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lunes, 20 de julio de 2015

EN LA ERA DE LOS ANTIGUOS DIOSES - VII - Kore

Llegamos al capítulo número 4, para descubrir la historia de Kore, la madre, y el oscuro secreto que juró no revelar a nadie y que constituye otro eslabón más en la cadena de nuestra historia.


Death and the maiden - P. J. Lynch

Esta parte bebe de un aspecto del amor romántico ligado a la muerte, a lo oscuro.
         Algo así como pasa con las siniestras amadas de Poe, con las pálidas y enfermas heroínas de la ópera, con los dramas inmortales en los que ella, la hermosa, la amante, el ideal, tiene una vida breve y una muerte trágica.
         También recoge esa dicotomía básica que Freud estableció entre Eros y Thanatos, el instinto de vida y el de muerte. La contraposición perpetua que se da en cada ser humano y en la propia creación. El ciclo de la vida-muerte-vida, que muestra cómo ambos extremos están unidos indisolublemente.
         Con todos ustedes...


4. KORE
Has estado allí ¿verdad? –preguntó una mañana a su hija, zarandeándola con inconsciente rudeza-. ¡Dímelo!, es necesario. Has estado visitando un lugar desconocido cuando duermes, ¿no es así? –la miró fijamente a los ojos, mientras una certeza terrible se hacía en su mente: Y lo deseas por encima de todo –susurró en un gemido–. Sí, puedo verlo, conozco ese anhelo, puedo ver esa oscuridad, esa dulce penumbra, esa tierra...

Porque Kore Zisis conocía demasiado bien aquellos paisajes. Los llevaba grabados a fuego en lo más hondo de su alma arrasada. Tenía aquellas formas, los olores, los sabores... profundamente esculpidos en el corazón. Y por encima de todo ello su recuerdo, el de él, envolviéndolo todo, prestándole el tono final, el único color que importaba. Su tacto suave, el calor de su aliento en la piel, el brillo de sus ojos, sus manos hermosas... Eslabones ligados de la misma cadena que la ataba al pasado con determinación férrea. ¿Cómo olvidar la propia esencia, cómo negar la propio alma? Se preguntó, no por primera vez, cómo había sido capaz de renunciar a su amor y no morir por ello.
         Kore había vivido antaño, con una intensidad dolorosa, lo que ahora parecía un fiel reflejo de los sueños inquietantes que gobernaban la vida de su hija. Había respirado, sentido y existido en ellos, como algo más tangible, real y vital que el mundo cotidiano donde su mente le decía que habitaba.
         Sus ojos volvieron atrás y se quedaron fijos en un punto remoto en medio del mar plateado. Miraron sin ver lo que ella sabía que debía de estar ahí, bajo las aguas rotas por las olas de la caldera del antiguo volcán. Allí había dejado su corazón y también su risa, allí había abandonado cualquier esperanza de ser feliz.

Recordó la primera vez. Cuando viajó en brazos de los sueños en pos de algo oculto que no entendía. El vertiginoso descenso, la oscuridad de aquel camino aferrado a la pared del cono volcánico, los olores: el seco olor de la lava endurecida, los vapores turbios, la humedad prometida... Luego aquella plataforma de pulidos suelos ornados de símbolos arcanos, con el aire rojo por el resplandor de los fuegos encendidos siempre, para lucir por la eternidad. La pradera herbosa, el río con su barquero que nunca fue hosco como le describían, sino resignado y ausente, el paciente siervo, fiel a la voluntad del amo; el que hace su trabajo con honor pero nunca con devoción. Aquel que la miraría siempre con sus ojos ciegos, trasmitiéndole no obstante su tristeza y su preocupación. Y su propio corazón desbocado, que le latía más fuerte a cada golpe del remo, sobre las raudas aguas del Aqueronte, anticipando algún encuentro extraño, creyendo intuir un destino que empezaba a dibujarse para ella en aquellos años dorados de juventud gloriosa recién estrenada.
         Recorrió en la memoria aquellos conocidos campos que se extienden hasta donde alcanza la vista. Los ríos oscuros, los espectros pálidos. Las sombras de las grutas que ciñen sus sendas, los remansos de umbría calma donde algo incógnito danza despacio, eternamente, deslizándose borracho de oscuridad para espiar los pasos del tiempo. Las cavernas que recorrerían una a una, mientras él le hablaba de poesía y de amor, y de dolor también, y le enseñaba los secretos del mundo. Oh, el amor que llegó a sentir a su lado. El poder y la gloria que compartiría con él. Oh, la alegría de su cuerpo cuando estaba cerca. La primera vez había intuido aquel goce. La primera vez le había entregado su vida sin conocerle, como la voluntaria esclava que acabaría siendo, la más devota amiga, la más insensata compañera.

Le había visto en su palacio oscuro, de paredes centelleantes y ecos profundos. Recordó que había estado asustada, expectante también, recordó que se había sentido más viva que nunca antes, clamando por algo sin saber qué era.
         Entonces él surgió de la nada y se le fue mostrando poco a poco, como una brisa que fuera naciendo a las formas y la materia. Y apareció en el culmen de su gloria. Y ella cayó en un desvarío que no habría de abandonarla nunca. Le adoró desde entonces. Le amó sin medida y sin razón, como si el dominante destino hubiera atado los hilos que ceñían sus dos espíritus cuando aún estaba por nacer el mundo. Su rostro imposiblemente bello, su pelo largo y oscuro, su piel de mármol. Esos ojos insondables como el mar, ese aura de poder y de grandeza que emanaba de él. Ella supo que no estaba contemplando a un ser mortal, que no podía ser cierto lo que sus ojos le mostraban. Que ella no podía seguir ardiendo por más tiempo y continuar en la tierra, en su cuerpo, que su sangre estallaría y esa llama que él había encendido acabaría tarde o temprano por devorarles a ambos. Lo supo entonces y aún así siguió adelante. Se arrojó en sus brazos sin preguntar siquiera su nombre, acallando a golpes y caricias lo que su mente sabia se empeñaba en contarle.
         Solo existieron ellos dos esa primera vez. Su boca, sus manos y su piel entera. Los besos, las caricias, el sabor de su piel blanca y el sonido de su respiración jadeante. La conciencia y la razón desaparecieron. La memoria, el miedo y la humanidad también.

Cuando despertó al día siguiente había sangre en su lecho y en su piel las huellas indelebles de su abrazo, de su boca y sus dientes, rastros de su olor. Se quedó acurrucada y temblorosa, sintió miedo por lo ocurrido... y una deliciosa aunque culpable sensación de plenitud. Sobre todas las cosas, sintió un hambre insaciable de su ser: le extrañaba tanto que dolía.
         Hubo más noches. Hubo muchas más noches. Cada vez el mismo sueño repetido, pero aún más intenso, más desasosegante y estremecedor, más imperioso. Noche tras noche volvían a amarse y él la ligaba a su existencia oscura, hasta que se convirtió en una muerte atroz cada separación y cada encuentro. Ella preguntó mil veces su nombre, y siempre obtuvo la misma respuesta: “aquel que llaman el Invisible”, el que no se deja ver, el que solo a unos pocos se revela, pero a quien todos llegan a conocer un día señalado.
         Y cada vigilia el mismo tormento. El desgarro de la ausencia, la vacuidad de una vida lejos de la fuente primordial. Se fue apagando sin remedio, como ahora le pasaba a Isadora. Alejándose de la vida y de la luz del sol, durmiéndose para siempre. Por eso había reconocido los síntomas, interpretado las señales, porque era algo que había vivido antes, en su carne y su espíritu. Isadora se agostaba dulcemente, sin resistencias, dejándose ir con placidez, añorando esa otra vida que había descubierto a retazos pero cuyo sabor hacía insípido cualquier otro. Igual que ella una vez.

Aquella otra Kore que se había quedado atrás, junto al claro de luna donde nació su hija, había querido morir una vez, sabiendo de las promesas de la muerte fecunda, de sus secretos, y amando esa muerte como la más dulce vida, la única para ella. Porque en la muerte habitaba él, en la buena muerte que sus besos le prometían cada vez.
         Pero aquella otra Kore ya no estaba. Se había librado de ella como quien se arranca la piel a tiras, con el mismo dolor, para no terminar de enfermar. Y la nueva Kore tenía que salvar a su hija otra vez, como hacen siempre las mujeres que nacen malditas. No debía comprender su anhelo, por mucho que lo hubiera padecido a su vez. Tenía que volverse sorda a las súplicas que leía en sus ojos y arrastrarla lejos de su influencia seductora, contarle la verdad. Hacerle comprender lo que había ocurrido por su culpa.
         Y entonces le habló como nunca hiciera antes. Le contó cómo era su propio padre y cuánto le quiso. Que le enseñó cosas hermosas sobre dioses y pasadas hazañas... y que luego ella se forzó a olvidarlas con dolorosa decisión. Le habló de su abandono, por la voluntad de su Dios cristiano, de la destrucción de Demetra y de su propio dolor arrollador. De su marginación y la vida solitaria. Pero sobre todo le reveló su propia culpa: aquella traición que le pesaba tanto en el alma que casi le impedía respirar, la que llevaba pagando desde la muerte de Demetra, cuando ella vivía solo para soñar y aprender los caminos del reino oscuro. Cuando, durante meses, existía sólo para él y por su amor, sumergida en las delicias de su mundo protector y cálido, y se iba alejando de Demetra, su madre triste, la expulsada, la renegada, la mujer marcada a la que solo le quedaba su hija. Todo lo confesó, anegada en llanto.

Quizá su madre entendió –pensó Kore entonces por primera vez, quizá supo lo que ella no se atrevió nunca a revelarle, su madre tenía el don de adivinarlo todo. Pero, fuera como fuera, su espíritu debilitado empezó a extinguirse, olvidadas las razones de vivir. Se le gastó el coraje y se olvidó del orgullo. Como la tierra que va muriendo por la sequía, así se fue apagando en silencio lenta e inadvertidamente, hasta que una noche, simplemente, dejó de respirar.
         Cuando Kore descubrió su cuerpo yerto acudió a Él. Le suplicó que no se llevara su alma a la morada de los muertos, que le devolviera a Demetra sana y salva. Que no había llegado su hora, porque ella, Kore, la necesitaba. Él trató de consolarla pero no accedió a sus súplicas. Se excusó de mil maneras, dijo no tener potestad sobre aquello, no poder cambiar el curso de la vida y de la muerte.
         Así que Kore renunció a su amor, renegó de su mundo de persuasivas mentiras y selló su camino en los sueños. Y alejó de él a su pequeña, sustrajo de su poder y su influencia perniciosa a aquella niña, mortal y divina, que había engendrado en su vientre, ese don que él buscaba con ansiedad, como le confesara muchas veces. La heredera de su estirpe cuando ya creía estéril su existencia. Kore comprendió que la había utilizado, descubrió a tiempo que su amor era mentira: lo que buscaba en ella era, tan solo, pervivir en otro cuerpo, moldear a su antojo otra alma joven.
         Hizo lo que tenía que hacer –le explicó a Isadora con firmeza, para protegerla y evitar que él se la arrebatara, como le había arrebatado a Demetra esa hija ingrata y olvidadiza que no había merecido el desvelo paciente de su madre .
         Porque los dioses, hija mía, los dioses antiguos o el dios de los cristianos, o incluso otros desconocidos, acarrean tan solo destrucción a los mortales. Fingen amarnos pero solo quieren cómplices para llevar a cabo sus fines. Y por encima de todo, de los hombres, sean dioses o no, las mujeres como nosotras solo podemos esperar dolor y engaño.

E Isadora escuchó. Y, comprendiendo que aún no era el momento de hablar, que se habían reabierto en el alma de su madre demasiadas viejas heridas, calló aún un poco más todas las cosas que le habían sido reveladas.

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