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martes, 16 de septiembre de 2014

De pócimas...

He aquí un relato que he hecho hace nada para un taller del foro del Multiverso. Se trataba de un ejercicio "antioxidante", que debía versar sobre un tema (a elegir entre dos o tres) relacionado con las excusas rocambolescas que se pueden poner para justificar algo.
         Yo elegí el del personaje que se le rebela a su autor, dándole las razones que estima oportunas para explicar la acción emprendida.
         Arrancó como un relato más bien humorístico, pero se fue volviendo un poquito amargo, adoptando el tono que le dio la gana. ¿Entendéis ahora mi elección? Soy experta en personajes y tramas que se rebelan. Si me descuido un poco, al final me sale un dramón de los buenos XDD
         Aquí está, listo para ser destripado y eso.


**Espero que podáis perdonarme la imagen ;-)

REVOLUCIÓN, por L. G. Morgan

M. se levantó como cada día: hecha un asco. Con el sonido rutinario del despertador, arrastrando los pies y los restos de sueño camino del cuarto de baño. Luego desayunó, como cada día, un té triste y una tostada tirando a quemada. Y encendió el ordenador también como cada día, para continuar con lo que fuera que estaba escribiendo entonces.
Solo que aquel no estaba destinado a ser un día como cualquier otro. En la última página de su última novela, esa que aún tenía a medias, varada en el capítulo siete, aparecía una palabra en mayúsculas y negritas, más grande del habitual tipo 12.
REVOLUCIÓN.
Muchas veces. Surcando todo el ancho de la página.
Coño. ¿Será cosa del subconsciente diciéndome algo? –no pudo evitar pronunciar en voz alta.
—¿Qué subconsciente ni qué niño muerto? –apareció una frase en la hoja blanca del Word.
M. no podía creerlo. Se aseguró de que sus dedos se mantenían quietos; ni siquiera se habían acercado al teclado. Ella no había escrito esas palabras.
—Soy yo, Amanda –volvió a escribirse en el papel virtual.
—¿Amanda? ¿Qué Amanda? –se atrevió a escribir M. por fin. Necesitaba entender qué estaba pasando.
—Hoy estás aún menos lúcida de lo normal, ¿eh? –respondió el papel con intención ofensiva, M. estaba segura de ello–. Amanda Warren, torpe. Tu personaje en la jodida “Amor en la campiña inglesa”, esta bazofia que te empeñas en llamar novela.
—No puede ser –se asustó M.–, no es posible.
Se pasó las manos por la cara compulsivamente, tratando de salir de su estupor y hacerse cargo de lo que tenía que ser una especie de perversa alucinación. Pero el restregón de ojos no cambió nada. Se dio una vuelta por las líneas y páginas anteriores, notando con creciente horror las insidiosas alteraciones que destrozaban su trabajo. ¿Quién podría haberlo hecho? Ella no, desde luego. Recordaba perfectamente, si no todas las palabras, la idea de la trama, el sentido de los diálogos… Las escenas, en definitiva. Allí estaba pasando algo muy feo, más propio de la ciencia ficción que del género romántico en el que ella era la reina.
El cursor avanzó por sí mismo hasta pararse en la última página. El «diálogo» se reanudó.
—Solo diré esto una vez: no voy a hacerlo, me rebelo. Va en contra de mi dignidad como personaje.
—Ya está bien –se indignó M. a su vez, sin saber muy bien a qué, exactamente, se refería Amanda–. Tú harás lo que yo te diga –gritó como una posesa.
Esperó. Pero no ocurrió nada. Esperó un buen rato más, sin que una sola letra se trazara en la pantalla.
Entonces observó algo.
Subió arriba, para cerciorarse de que había visto bien. Un montón de frases se habían convertido en cursiva. Luego apareció algo nuevo:
Esta es mi voz a partir de ahora. Más vale que te vayas acostumbrando.
—¿Cómo que tu voz? A ver si te enteras. Tú no tienes voz, no tienes nada. Eres solo una creación mía.
Porque tú lo digas. Imagíname riendo: jajajajajajaaa. Yo soy lo que quiera ser. Y desde ya te digo que no pienso chupársela al mierda este de protagonista con el que me has liado. Es un imbécil. ¡Jonathan Shift!, menudo pijo. Ni siquiera me gusta, nunca he soportado a los hombres con traje caro y reloj de marca. Me trata fatal. Claro que todo es culpa tuya, me haces parecer una subnormal, con todos esos “Oh, Johny, me siento tan segura a tu lado”. Además soy pobre. Y bastante inculta. ¿No podías haberme dado unos estudios, aunque fuera algo del tipo “femenino”, no sé, maestra o algo así? Pero no, tenía que ser la puta secretaria que moja las bragas por su jefe. ¡Pero si no lo soporto! Y la coherencia. ¿No podías haber ideado algo más razonable? No sé, que yo comprenda que es un capullo y me lo monte con otro más decente. Es que así parece que lo que quiero es su dinero.
M. no daba crédito a lo que leía. Amanda había resultado “tan” ordinaria. Y además moralista. Evidentemente, no sabía una mierda de las convenciones del género romántico. Trató de explicarle.
—A la gente que lee mis libros le gusta leer sobre sexo, sí. Pero tiene que ser “sexo seguro”, por decirlo de alguna manera. Tiene que seguir unos parámetros aceptables, unos cauces conocidos. Hay que respetar el argumento básico, ¿lo entiendes? Yo me limito a cambiar escenarios y nombres en cada novela, pero NO PUEDO, de ninguna manera, cargarme las convenciones. ¡No sería decente, no sería… ético! He de darles a los lectores lo que esperan de mí.
—¡Tonterías! Tu obligación es escribir algo con cierta lógica. Algo medianamente fiel a la realidad, «¿lo entiendes?» –remedó con burla–. ¿Y qué lógica tiene tu asquerosa escena? Se  supone que soy virgen. Así que «lo lógico», cuando él se la saca de buenas a primeras y me dice que me la coma, sería salir corriendo...
¡¡¡No lo dice ASÍ!!! –se indignó M., sin poder evitar ruborizarse ligeramente. «Por favor, por favor, que no “suene” de esa forma como lo dice ella».
Bueno, como sea. ¡Pero si, tal como me has descrito, no sabría ni qué hacer con una en las manos! ¡Por favor, nadie va a creérselo! De repente soy una experta devoradora de hombres.
M. la imaginó poniendo los ojos en blanco, chillando de rabia delante de ella. Y se asustó. Se quedó parada mucho rato sin saber qué hacer. ¡Qué carácter! Luego, con cuidado, con una letra que le pareció que «sonaba» muy pequeña, se atrevió a escribir:
—¿Y qué hacemos entonces?
—¿Hacemos? Tú nada, que ya has hecho bastante. Déjalo todo en mis manos y vete a hacer lo que quiera que hagas con tu vida. Yo tengo trabajo.
Obedeció como una buena chica. ¿Qué iba a hacer? No podía luchar contra los elementos si el mundo se había vuelto majara. Había que claudicar.

Se levantó del ordenador y se fue a su cuarto. Y se dio cuenta de que no tenía la menor idea de qué hacer ahora que era libre, ahora que no tenía que escribir. Todo el día por delante y… Nada, vacío total. Y entonces fue como una revelación, en mayúsculas tamaño 20 y negrita: vio que no tenía vida propia fuera de aquella, tan falsa y pobre en opinión de Amanda, que creaba en sus libros.

2 comentarios:

  1. La imagen no sé si perdonártela, porque es de ¡¡¡ cielos, Leoncio !!!, ;) bueeenooo, si, porque me ha gustado tu relato y ese final tan alejado del humor del principio. La sorprendida escritora merecería que su vida fuera reescrita por su rebelde personaje.

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  2. Sí, pobre, se ve que necesitaba un par de consejos XDD
    Sobre la "foto": y no es lo mejor que he podido encontrar jajajajajaaa

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