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viernes, 27 de junio de 2014

La huella blanca

Ana B. Nieto


























(Extracto)

"Los pensamientos caían de su espíritu dolorosamente, como quien va guardando uno a uno sus tesoros en una caja que se ve forzado a enterrar, por miedo a ser desposeído.
Y en todos sus recuerdos, Olwen, siempre nítida y brillante, su sonrisa contagiosa. Su voluntad de curar los ánimos adversos.

Era la misma tarde en que Ciarán había cumplido los diez años y se había marchado a celebrarlo, él solo, a la parte baja del río. Las brumas, en el cielo, se cerraban lentamente en las cimas de las montañas. Tendían sus brazos formando un círculo perfecto, como si nunca se hubieran desgajado. El verde de la tierra se mostraba misteriosamente vivo, como si una magia antigua, subterránea, lo preservara así.
Cabalgaba sin riendas y era la primera vez que lo había sentido: que podía formar uno con el caballo, que podía fundirse con el mundo. «La corriente universal, el vuelo. La sangre de Cuchillo era su sangre y él ya no existía más.» Olwen estaba allí, junto al río, sentada en una piedra tan grande como ella misma y, al verle llegar al galope, saltó y le esperó en el agua. Él fue disminuyendo el brío del caballo para ir a su encuentro, salpicando a un lado y al otro del camino. Tenía solo diez años y ella ocho, pero aquella era su imagen más clara de lo que era un hogar. Ella estaba allí, esperándole, en mitad del río. El olor de la Llanura, del que ya no quedaba el miedo la desconfianza, sino tan solo el abrazo de Olwen, que había ido a buscarle.

—Ya están aquí —era la voz de Murchad, anunciando el regreso.
La noche había caído sobre ellos.

El sonido de la caja al cerrarse de un golpe."

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