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lunes, 23 de marzo de 2020

#LecturaGratis #EnCuarentenaSeLee

calabazas libros malditos
Fotografía de Robert Balog

Hoy comparto un relato más reciente, perteneciente a la antología periódica «Calabazas en el Trastero», que publica la editorial SACO DE HUESOS, editorial especializada en el género fosco.
         La historia de mi vida aparecía en «Calabazas en el Trastero 26: Libros malditos» en agosto de 2018, o sea, hace nada; acompañada de otros doce fantásticos relatos con el mismo leit motiv.

sacodehuesos.com

Según lo iba escribiendo, y tal como suele sucederme, el relato me llevó a sitios que no tenía previstos al principio. Y así revisité algunas obras de uno de mis pintores favoritos,
Caspar David Friedrich, y profundicé en su génesis y significados. Y también descubrí la obra de otro gran pintor (inquietante y peculiar como pocos), que no conocía ni de oídas: Manuel López-Villaseñor. Tres de estas obras que os digo se convirtieron en piezas importantes dentro de la estructura del relato. Así que os las pongo aquí, para que sepáis lo que tenía en mente cuando escribía.


Caspar David Friedrich
Mujer ante el sol poniente-Caspar David Friedrich


Caspar David Friedrich
El caminante sobre el mar de nubes-Caspar David Friedrich


Manuel López-Villaseñor y López-Cano
El corredor-Manuel López-Villaseñor y López-Cano

Y ahora el relato. Espero que os guste. Ahí va:



LA HISTORIA DE MI VIDA

L. G. Morgan


Siempre me gustaron las librerías de viejo. Su olor, el desorden que impera en ellas, sus laberínticos pasillos… Aunque nada era comparable a la primera vez que entraba en una de ellas. Era como correr una aventura que podía llevarte a cualquier parte.
         Entraba en cada uno de esos templos del papel escrito como si se tratara de la cueva de Alí Babá, en silencio, llena de asombro y expectación, dejándome llevar por el trazado sinuoso de las estanterías, convencida de que los libros estaban esperándome y que mi misión era darles tiempo para que asaltaran mis ojos y pronunciaran sin palabras su reclamo. Títulos, portadas y lomos llamativos desfilaban ante mí disputándose mi atención. Hasta que llegaba el adecuado y se apoderaba de mí mi imaginación. Los libros me elegían siempre.
         Nunca había estado en aquella librería de la calle Amargura llamada O Moucho. La puerta era chiquitita, con un único cartel deslucido que anunciaba a duras penas su función de comercio. El librero leía ensimismado a la izquierda de la entrada.
         —Buenas tardes.
         —Buenas tardes —contestó en voz baja, como si temiera despertar a alguien, despegando los ojos tan solo un segundo de la página que le tenía atrapado.
         No había nadie más. La luz era tenue y los pasillos muy estrechos, salpicados por montones de cómics y revistas, y un par de escaleras de mano para poder acceder a los estantes más altos. Fiel a mi costumbre, deambulé por el espacio mágico de los sueños, acariciando, pensativa, los lomos suaves de los libros puestos de mil maneras.
         —¿La sección de literatura fantástica, por favor? —pregunté.
         —Al fondo a la izquierda, justo antes del recodo.
         Sí, allí estaba el rincón de la magia, la terna habitual de ciencia ficción, terror y fantasía embutida en estrechos estantes de madera oscura. Me paré delante y escudriñé con lentitud los lomos expuestos. Esperando, escuchando el silencio, anticipando la sorpresa. Entonces lo vi. Una cubierta sobria, de color berenjena, con letras góticas doradas estampadas en el canto. «La historia de mi vida», rezaba el título. El nombre del autor estaba borroso, solo se veían letras sueltas de lo que podría haber sido un nombre y un apellido. Qué misterioso; no había duda, decidí, era él y tenía que llevármelo.
         La portada mostraba una reproducción de una pintura de Caspar David Friedrich, un pintor que me encanta, llamada «Mujer bajo el sol poniente». El título de la novela utilizaba el mismo tipo de letra que aparecía en el lomo. De nuevo el nombre del autor aparecía medio borrado. No había sinopsis, reclamo publicitario o biografía de autor. Y la página de los datos técnicos había sido dañada por el agua en alguna ocasión anterior y solo eran visibles el nombre de la editorial que lo había publicado: Destino, y la fecha de la primera edición: 1818.
         Ese día me conformé con llevarme ese libro y otro de Jack Vance, que llevaba tiempo buscando sin éxito. Tan contenta con mis dos adquisiciones, tan despreocupada, tan inocente.
         Apenas pude esperar a llegar a casa para empezar a leer. Por suerte tenía toda la tarde libre, así que me hice un té, agarré una manta y me tiré en el sofá dispuesta a pasar un hogareño rato de lectura.
         Al principio solo me resultaron chocantes las coincidencias. Luego me fui sumiendo poco a poco en un estado de incredulidad tal que me hizo volver páginas atrás y de nuevo delante, de manera compulsiva. Hasta que tuve por último que cerrar el libro y lo solté de golpe, como si me quemara, ya asustada del todo.
         El título no era un título. Era la descripción verídica del contenido. Ese libro era la historia de mi vida. De la mía. Escrito por alguien que me conocía como yo misma. Los nombres habían sido cambiados, pero no eran necesarios. Las minuciosas descripciones de sitios y personas hacían imposible cualquier confusión. Mis padres, mis profesores, mi primera casa, mi perro, mis amigos… El edificio gris del colegio, con ese bache en el camino de acceso que se llenaba de agua con las lluvias de cada otoño. El Toyota blanco de mi padre, con lunas tintadas y una pegatina de Bretaña. Los horarios interminables de mi madre, una reputada cirujana, los sentimientos de orgullo y decepción que me acompañaban cada vez que íbamos a recogerla al hospital y teníamos que darnos la vuelta porque le había surgido algo, un imprevisto, un nuevo ingreso, una operación inesperada…
La casa en el campo donde vivían mis abuelos, con el huerto y el bosque donde mi hermana y yo jugábamos al escondite, y el hogar antiguo donde mi abuela hacía un soberbio cocido de puchero, encima de una trébede de hierro renegrido. Su voz y la del abuelo cantando a dúo en cada fiesta familiar. Mi primer novio, el bachillerato y mi amiga del alma, con la que pasé un año estudiando fuera. Nuestros gatos, adoptados cada vez en la calle. El susto de aquella vez en que entraron en casa a robar. La muerte de mi madrina, a la que siempre estuve muy unida. La boda de mi hermana. Las fiestas de cumpleaños en la playa…

         Todo estaba allí, escrito como si fuera una biografía más. Pero era yo y solamente yo quien estaba retratada en esas páginas. Y si seguía leyendo llegaría al momento presente; y si seguía un poco más podría enterarme de cómo serían las cosas que aún no habían pasado. Y si seguía aún otro poco más, tal vez hasta acabarlo, me enteraría de cómo estaba previsto que fuera el resto de mi vida. De cuánto duraría. De si sería feliz o no. De si estaría sola o tendría familia. De posibles desgracias o accidentes. Del momento de mi muerte. ¿Quería saber todo eso? Es más, ¿me lo podía permitir? ¿Y si fuera a morirme mañana, o la semana o el año próximo? ¿Y si fuera a causa de un horrible accidente o del ataque violento de un psicópata? O sin necesidad de ponerme tan dramática: si fuera a perder este trabajo, si Mario no fuera a resultar el hombre con el que pasar la vida, si estas malditas oposiciones a las que estoy consagrada en cuerpo y alma no fueran a servir de nada. ¿Lo tiraría todo por la borda? ¿Sería capaz de confiar hasta tal punto en el libro que al final acabara actuando en consecuencia?
         Cuando más lo pensaba peor pinta tenía todo. Cogí el teléfono y marqué un número.
         —Hola, cariño.
         —Hola, ¿te pillo mal?
         —Justo ahora no —adiviné la sonrisa al otro lado—, estamos en un descanso. La reunión se está alargando cosa mala, creo que nos han dejado estos minutos de relax para evitar el motín que se estaba viendo venir.
         —Ah, bueno, pues seré breve… O lo intentaré.
         —¿Ocurre algo? —la preocupación de Mario se hacía eco de lo extraño de mi voz.
         —Bueno… No sé ni por dónde empezar. Es tan raro
         —¿Pero estás bien?
         —Sí, sí —me apresuré a tranquilizarlo—. Si a lo mejor es una tontería. Una de esas… casualidades… ¡Qué coño una casualidad! Si está todo bien detallado, de pe a pa. Mira —me lancé a fondo, antes de que me interrumpiera— hoy he comprado un libro en esa librería de la que te hablé la semana pasada, la que está en la parte vieja. Se titula La historia de mi vida. ¡Y vaya si lo es! Mario… Te juro que es la historia de mi vida, de la mía. Lo saben todo. To-do. Dónde nací, cómo me crié, mis padres, mis amigos, las juergas y los viajes. Tú. Nuestra relación. Hasta las cosas que yo he pensado o he sentido pero no le he dicho a nadie.
         —Vamos a ver, Luz —el tono de Mario sonaba neutro, como si todavía tuviera que decidir qué pensaba de lo que le estaba contando—. ¿No será que es una historia como la de cualquiera? Me refiero a que, dentro de una misma generación y en la misma zona geográfica, prácticamente todos vivimos igual, nos pasan poco más o menos las mismas cosas.
         —Que no, joder, que te digo que lo saben todo. Hay descripciones que solo pueden corresponder a sitios y personas concretos. ¡No voy a reconocer yo a mi familia, o saber las cosas que he pensado!
         Escuché un rumor de gente moviéndose junto a Mario.
         —Nos avisan de que reanudamos la reunión. Tengo que irme. En cuanto salga te llamo. Pero no te preocupes. Trata de olvidarte del libro y ponte con otra cosa… Ponte a estudiar —dijo con nuevo ánimo, como si le hubiera venido la inspiración feliz que podría ayudarme.
         —Sí, claro, si logro concentrarme —contesté un poco cabreada, lo admito, eso de los consejitos que pretenden arreglarte la vida me saca de quicio, por más que sepa que son bienintencionados—. Lo que pasa es… que me he puesto a darle vueltas y me ha entrado un miedo horrible.
         —¿Miedo por qué? ¿Hay algo más?
         —¿Te parece poco? Si sigo leyendo podría descubrir qué va a ser de mí hasta que me muera.
         —Pues no leas —lógico, racional, ¿cómo no se me habría ocurrido a mí?—. Escucha, de verdad que me tengo que ir. Te llamo. No te preocupes, encierra en algún sitio el maldito libro ese y no pienses en él. En unos días estoy en casa y lo vemos. Te quiero.
         —Claro. Yo también te quiero. —El arrepentimiento me hizo añadir—: Ya estoy mejor. No pasa nada. Lo guardo y ya está.
         —Así me gusta. Un beso.
         —Otro.
         Me quedé con el teléfono en la mano y una sensación de inminente desastre que no podía explicar. El libro me miraba, sí, me miraba desde su portada, con esa mujer de espaldas invitándome a ser ella, a mirar con ella el sol poniente y la vastedad del destino que se desplegaba delante, igual que ese paisaje que se perdía hacia el horizonte en un único punto de fuga.
         Quizá fue por distraerme. El caso es que rebusqué entre mis apuntes hasta dar con los pintores románticos alemanes y al fin encontré lo que quería. El análisis del cuadro que me tenía tan intrigada decía así:
         «Mujer bajo el sol poniente», 1818. 1818… Una fecha curiosa. ¿De qué me sonaba? Luego lo pensaría. Seguí leyendo:
«A partir de su matrimonio con Caroline Bommer en 1818, la presencia femenina es abundante en los cuadros de Friedrich, ya sea en solitario, en pareja o como parte de un grupo de mujeres. Esta nueva fuente de inspiración daría lugar a algunos de sus más célebres óleos… …Pocos, sin embargo, han alcanzado la popularidad de esta obra. Es una de las composiciones más peculiares de Friedrich: una mujer se alza en el centro de la composición, que se organiza en función de ella. Como de costumbre, aparece de espaldas, vestida con traje tradicional alemán. Alza ligeramente las manos ante el sol, del que es difícil apreciar si nace o se oculta en esos instantes. Este gesto implica el ofrecimiento de su cuerpo, de sí misma al sol y, por otra parte, recuerda la iconografía de las mujeres orantes del arte paleocristiano…».
          No podía ser más simbólico, desde luego. Recordé el «hágase en mi mí según tu Palabra…». Sometida al destino, mirándolo cara a cara. Sometida y esperando lo que hubiera de pasar. Pero me quedaba la elección de no saber. Al menos a eso no podían obligarme.
         Decidí, en ese mismo momento, lo que tenía que hacer. Cogí el libro por una esquina, con el mismo cuidado que hubiera puesto si llevara algún animal venenoso aletargado. Lo guardé en el último cajón del aparador, a salvo de ojeadas accidentales. Pero antes… No me resistí a hacer una comprobación. 1818. Efectivamente, el año de edición que figuraba en el libro. Ahora ya sabía que era el mismo en que se pintó el cuadro. Pero… ¡un momento! Había algo distinto. En la página de derechos se había completado el nombre del autor, antes desdibujado. Para mi total consternación ahora podía leerse con total claridad y al completo. Yo hubiera preferido, sin duda, seguir en la ignorancia. Porque el nombre que vi me estremeció de arriba abajo. Era «Las Moiras».

Durante un par de días me contuve. Pero llegada la noche no pude evitar intercalar, entre programaciones didácticas y proyectos curriculares, unas pocas páginas más de mi historia. «Solo para comprobar que no me rallé sin motivo», me dije, tratando de convencerme, «para ver si sigue pareciéndome tan fiel y solo hasta llegar al momento presente», me prometí.
         Y me mentí. Llegué hasta ese preciso instante en que me hallaba, con la misma mesa atestada de papeles y la taza vacía a mi lado, el temario abierto por la parte más aburrida, y la tentación de hacer una pausa y concederme un poco de lectura recreativa. Mi visita a O Moucho aparecía referida en el libro, aunque no se hablaba nada sobre su naturaleza. Sí, en cambio, de la confusión y el pánico que su lectura me había ocasionado. Se hacía una descripción pormenorizada de la pintura de la portada, pero nada sobre datos técnicos. Seguí leyendo para quitarme el gusanillo de la intriga. O eso me dije. Y devoré otras diez o quince páginas antes de poder parar. Habría una discusión en la comida dominical con mi familia, si el libro estaba en lo cierto, y Mario retrasaría su regreso a casa un día más de lo previsto, por causa de una de esas ciclogénesis con nieve y viento que ahora servían para explicarlo todo.
         No me atreví a seguir más. Cerré los libros por ese día. Me fui a la cama y soñé cosas horribles sobre viajes y mujeres que adoraban al sol y veían cosas que no debían ver.
         El domingo comía en casa de mis padres. Allí mi hermana, mi cuñado y yo asistimos impotentes a una trifulca monumental que montaron mis padres en la mesa. Sin esperar a los postres, se echaron en cara cosas antiguas y recientes, sin que ninguno supiera luego cómo demonios había empezado aquella bronca. Y el lunes Mario me llamó diciendo que había amanecido nevado y que la ventisca tenía visos de seguir un par de días aún por lo menos. Que todo el mundo comentaba cómo el parte meteorológico ni se había hecho eco de algo así.
         Cuando por fin nos vimos, no pude dejar de hablar del dichoso libro. Le conté las últimas novedades y aseguré que estaba más preocupada que nunca en mi vida, que no me atrevía a tener aquella carga conmigo más tiempo, porque estaba segura de que acabaría por indagar la verdad y creía que no podría soportar ciertas cosas, que condicionarían mi vida sin remedio.
         Le pedí que comprobara por sí mismo que era tal como yo le había contado. Pero que por favor no pasara del día de hoy, o si lo hacía, que no me contara nada. Saqué del bolso el libro, que había envuelto en un grueso papel de estraza, y se lo entregué, sintiéndome culpable por colocar en sus manos la tentación de mi futuro. Pero él me aseguró que no había ningún riesgo.
         —Si veo que el libro se apodera de mí —bromeó— y me induce a leer más de lo debido, lo tiro por la ventana y listo. No te preocupes más —insistió—, comprobaré que eres de verdad la protagonista de la novela y luego nos desharemos de él y nos olvidaremos hasta de que existió una vez.
        —Vale —asentí, algo más tranquila—. Es que ni siquiera puedo pensar que se trate de una broma cruel, nadie sería capaz de fabricar un libro semejante. Y no te he contado lo más raro…
         —Ah, ¿es que todavía puedes superarlo? —me interrumpió con una sonrisilla sardónica que, por alguna razón, logró tranquilizarme un poco.
         —Pues sí. Ha aparecido el nombre del autor. O, más bien, de las autoras —y luego solté a bocajarro—. ¡Las Moiras!
         —¿Y? —preguntó Mario al ver que tenía que entender algo con ese simple enunciado.
         —¿Cómo que «y»? ¡Serás ignorante! —me sentí con fuerzas de bromear—. Las Moiras son las Señoras del destino. En la mitología griega son tres, Cloto, Láquesis y Átropo. Su misión es regular la vida de todos los mortales, mediante un hilo cordón que la primera hila, la segunda mide, y la tercera corta cuando llega el final. ¿No te parece espeluznante que las Moiras hayan escrito mi vida?
         —Tanto como que exista un libro que la narre enterita. Si de verdad es así. No estoy diciendo que no te crea —se apresuró a aclarar—, es solo que a veces uno se sugestiona y «decora» un poco sus propias percepciones…
         —Ya salió el maldito psicólogo —interrumpí.
         Mario sonrió con ganas y me abrazó más fuerte. —A ver, que yo doy por buena tu versión del tema. De cualquier tema. Antes que psicólogo soy un hombre necesitado de afecto —lanzó una carcajada al tiempo que yo le clavaba el codo en las costillas.
         —Pues aún hay más, hombre-que-va-a-dormir-en-el-descansillo. Aún no te he contado que volví a la librería para indagar por mi compra.
         —Ni lo había pensado, pero era el paso lógico, desde luego.
         —Gracias por estar de acuerdo con mi enfoque detectivesco —contesté con marcada ironía—. Pero solo empeoró mi situación.
         —¿Cómo?
         —El librero dijo no saber nada acerca de ese libro. Me juró y perjuró —debí de ponerme bastante insistente, me temo— que nunca había tenido en la tienda un ejemplar así, que no sabía nada de ese título, autor y ni siquiera editorial, ya que hay una editorial destino Destino pero ni por asomo se parece su logo al que figura en mi libro. Yo llevé el otro que compré ese día, uno de Vance, y se lo mostré, muy enfadada, diciéndole que a ver si también me iba a negar que lo hubiera adquirido allí.
         »—Claro que es mío —respondió—. ¿No lo ve? Aquí. El sello de O Moucho y el precio que marqué en su día. —Señalaba una tarjetita pegada en la segunda página—. ¿Dónde está todo eso en el otro libro que usted me trae? No está, porque ese libro no es mío ni lo ha sido nunca. Y mire también, que no tendría por qué enseñárselo, pero ya que no se fía de mí… Aquí, en el cuaderno donde apunto las ventas. El precio del libro de Jack Vance anotado en la fecha que me dice. Solo ese. ¿Por qué iba a haber puesto el de uno y no el del otro?».
         »Así que me marché de allí totalmente desesperada. Toma el libro y guárdalo donde yo no lo vea. Tiene la capacidad de seguirme a todas partes.
         —¿Qué quieres decir?
         —Ya lo descubrirás por ti mismo… Creo. Y ahora no hablemos más. Tu obligación como profesional, e incluso como pareja, es consolarme.

Al día siguiente recibí una llamada de madrugada. Era Mario, llamándome a las tres de la mañana, algo que no había hecho nunca.
         —No te lo vas a creer —empezó diciendo, y yo pensé que últimamente todas nuestras conversaciones empezaban del mismo modo—. El libro. Llevo leyendo desde que me acosté. Y no trata de tu vida, aunque sales como un personaje bastante protagonista. Luz —su tono se volvió grave y serio—, es la historia de la mía. Está todo, con pelos y señales.
         No podía ser. Y si lo era, era peor de lo que pensábamos. Mario estaba tan angustiado como lo estuve yo, pero él había sido, si cabe, aún más imprudente. Había seguido leyendo un par de capítulos más. Y ahora sabía que su padre iba a sufrir un accidente horrible en un par de días y quedaría en coma por, al menos, medio año.
         —No pude evitarlo. Leí páginas y páginas sin parar, reconociendo, tal como tú decías, sitios, personas y acontecimientos de mi vida, incluso alguno que creía no recordar. Y cada vez que conseguía cerrar el libro, recurriendo a toda mi fuerza de voluntad, aquel hombre sobre la montaña, mirando al infinito, me obligaba a volver a abrirlo para poder contemplar el infinito yo también.
         —Mario, ¿qué dices? —le pregunté muy agitada—, no es un hombre, es una mujer. Y no está en ninguna montaña, el paisaje parece un campo ondulado.
         —Luz, lo tengo aquí delante. Si quieres te lo describo. Es un hombre y lleva un bastón y una especie de levita. Varias cumbres asoman entre la niebla delante de él.
         —El caminante sobre un mar de nubes —dije.
         —¿El caminante qué?
         —Es otro cuadro del mismo pintor, el mismo que retrató a la mujer que adornaba la portada cuando yo tenía el libro.
         —¿Ese al que le dedicaste un artículo hace poco?
         —El mismo. El alemán. Uno de mis favoritos, que tú encontrabas algo lúgubre.
         —Voy acordándome.
         —Mario, ¿ves lo que eso significa? El libro cambia en todos sus detalles según quién lo tiene. Adapta su texto y su imagen al nuevo poseedor. Aunque… parece que el que nos posee en realidad es el libro. Se adueña de nuestra vida y de nuestra tranquilidad para siempre.
         Mi voz había ido reflejando la angustia que se apoderaba de mí. Y Mario no parecía más animado. Nos quedamos en silencio un rato. Él lo rompió.
         —Bueno, no nos lo tomemos así, tal vez salga algo bueno de todo esto.
         —¿Qué puede salir de bueno?
         —No hay por qué dudar de lo que dice el libro, ¿no?
         —Claro, eso es lo peor. ¿Y no me acabas de contar…?
         —Por eso, en eso precisamente estoy pensando. El accidente de mi padre. Ahora que lo sabemos, podemos intentar evitarlo.
         —Sí, tal vez podamos hacer algo —respondí, con más dudas de las que quería revelar—. El libro… ¿El libro dice cómo se producirá?
         —Sí. Él saldrá el jueves para el trabajo como todos los días. Y a diez kilómetros de la granja, en el cruce de la comarcal, un camión se saltará un stop y embestirá su coche. Dará varias vueltas de campana y se estampará contra un árbol. Los servicios de urgencia llegarán a tiempo de salvarle la vida, aunque quedará en coma para mucho tiempo. No me he atrevido a seguir más.
         —Pues entonces debería ser tan fácil como retrasar su salida de casa. O, mejor, convéncele para que no vaya ese día al trabajo.
         —Eso es. Puedo decirle que tiene que acompañarme a ver una casa, que el vendedor solo puede ese día. Que vaya a trabajar luego, a media mañana. Ser su propio jefe le tiene que dar algo de libertad, ¿no?
         Ultimamos los planes y nos despedimos. El jueves me pasé la mañana sin dar pie con bola. Menos mal que tenía pocas clases ese día y pude salir a comer pronto. Recibí la llamada de Mario temblando como una hoja. Él casi no podía hablar. Su padre no había ido al trabajo, tal como quedamos; le había acompañado a la inmobiliaria y se había quedado esperando en el coche mientras Mario recogía las llaves. Un coche grande, un cuatro por cuatro, había perdido el control y se había estrellado contra su puerta, haciendo saltar el airbag. El fuerte impacto le había provocado un fuerte traumatismo craneoencefálico, cuyo alcance aún estaba por determinar. Mario estaba destrozado. Llamaba desde el hospital.
         Llevaba el libro conmigo, ¿sabes? —dijo con un hilo de voz—. Quería ver si al cambiar el destino variaba algo en el texto. Pero resulta que no he cambiado nada. Ni siquiera he querido comprobar si la escena se reescribía sola o no. Lo he tirado a la calle. Pero luego, no sé cómo, volvía a estar en mi mochila. Tengo la sensación extraña de haber sufrido una especie de fuga. De haber actuado como si estuviera sonámbulo, de estar y no estar. ¿Me entiendes? Tal vez la conmoción, no sé. O tal vez esta mierda de libro que algún destino cabrón nos ha echado encima.
         —Tenemos que destruirlo. Ahora nos vemos. Voy para allá.

Lo probamos todo. Fuego, agua, tirarlo por la ventana, incluso arrojarlo al paso del tren. Nada fue capaz de acabar con ese libro perverso. Ni siquiera de deteriorarlo. Y siempre encontraba la forma de volver a nosotros hiciéramos lo que hiciéramos. Producía una especie de hechizo que te nublaba la mente, o la voluntad, y hacía que tú mismo lo rescataras.
         Solo se podía hacer una cosa con él, fue Mario quien se dio cuenta. El libro podía regalarse, al menos era posible entre personas que se conocían, nosotros mismos lo habíamos probado. Y solo era peligroso para quienes pudieran leerlo, te metía sin remedio en una espiral de querer saber y no saber. Te sugestionaba. Regía tus pensamientos y tus acciones a poco que le dieras oportunidad. Vampirizaba tu energía y tu destino entero.
         —Pero su padre no podía leerlo. Podíamos hacer la prueba. Podíamos «regalárselo», aunque él no se enterara del regalo, aunque no pudiera aceptarlo, y ver si el libro se quedaba allí, en la habitación de hospital que se había convertido en su hogar. Bien escondido, eso sí, por si alguien sentía la curiosidad de ojearlo.
         Así lo hicimos. Y funcionó. Al menos de momento.
         En un rato a solas, Mario y yo se lo contamos a su padre, confiando en que no fueran verdad todas esas películas que decían que los enfermos en coma percibían lo que les rodeaba. Confiando mejor en el dictamen médico, que aseguraba que eso era imposible. Dejamos el libro, bien envuelto, en un cajón de la mesilla de formica, bajo un montón de papeles e informes acumulados con el paso de los días. Y el libro se quedó allí, aceptó el trato. Allí seguía al otro día, y al otro, y al otro.

Fue superior a nuestras fuerzas. Tuvimos que volver a verlo. Solo un vistazo, nos dijimos. Solo ver la cubierta y ya está. Eso no puede perjudicarnos.
         El mismo título pero una nueva portada. Letras más modernas, en negro rotundo. Y un cuadro desasosegante que ni yo reconocí. Le hice una foto y me metí en internet, parecía necesario saber de qué se trataba. Una búsqueda en el Google imágenes nos dio la respuesta: El corredor, 1976. «Uno de los cuadros más significativos y delatadores de la cosmogonía de Manuel López-Villaseñor», rezaba el pie de página.
         El técnico conservador de Museos, Archivo y Patrimonio Municipal de Guadalajara, don José González Ortiz, describía así el cuadro y su simbolismo:
         En el cuadro se refleja un cadáver envuelto en un sudario que levita sobre el suelo en un tenebroso corredor de algún lúgubre Hospital. En el techo aparecen cuatro focos distanciados y en la pared un voluminoso reloj, este sin agujas que marquen las horas.
         Para mí, esta obra es una radiografía del anhelo de un artista herido por la vida y que representa el sueño de renovación o transformación… el cadáver que levita envuelto en un sudario es la metáfora de una crisálida que espera la hora de transformarse en una bella mariposa, y romper el caparazón que lo ata a una vida no deseada… Un nuevo ser… El corredor es un tránsito, los cuatros focos luminosos que hay en el techo son la esperanza y el reloj sin agujas es la intemporalidad ¡puede ocurrir en cualquier momento!
         Nos quedamos paralizados. ¿Cómo interpretar aquello? En cualquier caso, aquel no era el final de la pesadilla. O no un final seguro, al menos.
         —Si mi padre está en tránsito… Si la historia de su vida simplemente está en suspenso y puede escribirse de nuevo, en cualquier momento, eso significa que podría despertar —su voz se fue haciendo más animada—, podría superar el tránsito y empezar de nuevo, como un nuevo ser.
         —Eso sería estupendo —dije con fervor.
         —Entonces tendríamos que quitarle el libro —miró con aprensión, alternativamente, a su padre y al volumen maldito que descansaba una vez más bajo la cubierta protectora del papel de estraza—. ¿Y qué haríamos con él? ¿A quién podríamos dárselo que no le perjudique?
         —Bien —decidí—, si eso ocurre será que el libro tiene que ponerse en marcha de nuevo, seguir su curso, completar su ciclo. Será el destino, y hemos visto que a eso no podemos oponernos. Dejaremos de resistirnos y obedeceremos.
         Mario me miró con extrañeza y añadí:
         —Yo lo encontré, o el libro me encontró a mí, en una estantería polvorienta de una librería olvidada. Lo devolveré a su lugar y dejaré que la rueda infernal siga girando.

2 comentarios:

  1. ¡Uaaala!, normal que esté «calabazado». Los pelos como escarpias «me se» han puesto.
    Además, mencionas a Villaseñor. Con Prieto, López y D'Opazo forma un grupúsculo de manchegos «manchalienzos» que inspiran a cualquiera.
    ¡Enhorabuena!

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  2. Mil gracias, Torpeyvago (sé quien eres, claro :-)) Para mí fue un afortunado descubrimiento. Ese cuadro es maravilloso, aunque inquietante (o al revés XD). Y saber que el autor es «de la Tierra» me encantó. Echaré un ojo a los otros pintores que apuntas.

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