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jueves, 16 de febrero de 2017

¿Solo soy una persona? Pues mira, no.

Solo soy una persona

...No soy ni hombre ni mujer,
solo soy una persona.


Últimamente oigo a menudo, cada vez que se habla de feminismo e igualdad, de maltrato y acoso, de sesgos culturales..., eso de que lo que cuentan no son los hombres ni las mujeres, sino las personas. Que dejemos de hablar de géneros y diferencias y nos centremos en la naturaleza humana común.
         Dentro del propio feminismo, hay una corriente importante que afirma que todos somos iguales y que la consecución de iguales derechos y oportunidades para las mujeres conlleva e incluso exige que nos enteremos de una vez de eso, de que todos somos personas y lo demás no importa.
         Por otra parte, existe la llamada teoría queer, que va cobrando fuerza en los últimos años, que niega que existan dos géneros, femenino y masculino. En realidad hay más géneros (hay culturas que reconocen hasta cinco) y personas que no se adhieren a ninguno y se consideran de género no binario. Pueden ser una mezcla de ambas identidades de género, hombre y mujer, o bien un constructo alternativo a estos.
         
Y yo creo que todo eso está muy bien. Me parece un adelanto significativo que cada uno pueda definirse tal como lo sienta. Y todo lo que sea romper los límites y los determinismos, obedezcan a la razón que sea, me parece un adelanto. Pero por la misma razón, yo tengo derecho a sentirme exactamente como me dé la gana. A expresar mi parecer, pese a quien pese. Y ha llegado un momento en que he sentido la necesidad de definirme claramente sobre la cuestión. 
         Yo no soy solo una persona. Yo, por encima de eso, soy una mujer. Soy y me siento mujer. Porque de eso se trata, creo yo, de una cuestión de identidad. Y «ser mujer» es mi forma de estar en el mundo y de ser persona, o ejercer de tal.
         Estoy convencida de que existe lo que llamamos femenino y masculino esencial***. Que no tiene que ver con la orientación sexual, y ni siquiera, necesariamente, con el sexo biológico. En cada persona, hombre o mujer en sentido biológico, hay rasgos femeninos y masculinos, en distinta medida. Algunos, le pese a quien le pese, ligados a nuestras diferencia fisiológicas. Nosotras podemos gestar y parir, nosotras tenemos ovarios y mucha mayor proporción de estrógenos, nosotras tenemos una pauta propia de respuesta sexual ligada a nuestro apararato reproductor, nosotras tenemos un cuerpo y unas formas propias que demasiadas veces han sido denigradas, maltratadas y escondidas.

(***) Lo que, por convención, llamamos femenino o masculino.
Igual que hemos acordado llamar verde o rojo a la percepción de determinada longitud de onda.

Lo que pasa con esta cuestión es que hay muchas mujeres que no quieren (o no pueden) reconocerse en el género porque durante siglos, reconozcámoslo, ha sido una auténtica mierda «ser mujer». Lo femenino, en general, ha sido denostado y ridiculizado. Ha servido para insultar y menospreciar.
         Ser mujer significaba que eras débil por definición, que tenías que quedarte calladita allí donde te dijeran, que tenías que ser humilde y discreta, no destacar, no levantar la voz, no tener ideas o aspiraciones propias... Ser femenina te condenaba a ser emocional, irrelevante, destinada por la naturaleza a parir, cuidar y atender a otros, tú siempre en segundo plano. Porque ya se sabe, la verdadera mujer es desprendida y generosa, y solo con la felicidad de los demás ya se siente feliz ella.
         No es sorprendente por tanto que, por ejemplo en el caso de las escritoras, la gran mayoría huya como de la peste de la etiqueta «literatura escrita por mujeres» (naturalmente, los términos literatura femenina o de mujeres son totalmente erróneos. Se utilizan con marcada condescendencia, viniendo a significar literatura poética y sentimental, con poca fuerza, que solo se ocupa de cuestiones íntimas y/o románticas y que va dirigida a público femenino).
         E insistan en que el cerebro y la escritura no tienen género. Que no escribimos con el pene o la vagina (lo he leído así tal cuál). Que nadie mira el género de un autor cuando compra un libro... Etc.
         Cosas que no hacen más que enmascarar y arrinconar el verdadero debate. Porque, ¿qué es el cerebro, qué es la mente? Ya solo eso es una distinción vital. El cerebro, como órgano, no es diferente (o no lo es al 99%) entre hombres y mujeres. Pero la mente... ¿Cómo rehuir el hecho de que el proceso de socialización, la manera en que la sociedad nos modela desde la cuna en función de nuestro sexo, crea marcas indelebles en nosotros? Claro que no escribimos con el pene o la vagina, qué simpleza (y debería ser vulva, la gran olvidada), ese es un pensamiento reduccionista por completo, que nos limita a nuestro sexo biológico. Pero sí escribimos (o razonamos, o hablamos, o nos comportamos en sociedad, o encaramos tantas y tantas tareas) influidos por nuestro género, por nuestras vivencias (distintas según las distintas culturas, y distintas en gran medida según el género al que pertenecemos), por nuestros ámbitos de conocimiento y experiencia (en el caso de las mujeres, hasta hace bien poco y casi en exclusiva, la esfera privada).
         Pero peor que esto, peor que insistir en que somos iguales del todo, pese a que los hechos lo desmientan, es que lo hacemos porque hemos aprendido que todo lo que es (lo que se ha considerado y se considera que es) propio de las mujeres es malo y de poco valor. Y claro, así cualquiera trataría de alejarse lo más posible de la etiqueta de marras.
         Sí, hemos aprendido que lo femenino es caca. La sensibilidad (emotividad), el diálogo (hablar sin ton ni son o a tontas y a locas), la curiosidad (cotilleo), el cuidado de la familia, las labores en la casa, o en el campo, o con el ganado, o lavando, fregando, cocinando, cosiendo... Todas las cosas que se han asociado con las mujeres, y a las que nos han relegado durante los siglos precedentes, carecen de valor. Resulta que cuando las hacemos nosotras se degradan sea como sea y pasan a ser cualidades o características de segunda.
         ¿Dónde nos lleva entonces ese no soy ni hombre ni mujer, solo soy una persona? Pues nos lleva a huir como de la peste de lo que significa ser mujer, a obviar características y cualidades femeninas (recordemos que pueden estar en cuerpos de mujer o de hombre), y a llevar esta sociedad nuestra a los modelos de siempre, los masculinos. Y así se decía hasta hace poco, con intención halagadora (y se sigue diciendo, aunque afortunadamente con menos frecuencia), escribe como un hombre, conduce como un hombre, es firme como un hombre, lidera como un hombre, parece un hombre...

Así funciona eso de «ni hombres ni mujeres, solo personas». Cuando interesa, cuando viene bien, recordamos que todos somos iguales, despojando a los individuos de la posibilidad de expresarse según la naturaleza que sientan.
         Sirva como ejemplo lo siguiente. Hace unas semanas vi una foto en twitter de uno de esos carteles que estuvieron circulando como parte de la campaña para visibilizar la transexualidad en la infancia, con el lema «hay niñas con pene y niños con vulva».

Chrysallis
Campaña de la asociación Chrysallis,
para visibilizar la realidad de los niños transexuales.

Sobre la foto alguien había pintado: ¡son niños!
         ¿Veis? Es la misma estrategia de la que os hablaba: no permitamos que se visibilicen las diferencias. Todos son niños, no entremos en más matices. Porque así el concepto unitario «niños» seguirá respondiendo solamente a la característica mayoritaria que todos cumplen: menores de edad, gente pequeña, por formar... No admitamos distinciones ni dejemos sitio para los peculiares, para los individuos.
         Y yo me niego. Tengo todo el derecho a expresarme en el mundo como mujer. A ejercer mi personeidad como mujer desde la forma y manera en que yo siento mi género (sutilmente diferente de como puedan sentirla otras mujeres, de ahí la individualidad). Ser mujer es mi pertenencia, una de mis señas de identidad, construida con esfuerzo y signo de mi evolución y mi aprendizaje. ¿Por qué voy a renunciar a todo ello?
         Como dice una buena amiga, bastante nos ha costado a muchas reconciliarnos con nuestra naturaleza femenina, por no encajar exactamente con las definiciones hechas desde fuera, y las limitaciones externas, como para renunciar ahora a ella porque algunos o algunas no la compartan.

miércoles, 15 de febrero de 2017

CERCA DE TU CASA

Eduard Cortés-Silvia Pérez Cruz

Seguimos con nuestro ciclo de cine fórum en Manoteras y este próximo viernes proyectamos la película «Cerca de tu casa».

Ficha técnica:
Año: 2016
Director: Eduard Cortés
Productor: Loris Omedes
Guión: Eduard Cortés y  Piti Español
Música: Silvia Pérez Cruz
Fotografía: David Omedes
Reparto: Silvia Pérez Cruz, Oriol Vila, Lluís Homar, Adriana Ozores, Iván Massagué, Iván Benet, Manuel Morón
Productora: Bausan Films/Televisió de Catalunya (TV3)/Televisión Española (TVE)
Género: Musical. Drama

CERCA DE TU CASA-Sinopsis
(Merece la pena echarle un ojo a la web, es de lo más completa)

Año 2007. En España se ejecutan los primeros desahucios, tras la explosión de la burbuja inmobiliaria. Se trata del inicio de lo que acabará siendo un verdadero tsunami. Un tsunami que dejará sin vivienda a miles de personas. CERCA DE TU CASA explica uno de esos dramas, el de Sonia y su familia, quienes, tras perder su trabajo, no pueden hacer frente a las cuotas de la hipoteca y son desahuciados junto a su hija de 10 años. Como no tienen adónde ir, se instalan en el piso de sus padres. La falta de espacio, la tensión por los problemas económicos y la sensación constante de frustración los arrastran a continuos desencuentros, reproches y discusiones. Ante tanta frustración, tanta indefensión, sólo hay una salida: comprender que el suyo no es un drama individual, que cada vez hay más gente en la misma situación.
         Es imprescindible que la gente empiece a saber lo que está pasando, que tenga repercusión mediática, que la gente entienda que no son ellos los que han fallado, sino el sistema, y que la única manera de combatirlo es la unión, la solidaridad y la resistencia.


Para saber un poco más de la película, os recomiendo vivamente este extenso making off (dura 20 minutos) que hay colgado en YouTube. Muestra muy bien la intención de la película y cómo se llevó a cabo, en un proceso tan significativo, personal y solidario. Cabe destacar que una parte muy importante de la financiación de la película fue a base de micro mecenazgos. 



CERCA DE TU CASA - MAKING OF F LARGO. 20 MINUTO


El vídeo pone de manifiesto varias de las líneas clave de la película (que trataremos de analizar y desarrollar en el debate del cine fórum). Me quedo de momento con un aspecto a considerar: el arte (en este caso el cine) asume voluntariamente la responsabilidad de conectar con su tiempo, con los dramas y heroicidades que se dan a su alrededor, para ser testigo de la realidad histórica y para aportar su granito de arena en el esfuerzo de cambiarla.
         ¿Puede el arte, entonces, ser algo ajeno y abstracto, algo lejano a los llamados del mundanal ruido? Naturalmente, puede. Pero, desde mi punto de vista, se convierte entonces en un mero ejercicio estético. El arte debe conectar con el mundo que le rodea y con las cuestiones eternas, profundas, del ser humano para tener verdadero sentido.

Una advertencia. Las críticas que voy leyendo sobre la película abren serias dudas sobre el resultado final. O la consideran fallida, o tienen en cuenta sus buenas intenciones para salvar al menos algunas partes. Ya lo veremos. Prometo volver a contaros nuestras impresiones después de verla, y lo que se diga en el debate.

martes, 14 de febrero de 2017

Quinto concurso homenaje a John William Polidori

Licantropía

 

 Mujeres que corren con los lobos

Os hablaba de este concurso de la web OcioZero nada menos que en noviembre. Pues bien, aunque fuera casi sobre la campana, he logrado colgar a tiempo un relato y así poder participar en esta edición de uno de los certámentes más emocionantes que existen actualmente.
         ¿Emocionante por qué? Pues porque todo aquel que lo desee, los miembros de OcioZero o cualquier visitante ocasional, puede leer tu relato, opinar sobre él y concederle el voto que considere adecuado (para esto sí hay que registrarse). El resultado final que obtengas depende de las puntuaciones que hayan otorgado los lectores (un tercio de la nota final) y de los votos de dos jueces fijos.
         Esto lo hace muy «democrático», pero no es lo mejor que tiene. Lo más importante es la oportunidad de conocer qué opinan los lectores sobre lo que has escrito. Esto implica un aprendizaje enorme, además, claro, de la satisfacción que da el simple hecho de compartir tu relato con un amplio abanico de gente, cada uno con sus gustos lectores. Y el hecho de ejercer tú mismo también de juez, te da una visión de la técnica y el contenido de los relatos en general que la subjetividad impediría que obtuvieras solo con tus propias obras.

Yo he presentado para la ocasión un relato que se titula «El alma de las Tierras Salvajes», dispuesto a competir amigablemente con otras 57 obras. Tiene ambientación wéstern y un argumento acorde. Y, como no podía ser de otra forma, gira alrededor del lema central del concurso, que es, en esta edición, la Licantropía.

Evgeniya Provotorova
Evgeniya Provotorova

Ha sido un relato complicado, de ese tipo que he dado en llamar relato Frankenstein (véase al respecto el debate que nos trajimos en OZ, en el que acabaron acuñándose términos como relato Vampiro, relato Jeckyll y Hide y hasta relato zombie). Me refiero a esa clase de escrito que se va construyendo a trozos. Tienes una idea, una escena, un diálogo... Partes del relato que vas plasmando poco a poco sobre el papel (pantalla) y que luego hay que coser entre sí para darle sentido al conjunto, de tal manera que la cosa no quede muy deforme y tenga vida propia. Es decir, que constituya un verdadero relato.
         Yo tenía clara desde el principio mi premisa de partida, esto es, la forma como quería enfocar la licantropía. Tenía también un escenario en la mente y un par de personajes definidos. Y, por último, una escena construída casi por entero, con diálogos y todo. Pero a partir de ahí...
         Necesitaba sentir el pulso del relato, pero no acababa de hacerme con él. A veces me desencantaba del todo y me parecía imposible dar forma a ese caos total.
         La limitación de palabras del concurso tampoco ayudaba nada, sobre todo a mí, que me declaro verborreica perdida. Cuando tuve por fin montado un primer esqueleto me pasaba ya unas 800 palabras.
         Más problemas. Tenía un final y de repente cambié de idea y lo deseché. Con la nueva idea, sabía a dónde quería llegar pero no cómo y dónde meter las piezas necesarias para llegar ahí. En fin... un tormento.
         Hay relatos que se paren con más facilidad, como si se hubieran medio escrito dentro de ti antes de ponerte siquiera ante el ordenador. Y hay otros que se atascan, seguramente porque lo que quieres contar tiene que acabar de atarse y perfilarse en tu mente, y acaban siendo el producto de muchas horas de reflexiones y ajustes; para conseguir que esa primera chispa, esa sensación o ese aroma que lo empezó todo se mantenga fresco y haga de amalgama de las distintas partes. Y que la criatura resultante sea menos monstruosa y más bella. O al menos, lo más armoniosa que se pueda.

No digo más. Si os gusta leer, en el Polidori tenéis 58 fantásticos relatos esperándoos. Cada uno supone una aproximación distinta y a veces novedosa a un tema tan clásico como es el de los hombres-lobo.

martes, 7 de febrero de 2017

DUELO DE RESEÑAS - Segundo movimiento



Qué astuto el amigo Pedro Moscatel. Como sabe que soy una blanda, ahora que le toca mover ficha en nuestro duelo de reseñas, se aplica en repartir a lo largo y ancho de su texto unas cuantas lisonjas literarias —que si literatura morganiana por aquí, que si registro mágico y potente por allá... Música para mis oídos, como no podía ser de otra forma—, para despistarme y que no me dé cuenta de sus argucias argumentativas. Vamos, que quiere colarme la estocada de gracia antes de que se me ocurra replicar siquiera.
         Pero no, por mucho soborno que haya de por medio, yo no olvido ni por un momento mi sagrada misión.

me llamo Íñigo Montoya

Y así, diseccionaré y rebatiré hasta enfermar.

Vayamos por partes y abordemos en primer lugar el tema de la superstición, al que no puedo dejar de responder ya que mi oponente utiliza en su defensa un argumento algo tramposo. No, no me refiero a eso que dice sobre que las creencias religiosas también son superstición, en cuanto que creencias irracionales y no comprobables; algo que podría discutir fácilmente apelando a la autoridad de la RAE: «superstición: del lat. superstitio, -ōnis. 1. Creencia extraña a la fe religiosa y contraria a la razón». Pero como tampoco sigo a pies juntillas todo lo que dice la RAE (no olvidemos que aceptaron almóndiga y toballa y que andan siempre mareando con tildes que no les hacían ningún daño) no lo haré, no discutiré ese aspecto. Acepto convertirme, siquiera temporalmente, al pastafarismo que pregona mi colega esgrimista y negar así la congruencia de esta excepción, que me parece discriminatoria para los no-religiosos, cuyas creencias pueden ser tan espirituales y sinceras como las de las religiones oficiales.
         No, el argumento definitivo, para mí, es otro y tiene que ver con las «leyes» de la ficción.
         Cuando escribimos ficción, y más concretamente fantasía (en cualquiera de sus vertientes), creamos universos propios, paralelos, con más o menos contacto con este mundo nuestro al que llamamos mundo real. Por ello, entre el lector y el escritor de fantasía debe producirse un acuerdo tácito sin el que no sería posible disfrutar de verdad de la experiencia. El lector acepta «suspender (en cierto modo) su incredulidad», juega a que va a aceptar unos parámetros mínimos impuestos por el escritor, por más que le resulten algo irracionales o directamente fantasiosos, para entrar de verdad y por completo en el mundo que hemos creado. Y el autor (el buen autor) se compromete a cambio a ser coherente y consistente en cuanto a esas leyes especiales con las que ha decidido configurar su universo.
         ¿Qué es lo que cuenta entonces, lo que debemos considerar? No las leyes naturales del mundo real, desde luego. Sino las reglas o leyes del universo que hemos creado y sobre el que escribimos. En tu relato, en el mundo de A Yolanda no le asusta el cementerio, los muertos se comunican de diversas maneras, «existen». Los vivos, algunos vivos, pueden verlos. Las acciones de los muertos tienen efecto en el mundo físico (los arañazos y heridas de Yolanda). Y en el camposanto hay vida, aunque sea de un tipo desmemoriado y translúcido.
         ¿Cómo podría ser entonces superstición todo esto que apuntas: ...el enterramiento de los difuntos en una tierra que supuestamente es sagrada, en un campo de atribuida santidad, para la ligazón de sus almas al mundo de los vivos a la espera del juicio final? Las creencias de tus personajes, las que imperan en ese mundo que tan bien has descrito, son reales. O se hacen realidad. Luego tienen fundamento racional, empírico. Ellos creen en lo que ven. Porque en ese mundo es posible.


En segundo lugar, la falta de punch en el final de Ouija.
         Tiene usted toda la razón, mi señor duelista. Mi relato carece de vuelta de tuerca o giro final que deje con la boca abierta. No es la primera vez ni será la última que se me acusa de tal cosa. Casi podríamos decir que es marca de la casa. No tiene punch y... —como soy de Madrid añado—: ni falta que le hace :-)
         No, en serio, creo que los finales de impacto están sobrevalorados. En vez de eso yo abogo por abrazar los principios del sexo tántrico y dejar de concentrarnos tanto en el final apoteósico, para disfrutar, y poner el acento, en el durante y el mediante.
         Y sé que con esto me enfrento a los dictámentes de los grandes maestros del relato, que pregonan en sus decálogos como únicos finales válidos aquellos sorprendentes, que te sacuden como un buen puñetazo y te dejan sin resuello. Qué se le va a hacer, a ese respecto mis relatos son una declaración de intenciones. Escribimos (o deberíamos hacerlo) según somos y pensamos. Y para mí hay finales totalmente válidos sin ruptura. Finales de cumplimiento, que caen por su propio peso como la fruta madura del árbol. O, como en el caso de Ouija, finales que son un cierre y se quedan resonando por ello como un aldabonazo en la puerta.
         En este caso, el final es la conclusión última de la idea que se va articulando a lo largo de todo el relato: el valor de la intimidad, y cuánto podemos permitirnos perder de ella, incluso en el seno de relaciones afectivas muy cercanas. La conclusión de Ouija es que hay secretos que nunca deberían ser desvelados. Porque es convicción propia que en todas las personas hay un núcleo irreductible e íntimo que no debería ser nunca vencido. O al menos la persona debe conservar la ilusión de que esto es así para poder elegir desde la libertad real cómo y cuánto quiere compartirse.

En tercer lugar, y dejando ya los bloqueos defensivos, pasemos al ataque con el siguiente relato de QUIÉN TIENE MIEDO A MORIR.
         Su título: Bajo el hielo de Vostok.

Pat Perry
 Lago Vostok - Pat Perry
        
Es este un relato mucho más dependiente de la trama central del libro que el anterior, ya comentado. Aquí es crucial tener en mente quién es el (supuesto) autor del relato para entender a la primera uno de sus giros.
         Es un relato gamberro, ligero, que recuerda mucho a una de esas pelis de serie B de científicos locos y horror cósmico. Y aunque los detalles lo sitúan en la época actual, a mí me ha traído a la mente uno de esos laboratorios soviéticos de la guerra fría, siniestros y ocultos, convertidos por obra y gracia de la literatura y el cine en escenario de aterradores experimentos.

URSS

A pesar de ese estilo, y de su brevedad, el relato logra colarnos como al descuido unas cuantas cuestiones claves. La importancia de las perspectivas o los distintos puntos de vista, en la línea de pensamientos del tipo «lo que la oruga interpreta como el fin del mundo es lo que su dueño denomina mariposa».
         Nuestro antropocentrismo, que nos lleva a olvidar con demasiada frecuencia nuestra pequeñez e irrelevancia reales, en medio de este vasto universo.
         O la atracción y el miedo simultáneos hacia lo desconocido.

Creo que es un relato que habré de volver a considerar en el conjunto del libro, una vez lo acabe de leer. Pues tengo la sensación de que funciona dentro de él como una pieza más con la que ir armando el carácter del personaje que cumple el papel de villano.

miércoles, 1 de febrero de 2017

FAHRENHEIT 451

Ray Bradbury

Como reza en la Wiki, Fahrenheit 451 es una novela (novelón, añado yo) distópica escrita en 1953 por Ray Bradbury. El título hace referencia a la temperatura a la que el papel de los libros se inflama y arde. Existe una película basada en la novela que lleva el mismo título. Fue dirigida por François Truffaut en 1966.

Yo diría que este es uno de esos libros que son, sobre todo, para pensar. Sí, eso que se hace (o debería hacerse) de vez en cuando, quedándose uno en silencio simbólico (y digo simbólico porque a mí la música, por ejemplo, me suele acompañar en esos trances y en vez de distraerme podría decir que me centra); concentrado uno en sí mismo y en su universo de ideas. Liberando la mente para dejar que vaya de un aspecto a otro, ahondando cuanto crea menester, y dé a luz hijos-conclusiones a menudo inesperados y luminosos.
         Toda la tesis del libro puede resumirse con las palabras que el Capitán Beatty le dirige a Montag cuando este se finje enfermo. La miga de la novela, por así decirlo. Beatty le explica por qué es necesario quemar los libros, básicamente, debido a que no te dejan ser ***estúpidamente feliz; un término que he leído en un artículo de Josep Giralt para El País y que me ha entusiasmado, ya que describe perfectamente ese estado bobalicón y alienado del que es feliz, o más bien no es infeliz, debido a que no piensa, a que se deja llevar o se limita a estar en el mundo.

Lo que dice Beatty:



«En cierta época, los libros atraían a alguna gente... Podían permitirse ser diferentes. Pero luego, fueron adquiriendo un bajo nivel, una especie de vulgar uniformidad.
         Imagínalo. El hombre del siglo XIX con sus caballos, sus perros, sus coches, sus lentos desplazamientos. Luego, en el siglo XX, acelera la cámara. Los libros, más breves, condensaciones. Resúmenes. Todo se reduce a la anécdota, al final brusco.
         Los clásicos reducidos a una emisión radiofónica de quince minutos. Después, vueltos a reducir para llenar una lectura de dos minutos. Por fin, convertidos en diez o doce líneas en un diccionario.
         Acelera la proyección, Montag, aprisa. Selecciones de selecciones. ¿Política? ¡Una columna, dos frases, un titular! Luego, en pleno aire, todo desaparece. La mente del hombre gira tan aprisa a impulsos de los editores, explotadores, locutores, que la fuerza centrífuga elimina todo pensamiento innecesario, origen de una pérdida de valioso tiempo.
         Los años de Universidad se acortan, la disciplina se relaja, la Filosofía, la Historia y el lenguaje se abandonan, el idioma y su pronunciación son gradualmente descuidados. Por último, casi completamente ignorados. La vida es inmediata, el empleo cuenta, el placer lo domina todo después del trabajo. ¿Por qué aprender algo, excepto apretar botones, enchufar conmutadores, encajar tornillos y tuercas?».

Todo esto ya lo estamos viendo. Bradbury, con sus poderes de visionario, anticipaba en el año 1953 lo que iba a marcar toda una era. La velocidad con que se consume todo, lo que deriva en el valor efímero de las cosas, concebidas para no durar; la exclusión del curriculum académico de toda materia que no sea «práctica», la especialización que hace que cada uno sepa solo de un área cada vez más pequeña, y no se le ocurra extrapolar sus conocimientos o sus razonamientos a ninguna otra. El placer por encima de todo. La superficialidad...

«Vaciar los teatros excepto para que actúen payasos, e instalar en las habitaciones paredes de vidrio y bonitos colores que suben y bajan, como confeti, sangre, jerez o sauterne.
         Más deportes para todos, espíritu de grupo, diversión, y no hay necesidad de pensar, ¿eh? Organiza y superorganiza superdeporte. Más chistes en los libros. Más ilustraciones. La mente absorbe menos y menos. Impaciencia. Autopistas llenas de multitudes que van a algún sitio, a algún sitio, a algún sitio, a ningún sitio. El refugio de la gasolina. Las ciudades se convierten en moteles, la gente siente impulsos nómadas y va de un sitio para otro, siguiendo las mareas...».

«Clarisse: mi tío dice que los arquitectos prescindieron de los porches delanteros... porque no querían que la gente se sentara de esta manera, sin hacer nada, meciéndose y hablando. Este era el aspecto malo de la vida social. La gente hablaba demasiado. Y tenía tiempo para pensar. Entonces, eliminaron los porches. Y también los jardines. Ya no más jardines donde poder acomodarse. Y fíjese... ya no hay mecedoras. Resultan demasiado cómodas. Lo que conviene es que la gente se levante y ande por ahí».

Así es. No pararse, no detenerse a pensar ni a descansar, que a lo mejor te asalta un pensamiento y la fastidiamos.  Continua huída hacia adelante. Que nos convenzan de que ellos, los otros, los que dirigen saben lo que nos gusta y necesitamos.

«Ahora consideremos las minorías en nuestra civilización. No hay que meterse con los aficionados a los perros, a los gatos, con los médicos, abogados, comerciantes, cocineros, mormones, bautistas, unitarios, chinos de segunda generación, suecos, italianos, tejanos... Cuanto mayor es el mercado, menos hay que hacer frente a la controversia».

La dictadura de lo políticamente correcto. Enseñemos a la gente, desde la cuna, en el seno de las familias, que la confrontación es mala. Y el debate. Que no se molesten en argumentar. No necesitamos aprender a respetar realmente a nadie, ni a ninguna opción. Basta con que nos abstengamos de hablar de cualquier tema conflictivo.


«Si no quieres que un hombre se sienta políticamente desgraciado, no le enseñes dos aspectos de una misma cuestión, para preocuparle; enséñale solo uno. O, mejor aún, no le des ninguno.
         Dale a la gente concursos que puedan ganar. Atibórralo de datos no combustibles, lánzales encima tantos hechos que se sientan abrumados, pero totalmente al día en cuanto a información. Entonces, tendrán la sensación de que piensan, tendrán la impresión de que se mueven sin moverse. Y serán felices. No les des ninguna materia delicada como Filosofía o Sociología para que empiecen a atar cabos. Por ese camino se encuentra la melancolía».


La desinformación de la sobreinformación.


«Los libros dejaron de venderse. Pero el público permitió la supervivencia de los libros de historietas Y de las revistas eróticas tridimensionales, claro está. Ahí lo tienes, Montag. No era un imposición del Gobierno. No hubo ningún dictado, ni declaración, ni censura, no. La tecnología, la explotación de las masas y la presión de las minorías produjo el fenómeno, a Dios gracias. En la actualidad, gracias a todo ello, uno puede ser feliz continuamente.
         Como las universidades producían más corredores, saltadores, boxeadores, aviadores y nadadores, en vez de profesores, críticos, sabios y creadores, la palabra «intelectual» se convirtió en el insulto que merecía ser. Siempre se teme a lo desconocido. Sin duda, te acordarás del muchacho de tu clase que era excepcionalmente inteligente. Ese al que escogían para pegar después de clase. Claro. Hemos de ser todos iguales. No todos nacimos libres e iguales, como dice la Constitución, sino todos hemos de ser hechos iguales. Cada hombre, la imagen de cualquier otro. Entonces, todos son felices, porque no pueden establecerse diferencias ni comparaciones desfavorables.
         UN LIBRO ES UN ARMA CARGADA EN LA CASA DE AL LADO. Quémalo. Quita el proyectil del arma. Domina la mente del hombre. ¿Quién sabe cuál podría ser el objetivo del hombre que leyese mucho? ¿Yo? No los resistiría ni un minuto.
         A los bomberos se nos dio la misión de quemar los libros. Somos custodios de nuestra tranquilidad de espíritu, de nuestro pequeño, comprensible y justo temor de ser inferiores. Censores oficiales, jueces y ejecutores. Eso eres tú, Montag. Y eso soy yo».

Ahí está el quid de la cuestión. Como en esa fantástica cita de Isaac Asimov, todos iguales en nuestra ignorancia y, por tanto, felices:

Isaac Asimov

¿Cuál es entonces nuestra única oportunidad? Pues yo creo que la encontramos en lo que le decía su abuelo escultor a Granger, el hombre que es La República de Platón.


 «Decía que cuando muere, todo el mundo debe dejar algo detrás. Un hijo, un libro, un cuadro, una casa, una pared levantada o un par de zapatos. O un jardín plantado. Algo que tu mano tocará de un modo especial, de modo que tu alma tenga algún sitio a donde ir cuando tú mueras, y cuando la gente mire ese árbol, o esa flor, que tú plantaste, tú estarás allí.
         No importa lo que hagas, en tanto que cambies algo respecto a como era antes de tocarlo, convirtiéndolo en algo que sea como tú después de que separes de ello tus manos.

Llena tus ojos de ilusión —decía el abuelo de Granger—. Vive como si furas a morir dentro de diez segundos. Ve al mundo. Es más fantástico que cualquier sueño real o imaginario. No pidas garantías, no pidas seguridad. Nunca ha existido algo así.

Unas buenas instrucciones, creo yo. Dejemos este mundo un poco mejor de como lo encontramos.

Un último apunte sobre Fahrenheit 451, esta vez a nivel formal.
         Hace tiempo leí una novela de Bradbury que me pareció pura magia. «De la ceniza volverás», 2001. Es más bien un pequeño cuento, peculiar y extraño, cuyo carácter fantástico descansa en gran medida en la forma en que está narrada. En el lenguaje y los personajes. 
         Pues bien, por comparación Fahrenheit me parece una novela con una prosa algo «tosca», si se me permite la expresión. Descarnada, simple y efectiva. Y creo que es así porque eso es lo que le pegaba a la historia. Porque cuando Montag se aleja de la ciudad a través del río y emerge en plena naturaleza, todo cambia. El lenguaje se hace más poético y los detalles cobran más relevancia. Las descripciones se hacen vívidas, ricas. Hay un pasaje concreto que me ha encantado:

Recordó una granja que había visitado de niño, una de las pocas veces en que había descubierto que, más allá de los siete velos de la irrealidad, más allá de las paredes de los salones y de los fosos metálicos de la ciudad las vacas pacían la hierba, los cerdos se revolcaban en las c iénagas a mediodía y los perros ladraban a las blancas ovejas, en las colinas.
         Ahora, el olor a heno seco, el movimiento del agua, le hizo desear echarse a dormir sobre el heno en un solitario pajar, lejos de las ruidosas autopistas, detrás de una tranquila granja y bajo un antiguo molino que susurrara sobre su cabeza como el sonido de los años que transcurrían.

Que susurrara el sonido de los años que transcurrían... Precioso, ¿no? Y poético. Exactamente lo que yo considero literatura. Una combinación de palabras y contenido que te lleva en volandas a otro mundo, el universo único que algunos autores tienen dentro de sí y que nos permiten compartir de vez en cuando.
         Esta transformación del tipo de prosa corre pareja al cambio de escenario y de personajes. Lo que resulta también todo un canto a la naturaleza. Como si Bradbury quisiera decirnos que la belleza y la esencia de las cosas se encuentran en nosotros pero solo pueden surgir de vuelta a los orígenes y al mundo natural.


Y por último...
*** Algunas perlas del artículo que os comentaba más arriba:

El poder siempre ha sabido que leer obliga a pensar por uno mismo, y por lo tanto, impide ser estúpidamente feliz

...después de leer la fábula de Bradbury siempre me he hecho la siguiente reflexión: la cultura, el arte, la literatura y por ende la reflexión y el conocimiento ¿nos hace obligatoriamente mejores personas? 

¿Se puede leer a Dovstoievski, Wilde, Machado o Lorca y no comprender nada? ¿Con qué autores se identifican esta gente? Lo que más me sigue sorprendiendo es la capacidad de indolencia de aquellos que ostentan el poder. Es como si llevaran permanentemente un impermeable por el que les resbalan las emociones, sentimientos y necesidades de aquellos a los que deberían servir. 
¿Qué les han enseñado en sus casas y en sus prestigiosas universidades? ¿Qué han aprendido realmente? ¿Qué han leído? ¿A quién sirven en realidad? ¿Qué les afecta?

Josep Giralt para El País.

Yo digo que sí, que se pueden leer un montón de libros, aprenderlos de memoria y que te resbalen en tu vida diaria. Se pueden tener títulos universitarios, másters cada vez más especializados, haber viajado y hablar varios idiomas sin reflexionar una sola vez sobre las cuestiones esenciales del ser humano. Se puede, porque hay gente que ha desarrollado un eficiente caparazón que le aisla del resto y de su propio interior. Gente que come sin masticar y sin digerir. Que guarda todo lo que recibe en cajitas estancas e independientes. Así, lo que lee y lo que escucha simplemente le resbala. O, si considera que tiene algún uso académico o profesional, lo coloca en el cajón de lo académico y profesional, cajón que solo abre cuando toca.