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jueves, 26 de diciembre de 2013

La estirpe maldita II

Ana Morán Infiesta

Las lágrimas de Arlette empapaban el colchón mientras su padre se ponía en pie, permitiéndole respirar por primera vez en un largo lapso de tiempo; pese a ello, no se sentía aliviada, sino con un peso insoportable sobre su corazón. No le hizo falta que la Abuela gritase que la mancha se estaba poniendo roja para notar el cambio. El aullido naciendo en su seno, la necesidad de su cuerpo de mutar y de su vello de crecer; el lento apuntamiento de sus dientes... y el hambre de carne fresca.
         Arlette aulló de desesperación mientras se revolvía en sus ligaduras, para regocijo de sus lupinos parientes que, olvidada su orgía de carne y lujuria, la miraban con gesto extasiado. Solo en el rostro de su madre brillaba un ápice de preocupación.
         —Hace tiempo que no se escuchan aullidos —murmuró.
         La Abuela, aún con su aspecto humano incólume, se limitó a asentir.
         —Anne Marie, Georges y André, id a investigar. Adele y Eric —dijo mirando a sus padres—, vosotros os quedaréis.  Los cinco se limitaron a asentir. Nadie cuestionaba a la eterna reina de la Manada.
         —No seria justo que la pequeña Arlette tuviese que vivir sola el cambio.
El lobisome no le había mentido. En aquel claro del bosque se levantaba una mugrienta cabaña que apestaba a hombre lobo. Tres de sus habitantes se escabullían ahora por el bosque, buscándola, creyendo ser cazadores y no presas. La forastera centró su mirada en el que avanzaba en su dirección, una hembra, creía. Los ojos de humano alguno habrían podido ver a la loba desde la distancia ni, menos aún, flecha lanzada por arco alguno habría podido salvar la distancia hasta clavarse en su seno. Sin embargo, la Cazadora, elevó su arco, cargado con una nueva saeta. Los límites de los hombres no se aplicaban a ella.
El pelaje ya cubría por completo el cuerpo de Arlette; su rostro era una máscara lupina de dientes puntiagudos y, de su boca, no brotaban lamentos de mujer, sino aullido quejumbroso de una loba herida. Ninguno de sus parientes celebraba su transformación. Estaban demasiado preocupados por la ausencia de noticias de los suyos. También por la humanidad que seguía latiendo en el corazón de la chiquilla.
        Aún lograda la transformación, tal vez tuviesen que ejecutarla; la Manada no tenía sitio para los débiles. Ni para la piedad. La Abuela tomó el cuchillo que segara la vida de la niña sacrificada e intercambió una mirada preocupada con su hijo y su nuera.
         —Eric, no —empezó a decir al ver que el hombre se encaminaba hacia la puerta.
         Pero las palabras de la anciana de nada sirvieron. Su hijo asió el picaporte con una sonrisa de fiera en su rostro lupino. Antes de que terminase de abrir por completo, cayó desplomado al suelo con una flecha ensartada en el pecho.
         Un gemido de satisfacción brotó de la garganta de Arlette mientras veía a su madre abalanzarse sobre el cadáver al grito de «Eric». Deseaba reír, regodearse en el sufrimiento de sus torturadores, preguntarles dónde estaba ahora la orgullosa e indestructible Manada. Era un sentimiento impropio de su persona, pero ceder ante semejante odio era tan inevitable como la mutación sufrida por su cuerpo. Ella era una loba herida que celebraba la muerte de su padre y el dolor de su madre.
         No sería esa su última satisfacción ni el único abono para el árbol de su venganza.
         El gesto de Adele no conmovió al arquero que los asediaba, solo propició que la licántropa se convirtiese en un blanco perfecto. En un silbido de saeta, Arlette y la Abuela eran lo único vivo en la cabaña. Hasta que llegó la Cazadora. Iba vestida con ropas de trampero y la capucha de la capa le cubría el rostro. En la mano derecha, sostenía un arco plateado. Su carcaj estaba lleno de flechas de idéntico tono. No tomó ninguna de ellas ni alzó el arco; permaneció de pie en el umbral, contemplándolas. La joven prisionera sentía el peso de la mirada de la forastera, casi como una voz en la cabeza, animándola a luchar, contra sus ataduras, contra el estigma de la Manada…
         Dominada por aquella voz, retomó sus esfuerzos por librarse de las sogas que la aprisionaban. Mientras tanto la Abuela se recuperó de la estupefacción y avanzó hasta encararse con la desconocida. No obstante, la arquera no hizo ademán de hacerse con sus armas. Su mirada sostuvo la de la anciana, estableciendo un tenso y mudo duelo, en el que el resto del mundo había dejado de existir. Sin que ninguna de las otras dos diese muestras de notarlo, el cáñamo de las cuerdas que ataban a Arlette empezó a desgarrarse.
         —La vieja loba ya no puede transformarse —susurró la desconocida sin desviar la mirada—. O a lo mejor nuca has sido una loba, solo una vulgar bruja que hechizó a una aldea de bandoleros.
         —¿Acaso temes a las brujas, Cazadora? —el tono de la Abuela era orgulloso; no obstante, su mirada se desvió hacia los dos cadáveres lupinos que descansaban en el suelo de la cabaña.
         —Si no sentí temor ante aquella que transformaba a los hombres en cerdos, no voy a sentirlo ante una vulgar hechicera humana. Pero es otra quien habrá de darte tu castigo.
         Como si las palabras obrasen un hechizo, las cuerdas que sujetaban a Arlette se desgarraron por completo. La nueva incorporación de la Manada se abalanzó de un salto sobre la anciana, para clavarle las fauces en la garganta. Su boca se lleno de sangre y el aroma de la carne corrompida. Sus mandíbulas trituraron músculo y hueso, disfrutando de aquel festín aderezado con el dulce sabor de la venganza.
         —¡Detente! —tronó la voz de la forastera, despertando de nuevo al lado humano de Arlette.
         La muchacha se apartó del cadáver. La sangre, aún corría por sus quijadas; teñía, incluso, de carmesí el hermoso vello dorado que cubría su cuerpo. ¿Qué había hecho? Era igual que ellos, un monstruo sediento de sangre y dolor. Su corazón de humana lloraba de angustia; el de la loba aullaba de pura confusión. Y ambos tenían clara una cosa: no querían latir en el pecho de un miembro de La Manada.
         —Matadme —sollozó con una voz más parecida a un gruñido—. No quiero ser como ellos. Matadme.
         La Cazadora apartó la capucha y la taladró con unos ojos hermosos, llenos de humanidad. Como si no la temiese, se colgó el arco del hombro y se agachó a su lado.
         —No voy a matarte, porque no eres como ellos. No es el lobo quien envilece al hombre, sino la codicia del hombre la que pervierte al lobo.
         La desconocida la estrechó entre sus brazos, y Arlette tuvo la sensación de que podía ver su interior. Y el de la loba. Hablar con esta incluso.
         —Duerme por esta noche para que pueda llevaros a ambas a un lugar seguro —susurró en su oído.
         Un gañido resonó en el interior de la muchacha, mientras se estrechaba aún más contra la desconcertante desconocida. Los dedos de la mujer acariciaron su pelaje lupino con una cadencia tranquilizadora. Sin poder aún contener sus sollozos, Arlette recuperó la humanidad entre los brazos de la Cazadora. 



IV
Los aullidos cada vez se oían más próximos y ellas estaban aún lejos del linde del bosque.
         —Sigamos —ordenó la Cazadora, tirando de su mano.
         Pero las fuerzas abandonaban de nuevo a Arlette La sangre empapaba ya la compresa que había improvisado en la casa y teñía los calzones de seda que habían encontrado en un baúl, entre otras pertenencias robadas a las últimas víctimas de la Manada. Junto con una de las capas rojas, era su único atuendo. El color de la prenda no era discreto para mimetizarse con la noche, pero esa misma mañana había descubierto que los lobos no se guiaban por la vista, sino por el olfato. A ese, era imposible engañarlo.
         —Seguid, vos —jadeó—. Dejadme aquí o matadme, no me importa.
         Se apoyó contra un árbol y miró implorante a la aventurera, que la contemplaba con un gesto inescrutable en su dulce rostro. Su salvadora desvió la atención hacia la espesura y murmuró algo como «había calculado poder dejaros al otro lado del bosque». Finalmente, desenfundó un puñal que llevaba al cinto. Su hoja plateada brilló bajó la luz de la luna. No lo hundió en el corazón agradecido de Arlette; en su lugar, lo tomó por la punta y se lo tendió a la joven.
         —Ocultaos entre los arbustos. Intentaré que ninguno llegue hasta vos, pero si alguno se acerca, clavadle el cuchillo. Y tened cuidado de no heriros vos.
         —¿Está elaborado en plata? —preguntó, recordando algunas leyendas, desdeñadas por sus parientes. Sin embargo, no dejaba de pensar en cómo la forastera los había ejecutado.
         —Digamos, que fue forjado por un herrero muy especial —sonrió la arquera, antes de darle la espalda.
         —¡Esperad! ¿Estáis segura de que deseáis arriesgar así vuestra vida?
         —Vuestros parientes no son una amenaza para mí, Arlette.

Además, ya tenía pensado cazarlos esa noche. Pero eso no podía decírselo a la muchacha, ni tampoco explicarle que cada bestia abatida la llenaba de renovadas energías, porque ella no era una simple Cazadora, sino la señora de la caza misma. Sin olvidar que en la comarca estarían años hablando sobre la destrucción de la Manada del Bosque Negro de Averoigne, puede que, con el paso de los siglos, la historia llegase a formar parte de las leyendas de los hombres. Pero esa noche, debía concentrarse en la caza.
        Los aullidos cada vez sonaban más cerca. Más de una decena de voces distintas. Los restos de La Manada. Con calma, se internó en la espesura, su arco estaba listo para ser disparado; su mirada buscaba la primera presa; su corazón añoraba compartir la batalla con su hermano, el gemelo al que había ayudado a nacer. Por desgracia, sus destinos no se habían cruzado desde que decidieran caminar entre humanos.
         La primera presa asomó entre los matojos. Sus ojos refulgentes apenas eran dos rubíes diminutos, pero la arquera veía con nitidez la silueta de su rival, caminando a dos patas, como el resto de la Manada, sometiendo al lobo al servicio del humano incluso en aquel aspecto. Alzó el arco, tensó la cuerda para soltarla sin haber apuntado apenas. El dardo plateado silbó en la noche y se hundió en el corazón de la presa, sin dar a esta tiempo a reaccionar. Un aullido plañidero y cargado de amenaza resonó en el bosque. Era una sentencia de muerte, contra la Cazadora.
         Pero eran las Moiras quienes cabalgaban sobre los hombros de la forastera.
         Se escondió entre la floresta, esperando a la jauría. Eran más listos que la avanzadilla de la tarde, se estaban dispersando en varios frentes, pero la arquera seguía serena. Incluso si no podía usar sus flechas contra algunos de ellos, la victoria seria suya.
         Las primeras presas no tardaron en caer bajo la acometida de sus flechas. Sin embargo, pronto demostraron ser peones sacrificados en el altar de Atenea; sus silenciosos congéneres habían aprovechado la distracción para acercarse en silencio por la espalda de la aventurera. Aún oyéndolos,  casi no tuvo tiempo de reaccionar cuando el primero de ellos se abalanzó sobre ella; rodó por el suelo e interpuso el arco entre ella y su rival, sin poder evitar que las garras de la bestia desgarrasen sus ropas y arañasen apenas su piel. La bestia lanzó un aullido de estupefacción y trató de morder el cuello de su enemiga, quien, como si no le importase ser herida, trabó las mandíbulas del hombre lobo con el antebrazo. Incapaz de alcanzar su espada, y sabedora de que el resto de la Manada pronto se abalanzaría sobre ella, sacó una flecha de carcaj. Mientras el licántropo se esforzaba por perforar la dura carne de la Cazadora, esta fue acercando la saeta hacia la nunca del rival; llegado el momento, la hundió de modo que solo las plumas sobresalían entre el hirsuto pelaje.
         Se sacudió el cadáver de encima y se puso en pie. Desenfundó la espada, sabedora de los licántropos la iban rodeando, sin atreverse a atacar.
         Hasta que cargaron todos a un tiempo. Mandíbulas contra espada; garras, contra botas de cuero. Aún siendo más rápida que ellos, la arquera no podía evitar todos los ataques, que incluso siendo apenas arañazos para alguien de su estirpe, minaban sus fuerzas. Por suerte, cada uno de sus tajos de espada implicaba un rival abatido. El acero forjado por su hermanastro seguía siendo tan insuperable como en los días de Gloria. Pronto, una alfombra de lobisomes la rodeaba.
         Y un anillo de lobos los circundaba a todos ellos.
         Los ojos del líder se cruzaron con los de la Cazadora, en una conversación muda. Deseaban ser ellos quienes cazasen al último de la Manada. Sin embargo, ella no pensaba ofrecerles a Arlette. Y así lo manifestó.
         «No, la lobezna, no. Esa es vuestra. Los otros».
         La voz del animal la golpeó con contundencia. Tan imbuida había estado en la lucha, que no pensó en las presas que podían escaparse.  Contó los cuerpos caídos a su alrededor; mientras recuperaba el arco aún intacto, contabilizó mentalmente las flechas que había disparado. Tres habían sido las presas abatidas por ellas; luego llegaban el lobo de la flecha en la nuca y otros cinco, caídos en la batalla cuerpo a cuerpo.
         Y ella había adivinado al menos diez aullidos diferentes.
         «Arlette».
         Como si su pensamiento hubiese sido oído, un grito de terror estremeció el bosque.  La Cazadora corrió con pies tan ligeros como los de su hermanastro, el señor de los mensajeros, mientras la manada de lobos se esforzaba por seguirla.



Los licántropos cayeron sobre Artlette antes de que tuviese ocasión de enterarse de lo que ocurría. Aun así, acertó a desenfundar el cuchillo y lanzar un tajo a ciegas, logrando cortar pelo y carne.
         —¡Maldita ramera! —rugió el herido.
         Arlette no tuvo ocasión de celebrar su triunfo ni de armar un nuevo ataque contra su oponente. El otro lobisome atacó desde el flanco ciego de la joven. Sus garras se hundieron en la blanca carne del antebrazo, abriendo cuatro profundos surcos paralelos. La muchacha soltó el cuchillo en medio de una exclamación de dolor; se dobló sobre sí misma, tratando de taponar con la mano sana la herida, olvidando por un instante que un lobo estaba frente a ella. Y la bestia herida no desaprovechó tamaño regalo; se lanzó sobre Arlette, proyectándola contra el suelo. El golpe la obligó reaccionar. Pateó, intentó defenderse, pero nada podía hacer contra un rival más fuerte que ella; menos aún contra dos. Mientras el macho la aplastaba contra el suelo, su compañera la agarraba por los brazos. Se inclinó sobre Arlette de modo que sus caídos senos peludos acariciaban los labios de la muchacha.
         «Cazadora, ¿dónde estás?», imploró mentalmente, mientras sentía la virilidad del licántopo tensándose contra sus calzones.
         —Tómala, Antoine. Tómala, mientras yo devoro sus senos, ¡como a la perra humana de la otra noche! —rugió la mujer, babeando sobre el torso de su presa.
         Arlette ya no podía gritar, ni siquiera llorar, solo rezar a cualquier Dios capaz de oír su plegaria, que la librase de semejante tormento con una muerte rápida. Pero los dioses le tenían reservada una sorpresa. Antes de que Antoine llegase a bajarle los calzones, una flecha le ensartó el cuello, matándolo al instante. El cadáver cayó sobre una aún aterrorizada Arlette. La mujer loba se elevó de un salto, librándole los brazos; la muchacha se sacudió como pudo el cadáver y se aovilló al pie de árbol, esperando la lluvia de nuevas saetas. Pero esta no llegó.
         ¿Qué querría decir aquello?
         —¡Muestra tu rostro, cazador! ¿O es que tienes miedo de Arianne? —aulló la licántropa. Su pelaje castaño estaba erizado por la tensión y parecía haberse olvidado de la presencia de su última presa.
         La Cazadora salió de la espesura con paso tranquilo. Llevaba el arco colgado del hombro, su pose era relajada, como si, a su estela, no caminase una manada de lobos. Lobos verdaderos, no abominaciones como su familia, pensaba Arlette, como ella misma… Las miradas de todos ellos estaban pendientes de la última representante de la Manada.
         —Si no temí la furia del rey de los dioses, no voy a temer ahora la de una humana. Pero eres la última de la Manada y les he prometido —dijo señalando a la jauría—, que ellos podrían dar cuenta de ti.
         Arianne gruñó, dispuesta a defenderse, convencida, seguramente, de que se llevaría a unos cuantos animales por delante.
         —Lo que no voy a consentir es que un solo lobo caiga bajo tus garras.
         Ante la mirada atónita de Arlette, como por arte de hechicería, la mujer loba dejó de estar ahí para dar paso a una cervatilla. El animal miró asustado a la manada antes de perderse entre la espesura. Como si estuviesen obedeciendo una orden, los lobos permanecieron en su sitio.
         —Es toda vuestra —susurró.
         La mayor parte de la manada corrió como una saeta en pos de la presa. Tres de sus miembros avanzaron hacia Arlette con la baba rebosando por sus quijadas y los ojos cargados de odio.
         —¡Deteneos! A no ser que vosotros deseéis probar el sabor de mis flechas.
         Los lobos detuvieron su avance, quedando inmóviles, con la mirada fija en Arlette.
         —Me da igual lo que hicieran sus parientes —dijo la Cazadora, como si estuviese estableciendo un diálogo con la bestia—. Vuestro jefe fue claro: la lobezna es cosa mía. Y vuestra es la última de la Manada.
         En el bosque, un aullido festejante celebró la caída de Arianne.
         —Id con los vuestros —ordenó la mujer del arco plateado.
         Los lobos agacharon las orejas y se adentraron en el camino, siguiendo la guía de los aullidos.
         —¿Cómo habéis… Arianne… Los lobos? —pregunto Arlette, sin desviar la mirada de la hermosa mujer a la que debía su vida. Sus ropas estaban desgarrados en varios puntos, teñidas de sangre incluso y, sin embargo, la piel no presentaba herida alguna.
         —Nací sin la virtud de la paciencia y con el don de dominar a las fieras —se limitó a responder la otra, sonriendo, como si celebrase una broma privada.
         —¿Qué… Qué vais a hacer ahora conmigo?
         —Os llevaré a un lugar seguro. Un bosque donde también habita un pueblo de licántropos, solo que ellos han sabido someter la codicia del hombre a la nobleza del lobo.
         Arlette sintió un súbito ataque de pánico, al recordar lo sufrido aquella noche, de manos de los suyos, al pensar también en el odio que su gente se había ganado. ¿Realmente aquel pueblo la acogería, o intentaría ajusticiarla como aquellos lobos habían hecho con Arianne? Como habían intentado hacer con ella.
         —¿Y qué haréis vos?
         —Lo que siempre hago: Continuar mi camino. —En los labios de la arquera se dibujaba una mueca de tristeza.
         —En ese caso dejadme acompañaros —La Cazadora hizo ademán de replicar, pero Arlette no le dejó ocasión de hacerlo—: ¿Qué pasa si ese pueblo decide hacer lo que los tres lobos de antes? ¿O si la maldad de La Manada se apropia de mí sin que pueda evitarlo?
         Su misteriosa salvadora le sostuvo la mirada. Aunque Arlette no tenía forma de saberlo, la arquera se sentía más aterrada en ese instante que enfrentándose a la Manada. Había contenido el impulso de llamar a la muchacha loba «Calisto» en un par de ocasiones y, en su corazón, empezaba a anidar el deseo de ser una simple humana.
         «Tal vez no sea tan mala idea vivir un tiempo entre lobos», pensó la inmortal.
         —Tú ganas, Arlette. Permaneceré contigo hasta que esté segura de que te han aceptado. Y no permitiré que te conviertas en algo como él —juró, señalando el cadáver de Antoine.
         «Aunque para ello tenga que atravesar tu corazón con una de mis flechas», añadió para sí.
         Mientras los aullidos resonaban aún en el bosque, la luna celebraba la marcha del último miembro de la Manada del Bosque Negro de Averoigne.

2 comentarios:

  1. ¡Pero mira que escribes bien, amiga! Me sorprende que no te hayan dejado aún comentarios, he llegado a la conclusión de que es que nos tienes acoj*** al personal XDDD

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  2. Totalmente de acuerdo con L.G., es una prosa muy bien trabajada y agradable de leer, sigue adelante no desistas el futuro es tuyo-

    Abrazo de licántropo...

    Hortensio.

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