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jueves, 30 de octubre de 2014

PARÍS: DÍA 2

Empezamos con el prometido desayuno, que el día se presentaba completito y había que hacer acopio de azúcar XD. Metro hasta los Campos Elíseos, para reservar fuerzas.

El arco del triunfo al fondo
Place Clemenceau


Caminando por el inmenso paseo llegamos hasta la Place Clemenceau, desde donde arranca una avenida que pasa entre el Petit Palais y el Grand Palais, construidos ambos para la Exposición Universal de 1900.












Viendo lo que llaman Palacio "pequeño" ya puede hacerse uno una idea de qué dimensiones manejan los parisinos en cuestión de edificios.


Petite Palais
Desde allí tuvimos nuestra primera visión de la Torre Eiffel, junto al puente magnífico de Alejandro III, uno de los más opulentos de cuantos se tienden sobre el Sena. La primera piedra de su construcción fue colocada por el Zar Nicolás II, conmemorando la alianza franco-rusa.



Puente de Alejandro III

De vuelta a los Campos Elíseos, alcanzamos el siguiente objetivo: la Plaza de la Concordia, donde termina esta enorme arteria, la avenida más larga de París, que comienza en el Arco del Triunfo. La plaza de la Concordia fue concebida en honor de Luis XV, luego albergó la guillotina durante los tiempos de la Revolución, para finalmente ser nombrada de la Concordia, celebrando con ello el fin del Terror. El obelisco que se erige en su centro procede de Luxor, y fue donado a Francia por Mehmet Alí, que era entonces gobernador de Egipto, en nombre del Sultán otomano.

A esas alturas estábamos convencidos de estar viendo la parte más mastodóntica de la ciudad, monumental ya de por sí. Cada edificio parecía superar al anterior, cada plaza, cada espacio abierto, ser aún mayor que el último que habíamos visitado. Era una escalada continua. Tanto como para preguntarse como en La chica del 17: pero esta gente, ¿de dónde saca, p'a tanto como destaca? XDD
         Tras la Concordia se encuentran los jardines de las Tullerías, donde aprovechamos para descansar un poco, en unas graciosas tumbonas que hay colocadas todo alrededor del estanque. Había salido el sol y el día invitaba a la pereza.

Tullerías, con el estanque y el museo de L'Orangerie al fondo.
Allí teníamos prevista una cita con Monet, en el museo de L'Orangerie, que se encuentra en lo que fue un invernadero de naranjos, y alberga las renombradas pinturas de Monet, "Les Nymphéas", los Nenúfares; en una sala ovalada concebida específicamente para ese fin según instrucciones del propio artista. La impresión es curiosa, porque da la sensación de estar viendo la misma escena sometida al paso del tiempo, con las sutiles diferencias de luz y de color que proporcionarían las horas del día.
         En el museo se pueden ver también obras significativas de otros pintores impresionistas y post impresionistas. Personalmente, me llamó mucho la atención la obra de Maurice Utrillo, hijo de la pintora Suzanne Valadon, que retrató en sus oscuras pinturas el ambiente de Monmartre en el que vivió. Las biografías de madre e hijo son de estudio :-)
         Y en mi búsqueda perpetua de mujeres artistas, me fijé también en Marie Laurencin, otra pintora de la época cuya obra es sin embargo distinta a todas las que le rodearon. Pinta siempre, con raras excepciones, mujeres. De piel blanca e insondables ojos fremen (estoy leyendo Dune, aviso). Etéreas y eternas. 

Hora de comer. Para ello nos aventuramos por el distrito del Louvre, rumbo a La Madeleine. Hicimos una comida rápida al lado mismo, y cotilleamos un poco las tiendas tan coquetas de los alrededores.


Luego visitamos esa macro iglesia, mandada hacer por Napoleón, aunque fuera para servir a otros fines, que lleva por nombre la Madeleine. Todo lo que impulsó este hombre tenía por objeto la magnificencia, el tamaño (supongo muy importante para un hombre de escasa talla física pero con aspiraciones y logros de emperador) y el servicio al recuerdo imborrable de su gloria. La Madeleine no podía ser menos. Y hay que reconocer que el gran corso consiguió su objetivo: impresionar, impresiona. Y mucho.





Desde allí se puede contemplar, al fondo, la plaza de la Concordia, con el obelisco en el centro y el Ministerio de Marina detrás. Impresionante, ¿eh? Antes de abandonar la zona queríamos recorrer un poco la famosa Rue St. Honoré, la de las tiendas de moda más famosas, y la Plaza Vendome, donde se encuentra el Hotel Ritz. Lamentablemente, el obelisco que se encuentra en ella aparecía "embalsamado", cubierto de andamios y cuerdas, con lo que la plaza parecía una dama a medio arreglar y, no queriendo ofender su pudor, echamos solo un rápido vistazo y nos fuimos a otra cosa, mariposa.


Bien, se anticipaba otro "momentazo" parisino, porque ahora, de vuelta a las Tullerías, íbamos a tener la primera y gloriosa vista frontal del Louvre y la polémica pirámide de cristal. Ya te va advirtiendo el Arco de Triunfo du Carrousel, que se encuentra poco antes.


Pero, por más que hayas llegado a imaginar el momento el impacto es igual de fuerte cuando, antes de cruzar la calle, y obviando en tu mente las vallas que la separan, ves ante ti la maravilla de edificio que protagoniza tantas fotos. Sobre el ¿a favor o en contra de la pirámide?, que por lo visto dividió a los parisinos cuando fue erigida, allá por 1989, mi respuesta: DECIDIDAMENTE A FAVOR. Simplemente, me encanta.





Pero vámonos ahora de allí, que la tarde aún da de sí y se nos ha ocurrido la peregrina idea de que tenemos que ver el Louvre iluminado, así que habrá que volver esta noche. Siguiente parada: St. Germain des Prés. Y de camino, preciosos rincones como estos:

Interior de Saint Germain des Pres.

No olvidemos lo literario, paradita en el Cafe de Flore, donde se reunían Sartre, Beauvoir y sus compinches.

¿Dónde nos dirigimos ahora? Pista: esto es San Sulpice y nos estamos alejando del río.


Pues a los jardines de Luxemburgo, dónde si no XD Llegamos con la lengua fuera y cerca de la hora de cierre (como españoles que somos, no podíamos imaginar que un parque cerrara tan pronto. ¡Pero si es pleno día!). Ah, pero cada cuál sabe sus cosas. Al poco de abandonarlo (y lograr cazar al vuelo un autobús) el sol se marcha a dormir al Sena.


Y es entonces cuando cumplimos nuestro sueño.



Con la inmensa (e inesperada) fortuna de que se nos ha concedido un momento de esos mágicos que uno tiene que ir coleccionando en la vida, más valiosos por extraños. Ya antes de verlo, escuchamos las notas dolientes de su violonchelo, que le prestan al escenario una cualidad de leyenda. Después de esto, uno se va a dormir sintiéndose tocado por los dioses.




jueves, 23 de octubre de 2014

París bien vale una misa

Así cuentan que se expresó el rey de Francia, Enrique IV, cuando, el 25 de julio de 1593 se convirtió al catolicismo para poder acceder al trono de Francia.

Rostro reconstruido de Enrique IV de Francia y III de Navarra.
     
A finales del pasado agosto visité París con mi familia, y las palabras del bueno de Enrique acudieron a mi memoria desde el principio. Nada más pisar la plaza que está delante del Hotel de Ville, después de atravesar de punta a punta el barrio de Le Marais, en un arrebato de pasión, supongo, llegué a pensar que no había ciudad comparable a esa que estaba contemplando. Todo era a mi alrededor XXL, todo piedra clara, todo luz reflejada por el gris brillante del Sena. Y la noción de que aquello era solo el principio, solo conseguía aumentar mi deslumbramiento. He de decir también que había un cielo gótico muy francés, pletórico de nubes oscuras y luz filtrada, que parecía haberse confabulado para que París luciera lo mejor y más parisino posible. Y que el aire resplandecía. Uno se volvía hacia el río, miraba la orilla opuesta, se giraba hacia atrás, a izquierda y derecha, y no podía dejar de contener el aliento...
         Pero empecemos por el principio, antes de que Stendhal me ataque de nuevo. Dejadme que os cuente cómo fueron esos seis días, agotadores, que pasamos en la capital de Francia. Y que os lo muestre, gracias a las fotos de mi fotógrafo particular, también marido, que creo que debió de hacer como mil.

Día primero, jueves.
Llegamos al Aeropuerto Charles De Gaulle muy temprano. Allí mismo se puede tomar un tren hasta la estación París Nord, desde donde queríamos transbordar metro para así llegar a Republique, muy cerca de nuestro destino.
         Salimos a la calle y sufrimos nuestro primer shock: una dama enorme, de piedra blanca, te mira desde la cima de un inmenso pedestal. Es la alegoría de la República francesa, con un rostro benévolo y hermoso, que preside una plaza descomunal que constituye uno de los centros neurálgicos de esa zona de París. A pocos pasos de allí, siguiendo una avenida amplia y con bastante tráfico, encontramos el metro de Temple, y justo al lado, nuestra calle, Rue Vert bois.

Le Marais - M. A. Rodríguez

Llevábamos reservado desde Madrid un pequeño (diminuto) apartamento justo al lado, que resultó muy cómodo y provisto de todo lo necesario. Nos recibió el dueño, un tipo encantador, y nos instalamos enseguida, ansiosos por salir a ver mundo. La casa se hallaba en un edificio muy bonito y con solera, podéis juzgar vosotros mismos por las vistas, pero que era por dentro como la escalera que yo me imagino subía Raskólnikov en Crimen y castigo. Estrecha, con paredes llenas de grietas y desconchones, y un ascensor de esos que requieren de mucha fe a la hora de utilizarlos.

Unas vistas muy francesas, ¿no? Deben de serlo, porque se me ocurrió enviar por facebook una foto igual, como acertijo sobre dónde me encontraba, y muchos de mis amigos dieron de pleno en la diana a la primera. ¡Snif! El misterio me duró menos de lo que tardé en enviar las pistas XDD
         Luego salimos a dar una vuelta por "el barrio", que resultó de lo más animado, y comimos allí mismo; en un italiano, naturalmente XD
         Tras un pequeño descanso, acometimos el camino a Notre Dame, primer objetivo turístico que nos habíamos marcado. Por el camino descubrimos una de las verdades básicas sobre París: las distancias NUNCA corresponden a la idea que te has hecho sobre el mapa. Siempre son muuucho mayores. Lo que, en un acceso de optimismo, te ha parecido razonable resulta ser una etapa del camino de Santiago. Eso sí, tiene sus compensaciones, no vas a ver nada feo. Nada aburrido. El paseo entero va a estar salpicado de portales misteriosos, edificios señoriales, tiendas curiosas (¡la de joyerías y tiendas de bisutería que hay en Le Marais!) y gente a la que mirar con atención, a ver si es verdad eso del glamour parisino y la adicción por la moda. Erróneo, en mi opinión. Un mito. Igual que el de que hay pintores por todas partes, en las calles, y la gente lleva boinas de esas tan chic. Que mis hijas se llevaron a ese respecto una honda decepción XD
Pero, ¡un momento!, parad, hagamos una pausa. Porque hemos llegado al Hotel de Ville, uno de los edificios más impresionantes que vamos a encontrar en esta etapa.

Hotel de Ville

Es la sede del Ayuntamiento y ha sufrido varias remodelaciones a lo largo de su historia. Aquí estuvo en primer lugar la llamada Casa de las Columnas, adquirida para el municipio en 1357. En el S. XVI fue sustituida por un palacio, ampliado en el S. XIX, incendiado y vuelto a reconstruir (está visto que les dio para mucho el siglo). Su historia es fiel reflejo de la historia convulsa de Francia.  
         Desde aquí se alcanza fácilmente el Puente de Arcole, que te mete de lleno en la Ille de la Cité, donde se nos iba acelerando poco a poco el corazón porque nos sabíamos a punto de contemplar otra joya de la corona: Notre Dame. Pero primero, ¡a disfrutar del río! En sus diferentes versiones.




Y aquí está ELLA, en una primera vista.

Y ahora por dentro, que es de auténtica piel de gallina. Tuvimos además la suerte de que estaban celebrando un oficio y una voz femenina cantaba... cantaba algo, que era en francés y no puedo precisar más.



A la salida, ¿qué ibamos a hacer, sino dar la vuelta completa y admirar a la Señora desde todos los puntos de vista?





Después de tanto arte necesitábamos reponernos. Tuvimos que cruzar al otro lado, al Barrio Latino, y pasear por sus calles en busca de una buena cerveza y sendos Nestea, que es la bebida que últimamente está de moda entre mis hiijas.


De vuelta al metro, para ir hacia casa, no pudimos resistirnos a la puesta de sol sobre la catedral. Comprensible, ¿no?



Cogimos el metro con urgencia, pues el fotógrafo tenía que ver a toda costa el Péndulo de Foucault, sito en el Museo de Arts et Metiers, y no sabíamos si lograríamos llegar a tiempo porque cerraba en breve. Nos paramos en la estación del mismo nombre, que es sumamente curiosa...


... Y conseguimos entrar en el Museo media hora antes del cierre. Aparte del Péndulo, el museo entero es una pasada, con vehículos antiguos (reales) expuestos a lo largo y ancho de su espacio, ya que es una antigual iglesia y han utilizado sus notables dimensiones de la manera más artística posible. Hay aviones suspendidos, coches y vagones sobre plataformas de cristal, que los hacen parecer flotando en el aire. Carretas, coches de caballos, las primeras bicicletas...
 


Y ya por fin, a descansar, que a esas alturas estábamos destrozados. Nos fuimos a casa, ya anochecido, y cenamos las compras del súper. Por cierto, allí no tienen caldo con el que poder hacer una sopa (plato estrella en casa), sino una especie de puré clarito, también en break, que lleva fideos. Casi nos cuesta un motín. Solo pudimos salvarlo mediante la solemne promesa de ir a desayunar al día siguiente a la francesa, esto es, según el concepto de mis descendientes, croasanes con mantequilla en alguna terraza de los alrededores.

 

viernes, 17 de octubre de 2014

La quimera del escritor II

(CONTINUARÁ..........................................)  

Como decíamos ayer... El escritor parece encontrarse en un callejón sin salida.



Y no le queda otra que enfrentarse con el hecho de que resulta una quimera pretender hacer de la escritura su profesión.
         Pero, ¿nos parece eso algo aceptable?
         A ver, ¡que somos escritores!, por definición soñadores, idealistas, ingenuos... ¡Artistas!, en definitiva. ¿Cómo podríamos aceptar algo semejante? Es por eso por lo que algunos, me atrevería a decir que en número creciente, nos arriesgamos a explorar otras vías más directas de acceso a los lectores, evitando los intermediarios. Y recurrimos a la autopublicación. 
         Bien, cualquier editorial dirá que eso constituye un craso error. Que un autor no puede asumir, él solo, el resto de las funciones necesarias para llevar al público literatura de calidad.
         Y en parte tendrán razón. La labor de un buen editor es insustituible, en eso estamos de acuerdo. Él es el encargado de leer atentamente el material recibido, de evaluarlo y detectar sus virtudes literarias y sus carencias. Cosa que un autor, por razones obvias, no puede hacer con igual objetividad. La misión del editor es también la de seleccionar el mejor texto, o al menos el que tiene más "posibilidades" de convertirse en algo bueno. Y una vez hecho esto, tratar con el autor y ayudarle a elaborar el mejor producto final posible, teniendo en cuenta factores que el autor en la mayoría de casos no maneja, como la viabilidad de un proyecto, su proyección comercial, su interés de cara al lector, los pasajes que pueden resultar difíciles. Un editor plantea modificaciones, sugiere vías alternativas...
         Ahora bien, hoy en día, ¿cuántos editores hay que hagan esto? ¿Cuántos que tengan siquiera posibilidades de hacerlo? ¿Uno o ninguno?
         A la hora de seleccionar una novela, la mayoría de editores parecen atender antes que nada a su comercialidad. La calidad literaria queda en un distante segundo plano. El libro es un producto de consumo más, que se vende en grandes cantidades, en grandes superficies, al lado de las maletas o los tornillos. Se vende rápido y se consume igual. Queda obsoleto en cuestión de meses. No precisa de orientación ni asesoramiento cualificado.
         Si han sido en primer lugar las editoriales, las grandes editoriales, que ya he dicho que las pequeñas son como parientes pobres, tan poco tenidas en cuenta como los propios autores; si han sido ellas las primeras que han "disminuido" al libro, dejando que pasara de ser un bien cultural a convertirse en fast food, ¿cómo pueden ahora llevarse las manos a la cabeza y clamar por la crisis del sector?

Está también la labor que hacen las editoriales como tales, como empresa. Poniendo un corrector y un maquetador al servicio del libro. Un portadista y/o un diseñador. Ocupándose de la promoción y organizándole presentaciones a los autores, gestionando la distribución...
         Pero la triste realidad es que las partidas que designan para estos menesteres se han reducido de tal modo, que a veces resultan inexistentes. Así que el autor, que sacrificaba el 90% del P.V.P de su libro con el fin de llegar a más lectores y a más puntos de venta, llega a cuestionarse seriamente el para qué. Si al final esas tareas (o muchas de ellas) recaen igualmente sobre él, cuando no son omitidas directamente (como por ejemplo en el caso de la corrección, que en muchas ediciones brilla por su ausencia), para qué ha cedido el rendimiento de su trabajo y se ha conformado con su 10%.  Que no es cuestión de dinero, no creamos, es cuestión de justicia y hasta de sentido común.

¿Cuál es la conclusión de todo esto? Pues que en un mundo ideal cualquier autor querría contar con un editor y una editorial que le respalden, pero en este nuestro mundo real cada vez parece más claro que todas ellas piden mucho y dan bien poco, y que mejor el yo me lo guiso, yo me lo como, que además te hace dueño total (y responsable, para bien y para mal) del producto último.
         Cauces directos, hemos dicho, eso es lo que buscamos. Contacto directo autor-lector, evitando o minimizando los intermediarios. Igual que se ha hecho en otros sectores. E igual que en muchos de ellos, se contemplan como opción las cooperativas. En mi opinión, otra vía a explorar en cuestión de literatura, aunque aún no esté suficientemente estudiada.
         Cooperativas de autores, correctores, maquetadores, portadistas... Que consigan elaborar por sí mismos las obras literarias y tengan acceso directo a los libreros especializados. Que marquen sus propias reglas del juego y devuelvan el libro al estatus que merece, no de objeto de lujo, por supuesto, sino de vehículo de cultura y entretenimiento. Y que acaben con la tiranía de las distribuidoras.
         Los mundos de Yupi, ¿no?, me diréis. Pero, recordad, todo lo que se ha conseguido alguna vez empezó con un sueño.

martes, 14 de octubre de 2014

La quimera del escritor: escribir para vivir


En las últimas semanas ha sido un tema recurrente en la parcela del ciber que yo suelo transitar. La situación del escritor, de la mayoría de ellos, que tiene que considerar esto de la escritura como un hobby, y dedicarse a un montón de otras cosas para siquiera comer.
         La cosa empezó, por lo que a mí respecta, con un artículo que publicaba en su blog la escritora Virginia Pérez de la Puente (y que podéis leer AQUÍ), que abordaba la cuestión del pirateo desde su punto de vista personal, como profesional afectada por ello.

         Virginia, que tiene ya cuatro novelas publicadas, dos de ellas en editoriales de esas de relumbrón, Ediciones B y Minotauro, se quejaba de no poder vivir de su profesión ni de lejos. Y daba un paso más allá: nos contaba lo sucedido con su última novela, autopublicada en Amazon hacía solo cuatro días. La novela cuesta la friolera de 1,11 €, IVA incluido, es decir, lo que un paquete de chicles por ejemplo. De ahí su indignación al descubrirla en una plataforma de descarga ilegal, para que se la baje quien quiera, anónimamente.
         La autora se hacía eco del sentir de gran parte del colectivo cuando aventuraba que, si las cosas no mejoran, es muy posible que ella, igual que muchos otros, tenga que dejar de escribir y dedicarse a algo que le permita comer. Con la consecuencia a largo plazo de que se reducirá la oferta literaria de calidad; ya que para ofrecer al lector una obra bien hecha, bien corregida y con un acabado profesional, hace falta mucho tiempo y dedicación.
         La misma denuncia la he visto reflejada en distintos medios, siempre con la misma intención: antes que la de señalar culpables, la de sacar a la luz una realidad que está ahí.

La situación es, pues, muy clara: hoy en día muy pocos escritores pueden vivir de escribir.
         Pero detengámonos en las causas. Porque casi todo lo que leo tiene que ver con la piratería (a favor o en contra) y yo creo que el debate no es ese.
         Vayamos a los hechos.

1. La existencia del pirateo es algo real. Consideremos como tal cualquier medio por el que alguien obtiene algo gratis, cuando la intención de su autor/creador no era esa. Porque habiendo como hay en internet tanto contenido de descarga legal y gratuita, creo que es fácil distinguir lo que no lo es.
         Y existe también el pirateo a gran escala, esas descargas masivas que van a engrosar los depósitos de webs que viven de la publicidad. El material "ilegal" sirve para atraer visitas, que a su vez sirven para elevar la "cotización" de la página en cuestión. Como en la tele, no cuesta lo mismo insertar un anuncio en un programa de máxima audiencia que en otro que no ve ni el tato.
         La gente, pues, piratea. Ahora bien, ¿esas descargas ilegales son la causa de que los escritores no puedan cobrar (y vivir de) su trabajo? Yo creo que no. Quizá bajen sus ventas, pero desde luego, las principales razones son a mi entender otras.
         Sin embargo, sí me parece esta una cuestión ética, y creo que nuestro objetivo, el de todos, debería ser concienciarnos de ello. Si alguien vende algo, puedes comprarlo o no, pero no deberías robarlo. Esto, que parece tan claro tratándose de bienes tangibles, no lo es tanto cuando se refiere a material disponible en la red. Es cierto que la inmensa mayoría de lectores que se descargan libros gratis no son conscientes de que ese material pertenece a alguien, que es el fruto del trabajo de alguien, y que se están apropiando de ello indebidamente. Si está disponible, si lo puedo conseguir tan fácilmente, ¿cómo no va a estar ahí para eso?
         No se plantean, en suma, que alguien lo ha puesto allí, en esas plataformas de descarga, de manera ilegal, en contra de la voluntad de los autores. Y normalmente tampoco quieren saberlo. Porque tenemos en la mente a las grandes discográficas, las grandes productoras, las grandes editoriales.
         Tarea es de todos, como digo, "ponerle cara" a esos autores, humanizar a quien está detrás de cada obra, el escritor que pretender vivir de escribir (o el músico, o el cineasta o...), que quiere hacer de la escritura su profesión, una como cualquier otra. Claro que, con esto llegamos al punto 2...

2. El concepto que tenemos del arte y de los artistas.


Me encuentro con cierta frecuencia con gente que piensa que escribir no puede ser una profesión, en el sentido habitual de "medio por el que gano dinero y me mantengo", o sea, lo que uno hace para vivir. (Por supuesto ya ni hablamos del "gano dinero y me hago rico", algo que dejaremos para los futbolistas y banqueros XDD).
         El escritor era, en otros tiempos, el tipo abnegado que lo daba todo por su arte, se moría de hambre en una lóbrega buhardilla y se hacía conocido por el acto efectivo de morirse. Pero los tiempos cambian y hoy en día nos parece cruel exigir semejantes sacrificios a nadie. Así que el escritor ha pasado a ser el tipo abnegado que le dedica a su arte el tiempo que le queda libre, que se mantiene ejerciendo cualquier otra tarea, de esas de sufrir, y que se siente tan realizado con el mero ejercicio de la escritura que no necesita ninguna otra compensación externa. Es más, que si hace cualquier cosa para obtener esa compensación externa, prostituye su arte y se rebaja al estadio de vendido artesano.
         Entonces, naturalmente, escribir no puede ser una profesión, porque para considerarse como tal, una ocupación solo puede ser algo que uno haga sin ganas y por la pasta. Que le cueste esfuerzo y le haga padecer de alguna manera, aunque sea ligeramente. Que le obligue a madrugar, que tenga un horario definido y estricto, que sea algo no creativo y con poco o ningún brillo social...
         Dicho así suena ridículo, lo sé, pero sin embargo es algo que obedece a poderosas cuestiones psicológicas a las que todos, en mayor o menor medida, les rendimos culto.
         El bíblico "ganarás el pan con el sudor de tu frente" es en realidad una creencia firmemente instaurada en el inconsciente colectivo de gran parte de las sociedades humanas. De alguna manera lo tenemos inoculado en nuestra mente desde la infancia. Y sus efectos son claramente perceptibles. Hemos aprendido a valorar solamente las cosas que nos cuestan esfuerzo y un grado variable de sufrimiento. Los personajes que más admiramos son los luchadores, los ganadores que lo han sido a costa de difíciles batallas, o gracias a una gran astucia, a su tenacidad, durabilidad... Aquellos que, para hacer lo que hacen, han seguido un larguísimo entrenamiento y han superado exámenes heróicos.
         De ese modo, si algo te llena y te gratifica en su propio desempeño, ¡no puede ser un trabajo! ¿Y cómo quieres entonces cobrar, encima, por ello?
         No nos planteamos que si un neurocirujano disfruta con su trabajo y se siente realizado, o un constructor, que solo vive para los negocios y es feliz así, o una política que obtiene gratificaciones inmediatas en cuanto a prestigio y reconocimiento ; no nos planteamos por qué ellos sí trabajan y un escritor no. Y ni siquiera debe.
         Mientras no cambiemos esa mentalidad es muy difícil que consideremos un derecho, y una legítima aspiración, que un escritor reciba retribución por su trabajo, uno en el que, a ciencia cierta, ha empleado tanto o mayor esfuerzo y entrega que cualquier otro profesional.

3. El sistema editorial: Otra de las razones que explican que la profesionalización de los escritores sea, en la mayoría de casos, una quimera.
         Todo el mundo habla de la evolución del mercado editorial. De la concentración que experimentamos, con multinacionales del sector haciéndose con todas las pequeñas y medianas empresas. Del aumento de oferta escritora, o sea, del número de manuscritos recibidos; y del incremento, aparentemente imparable, del ritmo de publicaciones. De la pérdida de la especialización en la distribución y venta. De la conversión del libro en un producto de consumo más.
         Todo ello factores que explican la crisis en la que está sumida el sector. Todo ello, también, cosa sabida.
         Pero sin embargo, lo que no sabe tanta gente, que se sigue sorprendiendo cuando descubre el mundo editorial desde la perspectiva del escritor, es que del precio de un libro el autor solo percibe un 10%. Igual que si cultiváramos tomates, vaya, que de lo que se paga en el mercado a lo que recibe el agricultor va siempre un abismo.
         Es decir, el escritor, el productor primero de esa obra, percibe una décima parte de su rendimiento, mientras que es la distribuidora quien se lleva la mayor parte, luego la editorial, la imprenta, e incluso el portadista y/o ilustrador, cuyo trabajo se cotiza más que la escritura. (Esto en cuanto a autores minoritarios. Si vendes mucho estas dos cifras se invierten, porque como el portadista suele cobrar una cantidad fija y el autor va a porcentaje, si hablamos de ventas millonarias...)
         Si tenemos en cuenta que el precio de un libro ronda de media los 15 o 20 euros, solo hay que echar unas cuentas básicas para ver cuántos libros tendría que vender cada año un autor para acceder tan siquiera al salario mínimo interprofesional. Unos 6.000 o 7.000 ejemplares para un sueldo mínimo. Añadiré como dato que la venta promedio en España está en torno a los mil quinientos ejemplares vendidos. Conclusión: muy pocos escritores logran obtener con sus ventas un salario que les permita vivir. Del resto, aún menos consiguen redondear lo suficiente sus magros ingresos con conferencias, columnas en prensa, presentaciones, cursos... Actividades literarias secundarias, podríamos decir.
        
Por otra parte, nos dicen que las ventas han bajado. No necesariamente porque haya menos lectores (**), sino también por otros factores, que achacan a la revolución que ha supuesto la edición digital, que conlleva menos compras de libros en papel.

(**) Un par de artículos que he leído respecto a este tema, comentaban que el S. XX fue una absoluta excepción en cuanto a número de lectores y no hay, por tanto, que tomarlo como referencia. Que los lectores han sido siempre una minoría dentro de la población general. No podríamos afirmar, por lo tanto, que las ventas hayan bajado, sino más bien que habrían vuelto a su estado "natural".

         Y que a las editoriales tampoco les salen los números. Lo que es cierto si nos ceñimos a las pocas editoriales pequeñas que quedan, cuyo trabajo es tan vocacional y poco rentable como el de los escritores.

Lo que parece indiscutible en cualquier caso, es que el escritor se encuentra en un verdadero atolladero al que no se le ve salida posible. Y que solo parece existir una elección:


(CONTINUARÁ..........................................)