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viernes, 3 de enero de 2014

La contundente historia de amor de Asepia y Rotauro

Laura Luna

Lamia - John William Waterhouse

―¿Qué ha pasado aquí? ―exigió saber Siniseth.
Era obvio que había pasado algo. El interior de la posada Limogrifo era un poema en forma de muebles rotos y cerveza derramada. No había ni una sola mesa o silla que no estuviera volcada o partida en dos. Una avergonzada Asepia, con el corpiño a medio abrochar (más a medio abrochar de lo habitual) fregaba bajo las órdenes furiosas de su padre. Los parroquianos estaban arremolinados contra la pared, sin capacidad de cerrar la boca, bloqueada en una mueca de sorpresa.
         ―QUE DIGO QUE QUÉ HA PASADO AQUÍ ―insistió el príncipe.
         Por “¿Qué ha pasado aquí?” Siniseth se refería a “¿Han raptado a mi hermana pequeña?”. Los desperfectos de la posada le traían sin cuidado, siempre y cuando Limogrifo pagara su tributo como todos los demás.
         ―La princesa Dalania está bien, mi señor ―le tranquilizó el posadero, tratando de contener su indignación hacia su hija―. Pero acaba de aprender a marchas forzadas lo de las flores y las abejas. Ya no hace falta que la institutriz se lo explique.
         La princesa bajó las escaleras que conducían a las habitaciones a brincos y saludó a su hermano con un sonoro beso en la mejilla. Siniseth comprobó que en los oscuros ojos de la chica había un brillo malicioso, como el que se le ponía cuando aprendía un hechizo nuevo. Sin embargo, sospechaba que lo que había aprendido en su ausencia no era magia exactamente.
         La seguía Treseo de Lan Come, uno de los guardias personales de la joven, y detrás de él iba Rotauro, que llevaba la armadura a medio colocar. Era un tipo tan grande que necesitaba a dos escuderos como mínimo para vestirle, y en aquella ocasión ninguno de sus hombres se había atrevido a tocarle. Siniseth detectó moretones sospechosos en las partes visibles de su gigante guardaespaldas y trataba de darles una definición lo más inocente posible.
         ―Pe-perdón, mi señor ―tartamudeó el guardia.
         ―Perdone, Alteza ―musitó Asepia―. Sólo le puse un poco de feromonas de drow en su pastelillo de limogrifo. Y un poco más de grifo de lo normal…
         ―Y yo he tomado unas cuantas cervezas más de lo normal, mi señor… Y yo no podía dejar de mirar las caderas de Asepia.
         Asepia era famosa en Piecuerno por poseer unas caderas tan poderosas que cargaba en ellas jarras de cerveza, y unos pechos tan prominentes que servían para apoyar las bandejas de guisos. Y todo ello con un equilibrio que le permitía no derramar nada.
         Rotauro era el mejor guardia de El Colmillo porque sus ronquidos hacían temblar la tierra, sus estornudos desplazaban montañas y partía espadas con la entrepierna.
         Era cuestión de tiempo que Asepia y Rotauro se cruzaran, se conocieran y luego se conocieran sin ropa.


Hacía unas horas, Sinisteh había partido junto con otros nobluchos y un par de elfos a recordar a los bandidos de Piecuerno que el tributo lo pagan todos por igual, aunque no tuvieran con qué pagar. El problema era la pequeña Dalania, que por muy del norte que fuera, se trataba de una princesa y, por definición, frágil y fácil de raptar. Rotauro había insistido en que podía custodiar a la muchacha hasta llegar al nivel “pesado como una catapulta sobre el pecho”, mientras trataba de recoger los ojos que se le caían tras el bamboleo de caderas de la voluptuosa Asepia.
         Cuando Siniseth accedió y partió con sus nuevos compañeros, Rotauro mandó a la princesa a su cuarto.
         ―Pero si es muy pronto ―protestó la muchacha.
         ―Pero habéis madrugado, Alteza.
         ―También madrugo cada día para estudiar.
         ―Es mejor que no os vean mucho, Alteza. En este pueblo les da por hacer cosas muy rebeldes, como secuestrar princesas.
         ―Bueno, ¿y si me quiero fugar yo?
         De pronto, una sombra negra con un moño alto apareció detrás de Dalania. Era Hestia, la institutriz y ángel de la guarda personal de la princesa, similar al de muchos paladines. La única diferencia es que, mientras los ángeles de la guarda de los paladines les animan a emprender honorables gestas, la institutriz impedía que Dalania emprendiera siquiera una aventurilla que pusiera en peligro su virginidad.
         ―No son horas para una señorita decente ―sentenció la institutriz, con su voz de juez oprimida por un cuello alto y abotonado―. Es hora de irse a la cama.
         ―¡Pero si aún es de día! ―protestó de nuevo la chica.
         Como toda niña de catorce años con un mínimo de poder político, Dalania se sintió tentada de ordenar la decapitación de su aya. Pero el sentido común le recordó que aquello sería despotismo, y Dalania tenía un corazón demasiado gentil para ser noble. Así que decidió seguir a la institutriz. Treseo se ofreció para vigilar la entrada a la habitación de las mujeres, mientras que Rotauro insistía en apostarse en la mesa de la taberna y vigilar a los parroquianos… y a Asepia, que era muy sospechosa también.
         Hestia dormía como un tronco, no sólo por el sueño profundo, sino por la rigidez que adoptaba al colocarse en la cama. Además, tenía el don de decidir cuándo y dónde dormir, siempre que dormir se tratara de lo correcto. Dalania, en la cama contigua, la contemplaba aburrida. ¿Una mujer como ella debía instruirla para la futura noche de bodas? La princesa ya había florecido, y la sangre la había marcado como “lista para el casamiento”. Como su rostro poseía la dulzura de los ángeles y su mirada brillaba con la picardía de las súcubos, los pretendientes hacían colas de tres horas para pedir su mano. Ella insistía en invitarlos a sus aposentos para conocerlos mejor, pero Hestia espantaba aquella sugerencia con aspavientos, alegando que sólo subirían a sus aposentos en la noche de bodas y que hasta ese momento su flor debía mantenerse intacta. Dalania no entendía nada; hacía años que Hestia le había explicado que los príncipes llevaban flores a las mujeres, no al revés.
         Entonces, unos gritos la sacaron de sus pensamientos. Eran dos voces roncas que bailaban al compás, una de mujer y otra de hombre. A la sinfonía se le unían golpes de madera quebrándose y el restallido húmedo de la carne contra la carne. Era un ruido parecido al que salía de los aposentos de su padre cuando una criada se demoraba mucho sirviendo la cena. Dalania salió del cuarto con sigilo y con el corazón vibrante de aquella sensación de abrir una caja prohibida. Fuera no estaba Treseo y aquello la preocupó y la alegró a partes iguales; no tenía que inventarse ninguna excusa sobre qué hacía fuera de la habitación.
Bajó las escaleras siguiendo los gemidos fieros y al final lo vio. Por el suelo, empapados en cerveza, se mezclaban la armadura de Rotauro y las ropas arrancadas de la posadera. Sobre una mesa medio partida, Asepia recibía entre sus blancos muslos a un Rotauro que la empujaba con una fuerza deliciosa y superior a la que usaba contra sus enemigos. La mujer le tatuaba la espalda a arañazos y el cuello a mordiscos.
Dalania quería ver más, aprender lo que Hestia se negaba a explicarle. Pero el posadero aguó la fiesta, literalmente, lanzándoles un cántaro de agua. Sin embargo, la pareja lo esquivó rodando por encima de la mesa, sin separarse, y continuaron el intercambio amoroso en otra mesa, sobre la que se sentó la mujer y abrazó con las piernas y los brazos al guardia, que siguió embistiéndola con el mismo vigor. El padre les lanzó otro cántaro, que también se estrelló, y los amantes rodaron hacia el suelo para proseguir su frenética danza. Asepia cabalgó a Rotauro aullando hacia Selene, y llegaba más lejos que con cualquier otro de los corceles del reino. El guardia paseaba, maravillado, las manos desde unos pechos que no podía abarcar hasta unas caderas potentes que antes transportaban jarras y que ahora le llevaban un rico orgasmo, que se extendió por ambos cuerpos como una voraz ola gigante tras el cual quedó una playa de cansancio, sudor y aliento perdido.
         La paz se quebró con la furia del posadero, que se movía como un torbellino por toda la taberna, llamando a su hija por otra profesión y a Rotauro por otra especie. Dalania se había quedado inmóvil de la impresión de haber aprendido algunas de las exquisiteces que le esperaban en su noche de bodas. Antes de preguntarle a Hestia si era obligatorio esperar a desposarse, la institutriz la arrastraba escaleras arriba, pensando en solicitar a Khara, la maestra elfa, algún hechizo que hiciera olvidar a la princesa la indecencia que había presenciado.

La reacción de Siniseth al oír toda la historia fue muy distinta. Su carcajada se elevaba por encima de su caja torácica, agitó Limogrifo y tintineó por todo Piecuerno. Su alegría contagió a los habitantes, que olvidaron por toda una tarde el asunto de los bandidos.
         Aquella noche a Dalania le costó conciliar el sueño, creando mil y una historias posibles en las que probaría lo mismo que había visto probar a Asepia. De pronto, tenía muchas ganas de casarse y no para gobernar al lado de un rey, precisamente.
         Al día siguiente, Siniseth y toda su compañía abandonaron la posada de Limogrifo tras un desayuno rápido. Dejaron una taberna llena de recuerdos, un posadero ofendido y una Asepia alegre.
         ―Nos veremos muy pronto ―le prometió Rotauro, con la sonrisa más seductora que podía crear.
         Quizás no se verían más, puesto que la Reina Cuervo era muy caprichosa, había contemplado aquella contundencia y anhelaba experimentar por sí misma la pericia amatoria de Rotauro. Pero quién sabe…

1 comentario:

  1. Deliciosa narración erótica... me gusto mucho la sutíl picaresca de Dalania y el conjunto de la taberna, te felicito y aunque es la primera vez que comento en tu blog, hace rato ando por tus entradas antiguas.

    Abrazo fuerte,

    Hortensio,

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