enfrentó encarnizadamente las dos posturas básicas que existían en el seno de nuestra sociedad: los reaccionarios y los renovadores. Un momento histórico que una parte de nuestra sociedad no supo ver, mucho menos apreciar, y que quedó truncado en abril del año 39 para no regresar jamás.
         Entre todas las esperanzas rotas, las de las mujeres, de vuelta a la casa y a la iglesia, convertidas de nuevo en productoras de hijos, criaturas domésticas sin identidad social propia y sin autonomía moral.

EL NUEVO MODELO DE MUJER
la Garçonne o la Flapper



Esa nueva mujer se despojó del corsé y adoptó una vestimenta cómoda, fresca y juvenil, completamente en consonancia con su nuevo estilo de vida: activo, deportista, liberado de las restricciones tradicionales que la obligaban al ámbito de lo doméstico y lo invisible.
         Se cortaron el pelo, y de paso acortaron sus faldas. Salieron a la calle y empezaron a participar de la vida académica, laboral, política y artística del momento. Algo imposible de concebir tan solo pocos años antes.
         Gracias a ellas, a las olvidadas y calumniadas, las que no aparecen en ninguna de las relaciones que existen sobre las sucesivas generaciones de intelectuales que compartieron el espacio artístico en esos años, y que incluyen solo a sus coetáneos masculinos; las mujeres consiguieron importantes mejoras sociales y legislativas. Consiguieron el voto. Consiguieron un espacio donde desarrollar sus aptitudes personales, demostrando con su propio ejemplo que eran falsos todos aquellos infinitos prejuicios que se habían sembrado en su contra durante siglos de premeditado oscurantismo.
         Los años 40 las mandaron de vuelta a casa y a los fogones. Pero el germen que plantaron en nuestra memoria acabaría por dar sus frutos, aunque hubiera que esperar otro medio siglo para ello. No importa, si hay algo que se nos ha enseñado a las mujeres a conciencia es a esperar. Ahora es el momento de demostrarles a ellas, a esas modernas y vanguardistas, que tuvieron razón y que sus obras no se han perdido.
         Para terminar, nada mejor que esta cita de María de Maeztu, que aparece recogida en el libro y que resume bien el pensamiento de su autora respecto a la cuestión del género. Aparece en La mujer moderna (1920): "Soy feminista; me avergonzaría de no serlo, porque creo que toda mujer que piensa debe sentir el deseo de colaborar, como persona, en la obra total de la cultura humana. Y esto es lo que para mí significa, en primer término, el feminismo: es, por un lado, el derecho que la mujer tiene a la demanda de trabajo cultural, y, por otro, el deber en que la sociedad se halla de otogárselo".

lunes, 23 de marzo de 2015

Espectrofilias - Rebeca - (3ª parte)

DAPHNE DU MAURIER


Hemos llegado a Manderley. Después de la luna de miel los recién casados se dirigen a instalarse en la mansión familiar de Maxim, una enorme y vetusta construcción junto al mar, rodeada de enormes jardines y atendida por numerosos criados. Entre todos ellos destaca Mrs. Danvers, el ama de llaves, una mujer adusta e imponente que se lo va a poner muy difícil a nuestra querida muchacha. Y, como siempre, si esperaba apoyo o comprensión por parte de su nuevo y flamante marido se va a quedar con las ganas.
         La chica no acaba de hacerse con el majestuoso entorno, del que la separa la clase social, la edad y la costumbre, y también en gran medida su personalidad tímida e insegura. Pero uno siente una inmediata solidaridad con ella: llega y se encuentra rodeada de criados que la miran por encima del hombro. Su marido la deja librada a su suerte desde el primer día, no se le ocurre enseñarle la casa ni acompañarla en las obligadas visitas sociales. No le muestra afecto, todo lo contrario, se muestra más distante desde que han regresado; y, cuando a ella se le ocurre hablarle de lo mal que lo pasa en esas reuniones sociales, él solo le dice que es algo que tiene que hacer y que es una tontería pensar así.

Y desde el primer día tiene que competir con Rebeca, cuyo recuerdo está por todas partes. Se ve obligada a utilizar sus cosas, a comer la comida que le gustaba, a organizar su día a día de acuerdo con los horarios habituales de la primera esposa. Con lo que se siente una extraña en aquella casa, de ninguna manera la señora. Un día descubre las que fueron sus habitaciones. Mrs. Danvers las conserva tal y como estaban cuando vivía Rebeca, cuidándolas con mimo y teniendo dispuesto cada pequeño detalle como si fuera a volver en cualquier momento.
         Para nuestra recién casada "el enemigo" tiene nombre de mujer, y este empieza por "R". Pero en realidad, su vida sería muy distinta si su marido la tuviera en cuenta y le hablase del pasado. Pero como el pobre está tan ocupado y le atormentan tanto los recuerdos... Y claro, siempre es mejor odiar a una muerta que enfrentarse con el hecho de que el hombre con el que vives no te hace mucho caso.
         Un ejemplo de cómo son sus relaciones, relatado por ella misma: "... Él me acariciaba la mano, sin fijarse en lo que hacía mientras hablaba con Beatrice.
         Eso es lo que yo hago con Jasper (el perro), pensé. Ahora soy como Jasper. Me acaricia de cuando en cuando, si se acuerda, y me gusta. Me arrimo entonces más... Le gusto, como a mí me gusta Jasper".
         Ella tiene la lucidez necesaria para darse cuenta de algo así, pero eso solo la entristece, de ninguna manera la impulsa a luchar por cambiar la situación.



Hay otra escena muy reveladora que incide en el mismo aspecto. Están cenando y ella piensa cuánto desearía ser mayor y sofisticada como era Rebeca. Sonríe con lo que cree es una expresión más mundana y Maxim comenta: «No quiero verte (así)... Tenías en los ojos una mirada de... saber cosas, cosas que no están bien. —¿Qué quieres decir? (pregunta ella). —Mira pajarillo mío (contesta él); cuando tú eras pequeñita, ¿no te prohibían leer ciertos libros, y no los tenía tu padre guardados con llave? Pues al final de cuenta, un marido es parecido a un padre. Hay cosas que prefiero que no sepas. Están mejor guardadas con llave. Y nada más. Ahora, cómete esos melocotones y no preguntes más cosas o te pondré castigada en un rincón».
         Ella protesta porque la trata como a una niña, pero sin ningún efecto. Y se propone hacer que cambie de idea sorprendiéndole con su traje para el baile de disfraces que se avecina, pensando convertirse en otra mujer por una noche para que él le tome en serio.
         Una vez más le saldrá el tiro por la culata. La pérfida Mrs. Danvers la engaña a sabiendas, para que mande hacerse el mismo vestido de época que llevó Rebeca en el último baile.
         Cuando nuestra heroína aparece de esta guisa (y mira que está imponente), la conmoción entre los que esperaban abajo es indescriptible.


Maxim le ordena que vaya a cambiarse inmediatamente, mirándola con evidente y extremo disgusto. Y no importan ni la decepción de ella, ni su tristeza ni su inocencia. Solo los sentimientos de él, que piensa que lo ha hecho aposta (no se sabe para qué) y la castiga con su indiferencia.
         A partir de aquí todo se precipita. A causa de un navío que está a punto de naufragar, descubren en el fondo de la bahía otro barco que ha permanecido hundido quién sabe cuánto tiempo. Se trata del yate de Rebeca, con el que tuvo el accidente, y hay un cadáver dentro.
         Enfrentado a las circunstancias, Maxim acaba por confesarse con su esposa. Él mató a Rebeca, porque ella le provocó insoportablemente. Luego metió su cuerpo en el yate, le hizo unos agujeros y lo hundió en el mar, haciéndolo pasar por un accidente. De pronto, Maxim y ella están unidos, como debieron estarlo desde el principio. Y además la necesita. Ella hará lo que cualquier mujer en su caso: apoyarle incondicionalmente.
         Sorprende un poco ver cómo el hecho de que Maxim matara a su mujer deja de tener importancia desde el momento mismo de su confesión. ¿Quién no habría hecho lo mismo, de darse semejantes provocaciones? (¿Os suena eso de algo?). Así que el resto de la novela gira en torno al juicio que se celebra y las posteriores peripecias de los protagonistas hasta que Maxim es exculpado por completo, ya que el veredicto final es suicidio (descubren que Rebeca pudo, presumiblemente, tener motivos para ello). 


Como vemos, el patrón típico esbozado en esta novela de lo que es (en un momento determinado y en una cultura determinada) la relación hombre-mujer; y de los distintos roles, masculino y femenino, que deben desempeñar los individuos bien adaptados, define, o al menos influye de forma notoria en cómo van a ser esas relaciones y esos roles en la vida real.
         Hace poco observaba un debate parecido sobre la influencia de la novela «50 sombras de Grey» en los patrones románticos y sexuales de las mujeres de hoy en día. Y era curioso constatar cómo, salvo detalles de ambientación: vestuario, atrezo, adelantos tecnológicos...; lo que cuenta esa novela es prácticamente lo mismo que lo que cuentan todas las demás, incluso novelas con más de un siglo de vida.
         Cambian los tiempos pero los modelos de relación no lo hacen. Y animados por esas «bellas historias» que se nos cuentan seguimos esperando el mismo tipo de hombre para enamorarnos y ellos, igualmente, se siguen sintiendo atraídos por el mismo tipo de mujer de antaño (hablamos, naturalmente, de mayorías).
         Por otra parte, cada vez que se enuncia esta evidencia u otra semejante aparece el (la) lumbreras de turno protestando por ello, aduciendo que esto que citamos no es más que una novela (o una película, o una canción, o un cómic), que deberíamos dejar de sacar las cosas de quicio y no hablar de influencia ni de definir modos de vida. Que la gente es como es y no se puede responsabilizar de sus actos a lo que es, clara y simplemente, un entretenimiento. Que son solo cosas que leemos o vemos y que no nos afectan.
         Pues bien, amigos de la simpleza, siento desilusionaros, eso no es cierto. Y solo quien concibe la vida (y la realidad toda) como una serie de experiencias almacenables en compartimentos estancos; quien pretende catalogar ordenadamente y «por colores» las vivencias humanas; puede empeñarse en que estas cuestiones van por separado. Y cuando lo hacen, están dejando de lado una cuestión básica: que el pensamiento colectivo, los modos y modismos de una cultura determinada en un momento determinado, se conforma —y a la vez se retroalimenta—, en función de todas esas manifestaciones culturales, todos esos estímulos que recibimos diariamente.
         La vida es así. Los humanos somos así. Como un ecosistema. Cada minúscula parte de vida interactúa con el resto, influye y es influida por otros. Evoluciona o muere, se reproduce o se extingue, en perpetua convivencia con otros organismos, en mutua interdependencia. Y así, un modelo valorado socialmente se convierte en un referente a seguir en nuestro día a día.
         A no ser...
         A no ser que nos hagamos conscientes, nos demos cuenta del asunto y lo contemplemos a la luz de la razón, con espíritu crítico y honesto (sin falsear lo que vemos), para continuar dándolo por bueno o para revisarlo e iniciar el proceso de cambio necesario. Solo así las cosas, los patrones mentales y culturales (generales), pueden transformarse y pasar a ser otros.

Pero volvamos una vez más a la novela que nos ocupa. Después de todo este análisis —y de las conclusiones sobre la estructura patriarcal que reafirma el libro de Du Maurier— podría parecer que la novela no me ha gustado nada.
         No es cierto. Para una feminista resulta una obra dura de leer por los patrones específicos que ensalza. Pero literariamente la obra contiene aportes muy meritorios. Los personajes adquieren entidad real, la trama está perfectamente hilada, el ritmo es bueno y el suspense espectacular. Daphne Du Maurier construyó una novela perdurable (no hay más que ver la maravillosa película de Hitchcock, basada bastante fielmente en el libro) que seguimos leyendo con deleite. El problema es, simplemente, que refleja con fidelidad un estado de cosas, discriminatorio e indignante, que es del todo real.
         Enfadémonos pues con la realidad cotidiana, con ese mundo desigual e injusto que nos rodea. Y luchemos por cambiarlo. Que la buena de Daphne no tiene ninguna culpa. Al fin y al cabo, no hizo sino lo que hace la mayoría, tragarse sin pensar la píldora que nos endosan. Por más amarga que esta sea.

***Si os interesa, podéis encontrar una biografía de Daphne Du Maurier en el siguiente enlace de wikipedia: http://es.wikipedia.org/wiki/Daphne_du_Maurier

viernes, 20 de marzo de 2015

Espectrofilias - Rebeca - (2ª parte)

Daphne Du Maurier


Vamos ahora a la cuestión del "patrón romántico" que posee la novela, el esquema elemental, por otra parte, sobre el que descansan la mayor parte de novelas del género. Veréis que pueden cambiar los detalles en cada una, pero el guión básico SIEMPRE es como sigue:
Mujer joven, normalmente pobre o con escasez de medios, inexperta en casi todos los aspectos, en el sexual especialmente. Lo más habitual es que nuestra protagonista sea virgen e inocente, pero en caso de no cumplir con ese extremo debe, necesariamente, haber tenido el menor número posible de parejas sexuales, a poder ser dentro del matrimonio o si no, en contra de su voluntad.
         Será también bella y deseable, aunque no a primera vista. Solo después de contemplarla mucho (y después, claro, de muchas páginas) se dará cuenta el héroe de semejantes cualidades.
         Que sea tímida y poco apta socialmente también ayuda. Y si está sola en el mundo o tiene importantes carencias afectivas (huérfana, incomprendida, con una vida de aislamiento) ganará puntos inmediatamente.
         Esta cándida criatura (a la que no hay más remedio que apreciar desde el principio, ¿quién no se ha sentido aunque fuera una vez patito feo? Si es que encima es buena, ayuda a las ancianitas a cruzar la calle, ha cuidado de su madre o su hermanita enferma y rescata gatos perdidos) se enamora locamente del héroe de la novela.
         ¿Y cómo es él? Guapo, eso es fundamental. Sexi, con ese atractivo plenamente "varonil" que incluye un poco de agresividad y un mucho de misterio. Que parezca siempre reconcentrado, como si ocultara un drama antiguo que no le deja ser feliz. Porque, claro, si fuera un hombre satisfecho y risueño, ¿qué labor de "reinserción" le quedaría a nuestra heroína?
         También es básico que sea rico, o al menos social y económicamente superior a la protagonista. Bueno, ya puestos a pedir, mejor superior en todo. Más edad (este modelo se lleva mucho: es el patrón padre-hija, maestro-alumna, etc., donde él siempre está para enseñarle a ella, corregirla, guiarla...). Más cultura, o mundo, o saber estar. Con experiencia. Al contrario que a ella, haber tenido muchas parejas sexuales a él le da puntos. Eso le otorga más mérito al hecho de que la haya elegido precisamente a "ella", con tanto donde tenía para escoger.
         Estas dos criaturas se conocen y se enamoran. (Pero no así de fácil; es fundamental que al principio haya ciertas dosis de verdadero sufrimiento, con ella y/o él que se hacen los duros y parece que no vayan a querer nunca al otro. Para que luego el clímax sea más intenso). Las circunstancias -sean las que sean, aquí se permite variedad-, se lo ponen difícil. Pero al final triunfa el amor y se quedan comiendo más o menos perdices, según la historia concreta de cada ejemplar.



Pero vayamos ahora con ejemplos concretos de la novela para ilustrar nuestras tesis, pasajes que he seleccionado cuidadosamente por su alto valor pedagógico, y por resultar paradigmáticos de los conceptos de género y de modelo de relación romántica imperantes, no solo a principios del siglo XX, cuando se publicó, sino también (aunque de manera más soterrada) en nuestros días.

La historia propiamente dicha comienza en Montecarlo, donde la protagonista trabaja de acompañante de una rica y vulgar viuda americana. Allí conoce a Maxim De Winter, un acaudalado inglés de cuarenta y dos años (el doble exacto que nuestra protagonista), que ha perdido recientemente a su esposa, en circunstancias que no se revelan. Empiezan a tratarse y van adquiriendo cierta confianza. Nuestra chica es tímida y poco avezada en esto de la vida social, y se siente claramente acomplejada. En una ocasión en que están juntos se sorprende sincerándose con él, que es hasta la fecha casi un desconocido, pero que por alguna razón le inspira confianza (no logramos entender por qué, ya que el sujeto es de talante reservado, irónico y algo mandón). Bien, nuestra heroína le cuenta a Maxim (y así nos enteramos nosotros) que tenía una familia estupenda pero que sus padres, a los que estaba muy unida (se ve especialmente un vínculo intenso con la figura paterna, lo que tal vez luego explique algunas cosas) han muerto, dejándola sola en el mundo. Motivo que, unido a su falta de herencia, le ha hecho aceptar su trabajo actual. Maxim en cambio no revela nada de sí mismo, se muestra más bien hermético y, eso sí, atormentado.
         Empiezan a verse todos los días y ahí empieza la juerga. En una ocasión él le habla de Manderley (ella, por supuesto, aunque se muera de ganas por saber nunca pregunta. Ya hemos dejado claro que una buena chica es discreta y no importuna al hombre al que quiere con esa indeseable curiosidad tan femenina), y queda claro, en mi opinión, que la autora de la novela es una mujer y que aquí se columpia un poco respecto al trazado del personaje masculino. Maxim de Winter se tira dos o tres páginas hablando... ¡de flores! No sé vosotros, pero yo no conozco a ningún hombre capaz de semejante hazaña (salvo que fuera jardinero); me extraña incluso que el señor De Winter se hubiera fijado en ese específico detalle de su propiedad o que lo considerara siquiera propio de su interés.
         

Ella ya está completamente enamorada, y en uno de sus paseos en coche es tan ingenua como para confesarle cuánto le gustaría conservar ese momento en su memoria y no olvidarlo nunca. Bueno, se lleva un planchazo. Él lo toma a broma, lo que hace que empiece a pensar en el abismo que les separa y en lo poca cosa que es ella para el gran hombre. Claro que él le echa una mano en este sentido, diciéndole que "no se muerda las uñas, que ya las tiene bastante feas", lo que dice mucho del concepto que tiene de su relación. Entonces nuestra heroína da muestras de nuevo de gran ingenuidad, preguntándole si sale con ella por compasión o algo parecido. ¿Respuesta de él? Para el coche de golpe en medio de ninguna parte y, demostrando la misma sensibilidad que una piraña, le endosa una filípica de cuidado, concluyendo: "Se podía usted haber ahorrado ese discurso puritano, hipócrita, que me ha soltado. Y sus estúpidas suposiciones acerca de mi caridad, de mi amabilidad. Si la he invitado a venir conmigo es porque quiero su compañía, y si no me cree, puede bajarse del coche cuando guste y arreglárselas para volver a casa".
         El colmo de la consideración y el romanticismo, ¿no? Pero se ve que funciona. Siguen viaje y ella no puede evitar llorar. Y es entonces, cuando ella no lo espera, cuando él por fin tiene algún tipo de reacción humana: "... me cogió una mano y la besó, aun sin decir nada, y luego me arrojó sobre las rodillas un pañuelo que la vergüenza me impidió tocar". ¿Reacción de ella? Piensa en las heroínas de las novelas, que saben llorar y conservar su belleza, y las compara con ella. Sale perdiendo de todas todas. Y ya cuando está desesperada y pasa de todo, Maxim la abraza y le pide que empiecen a tutearse. Pero antes el angelico se explica: "tiene usted edad para ser mi hija y no sé cómo tratarla". ¡Normal!, pobrecillo, si es que... ¿qué esperaba ella siendo tan joven?
         Yo aquí veo una conducta típica de los maltratadores. Solo cuando ella está destrozada (por su causa) él le aplica cariño. Al fin y al cabo, si él ha sido un torpe bruto sin sentimientos es solo por desconocimiento o por algo que ella es, o ha dicho, o ha hecho.
         Pero, claro, yo es que soy muy rara. Podría ser solo amor.

Llegamos a la propuesta de matrimonio. Hecha de forma muy práctica. Ella está desesperada y no tiene más opción que acompañar a su empleadora de vuelta a América (recordemos que no tiene dinero. Vive de su trabajo). Entonces él le propone la solución: " De manera que la señora Van Hopper se cansó de Montecarlo y quiere volver a casita. Pues mira, yo también. Ella, a Nueva York; yo, a Manderley. ¿Cuál prefieres? Puedes elegir". La pobre chica se queda a cuadros. Se ve que no acaba de enterarse de en qué consiste la propuesta. Él se lo aclara (después de decirle que no sea corta de alcances). Y como nuestra prota se muestre insegura respecto a su adecuación como señora de Manderley, Maxim la tranquiliza de forma harto convincente: "Eres casi tan tonta como la señora Van Hopper, y casi tan ignorante. ¿Qué sabes tú de Manderley? A mí me toca juzgar si encajarías o no".
         ¿No os habríais quedado vosotras mucho más tranquilas?
         Después le explica de qué va todo esto: "... Dejas de ser la compañera de la señora Van Hopper y comienzas a serlo mía. Tus obligaciones serán casi las mismas. A mí también me gustan los libros nuevos, y tener flores en la sala, y jugar al bezique después de cenar, y alguien que me sirva el té. La única diferencia es que yo no tomo Taxol, pues prefiero Enos. Y tendrás que tener cuidado de que no se acabe la pasta de dientes que uso siempre".
         Jo, ¡qué bonito!, no me digáis que no. ¿A que dan ganas de casarse con él de inmediato? Y, para ponerlo más fácil, él se da cuenta de que "se está portando como un bruto", y empieza a hablar con (hiriente) ironía del tipo de declaración romántica que ella seguramente había imaginado.
         De todas formas, no tenía por qué haberse preocupado, la chica está en una nube y todo le vale. Y cuando él se ofrece a hablar con la viuda rica y explicarle todo (con lo que nuestra buena chica no tiene que enfrentarse a ello), casi salta de alegría. Parece que no se imaginaba que su idea sería hacerlo mientras ella se queda afuera (por orden de él) para que él mantenga la entrevista con tranquilidad. Quizá se extraña o se enfurruña un milisegundo, igual que se decepciona algo (pero poquito) cuando Maxim le explica que como él ya ha tenido una boda con invitados, flores, vestido de novia y "esas tonterías", va a prescindir de todo y se van a casar rápidamente y sin ceremonias.
         Pero nada importa. Casarse con él es lo único relevante en el mundo y lo demás queda convenientemente arrinconado.

(Continuará..................................................................................)