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miércoles, 22 de julio de 2015

EN LA ERA DE LOS ANTIGUOS DIOSES - VIII

Vamos ya con el último capítulo, que tiene, como veréis, un
título realmente original :-)


5. EL FINAL

Se despertaron en medio de la noche, sobresaltadas por un tumulto que el viento arrastraba hasta sus ventanas abiertas de par en par. Las dos se levantaron del lecho corriendo y salieron a ver qué pasaba.
         Una turba enfurecida se dirigía a la luz oscilante de las antorchas a lo alto del cerro donde tenían su casa. Iban rezando en voz alta, marcando el paso, dirigidos por un hombre de flotantes vestiduras blancas que les arengaba sin descanso mientras acometían la larga cuesta. Eran sus voces un bramido ululante que planeaba en alas de la brisa, una marea exaltada que crecía en intensidad y anegaba los oídos de las dos mujeres, acallando los ecos tranquilizadores de la noche.
         Isadora y Kore se quedaron paralizadas un largo momento, contemplando fascinadas aquella procesión de luciérnagas de resina que ardían en manos de hombres y mujeres, sus vecinos de siempre, convertidos ahora en enemigos feroces que clamaban por su sangre. Su intención era evidente, había expirado el tiempo, iban a acabar con ellas. La forma que eligieran era indiferente.

Fueron solo segundos de inmovilidad pero parecieron eternos, fue como si la vida hubiera abandonado para siempre sus miembros, como si el poder del odio que animaba a aquella muchedumbre tuviera el efecto de cercarlas, de atraparlas en un sortilegio imbatible del que no podían escapar. ¡Tenían que reaccionar! Isadora se volvió hacia su madre, la tomó de los brazos y la miró fijamente a los ojos, para trasmitirle la vital importancia de lo que pensaba decirle.
         Madre –susurró con la voz teñida de angustia, Él me dio un mensaje para ti. –Su tono se hizo apremiante. Dijo que yo sabría elegir el momento oportuno, que lo descubriría cuando fuera preciso. Ahora es ese momento, madre. Hay algo que debes saber.
         Entonces llegó el momento de la revelación, aquello que aguardaba en su mente desde que él lo sembró con mimo tiempo atrás, y fue creciendo y haciéndose claro y veraz, hasta florecer aquella noche trágica, para alivio de su madre y su corazón desgarrado.
         Aquel que se hace llamar el Invisible, el que mora en ese mundo de sombras y estrellas que tan bien conocemos, madre, me pidió que te hiciera recordar. Estaba seguro, me dijo, de que tú entenderías sin esfuerzo muchas cosas, aun las que hay debajo de las palabras que pueden pronunciarse, pues le conoces más de lo que se conoce a sí mismo. Has visto su alma a cara descubierta, su naturaleza auténtica. Él quiere que sepas cuánto te ama, cuánto te ha amado siempre. Aunque tú hayas querido olvidar él no ha podido hacerlo, ni aún en el tiempo ínfimo de un suspiro, ni lo que dura un parpadeo. Tu imagen siempre ha estado presente a su lado.
         Isadora sintió cómo el cuerpo de su madre se agitaba levemente, sacudido por un involuntario temblor. La supo al colmo de su resistencia, no podría soportar mucho más.
         Él habría podido recuperarte, lo sabes bien –continuó. Conoces su poder, la fuerza de su voluntad y el apremio de su amor. Volver a poseerte ha sido toda su ambición en estos años. Habría podido atraparte de nuevo en las redes de su anhelo y de su amor fácilmente, sustraerte del mundo que conoces pero al que, en el fondo, bien sabes que no perteneces. En los sueños sobre los que tiene potestad habría acudido a llevarte –empezó ahora a hablar de forma monótona, sin entonación, con la vista fija y el gesto quieto de un trance, como si aquello que decía no procediera de sus labios sino de alguna otra voluntad ajena que dictaba sus palabras. Igual que podría haberme tenido a mí. Pero no lo ha hecho y no lo hará, ha querido demostrarte que respeta sobre todas las cosas tu voluntad y tu albedrío, aunque le hayan hecho perderte. Dice que ha soportado tu cruel abandono, aunque su corazón se haya desangrado y su espíritu vague estéril en la oscuridad de tu ausencia desde que te fuiste. Y que no va nunca a arrebatarte tampoco aquello que te dio que tú le diste a él, aunque le creyeras capaz, una vez. El Señor Oscuro venera el corazón de una madre.
         Él conoció a Demetra y el peso de su destino, vio su amor generoso y la respetó por ello. Quiere que sepas, madre, que tú no fuiste responsable de su muerte; Demetra se lo ha dicho. A ella la mató la pena del abandono, el desgarro del rechazo. La esperanza de hallar en otra vida, o en otra muerte, el amor que había saboreado una vez y sin el que ya no podía vivir. Él te pide perdón por tu sufrimiento y tu tristeza, que hace suyas, pero dice que no existe un poder que hubiera podido mitigarlas. Son más fuertes los hados que el deseo de los dioses.
         Isadora hablaba rápidamente, con la urgencia que surgía de la comprensión del peligro. Y Kore... Ella estaba al borde del desvanecimiento. Demetra vivía en otro mundo, como creyera una vez. ¿Era posible? Tanto había negado, tantas cosas había expulsado de su mente y de su vida, como engañosas patrañas destinadas a someterla a otras voluntades y manejarla como un mero instrumento. Se sentía perdida, tantas cosas parecían haber cambiado en un segundo... Ahora no era capaz de discernir ni de elegir, ahora no sabía qué creer ni dónde buscar apoyo.
         El Dios del Inframundo, madre –continuaba Isadora, con esa voz que no le conocía, me ha confesado que te ama con la misma necesidad vital del primer día. Y me ha revelado el único e imprescindible secreto: eres Perséfone revivida, su verdadera esposa, la que se alejó de él porque languidecía lejos de los prados verdes y el sol y el mar. Debes recordar, madre, debes escuchar a tu alma y dejar que te guíe, debes regresar a él, porque es su reino el lugar al que perteneces, al que pertenecemos las dos, pues yo, Isadora, soy su hija y su heredera y su mundo es mi mundo y mi legítima herencia.
         Pero, madre, es importante, has de volver allí por tu propia voluntad, has de ser tú quien le escoja. Volver a su lado porque sea ese tu único deseo.
         Te perdió una vez, te arrebató de tu madre por la fuerza, sin atender tu repulsa; te retuvo luego con engaños y, persuadidos por la insistencia tenaz de la siempre doliente Démeter, los demás dioses le hicieron pagar por ello. Permitieron, después de un tiempo pactado, que te alejaras de él y te sumieras en el olvido de los siglos. Ahora que ha vuelto a encontrarte no va a repetir sus errores, las equivocaciones fatales cometidas eones atrás. Y solo te pide, confiadamente, que vuelvas.
         Isadora guardó silencio y dejó que sus palabras se quedaran flotando en el aire, que calaran lentamente en la mente de Kore, que inundaran su piel y se asentaran en su corazón...
         Pero el tiempo apremiaba, el peligro crecía con cada segundo. El pueblo entero estaba ya casi a las puertas mismas de su casa. A no ser que hicieran algo iban a morir a manos de aquella enfervorizada muchedumbre, a pagar por los pecados de los descreídos paganos, a purgar sus faltas de obediencia, su voluntad propia y rebelde que las alejaba del redil.
         Kore dudaba y se debatía, azotada por la incertidumbre feroz y el miedo a equivocarse, arrastrando con ella a su hija al abismo. Pero en el fondo su corazón sabía. En lo más profundo de sí la decisión estaba tomada.
         Fue tal vez su alma, alborozada por el reencuentro, quien la tomó en un instante y eligió con determinación. Agarró a Isadora de la mano, tiró de ella y empezó a correr campo a través, por la senda que llevaba al Profitis Illas. Corrían enredándose en la maleza, tropezando con las piedras del camino, hiriéndose con los espinos y las ramas bajas de las pobres encinas que surgían de la tierra cada tanto.

Cuando las gentes de Thera descubrieron su huida se lanzaron en su persecución como una jauría de lobos hambrientos, desordenados y voraces, ganándole pronto el terreno a las mujeres descalzas y desprevenidas que les sacaban tan poca delantera.
         El cono del volcán se perfiló contra el cielo cuajado de heladas estrellas, como lágrimas brillantes de alguna otra mujer celestial relegada al olvido. Los gritos e insultos de los perseguidores colmaron el aire, sus jadeos y sus pisadas potentes retumbaron en el silencio. Iban a alcanzarlas. Era el fin.
         Entonces la brisa se volvió ardiente y creció en intensidad a velocidad de vértigo. Una cegadora cortina de arena se levantó del suelo y empañó el espacio que había entre las dos mujeres y quienes las perseguían. Bastó para que alcanzaran el borde del volcán. Un fatal titubeo las detuvo. No podía ser cierto. En sus sueños el mismo volcán conducía a un lugar seguro, donde por fin estarían a salvo, lejos del poder de los hombres y de su dios vengativo. Pero eso era en los sueños. En la cruel realidad el volcán era una trampa exterminadora, una rampa asesina que expulsaba vapores mortíferos y piedras encendidas. Un túnel siniestro y caliente que abrasaba su piel y les hacía toser sin parar.
         Kore y su hija se miraron a los ojos, buscando en la otra la decisión que no hallaban en sí mismas. Y una corriente invisible ligó sus voluntades. Tomadas de la mano se volvieron de cara al volcán y con una última y profunda inspiración saltaron al vacío. Y sellaron su destino.

Los aldeanos llegaron a tiempo de verlas desaparecer en las fauces ardientes de aquel averno. Tragadas por la negrura perpetua de la chimenea voraz. Y creyeron que había sido la divina justicia la que había obrado, reclamando para sí el sacrificio de aquellas mujeres que guardaban fidelidad a otros ídolos paganos.
         Deseando santificar aquel momento, dirigidos por Theophilus, el sacerdote que los lideraba, elevaron un canto gozoso a los cielos, adoraron a aquel Dios justiciero que una vez más había manifestado su poder, había triunfado. Eran instrumentos de la justicia divina, el barro insuflado de vida que cumplía la voluntad de Dios. Se sintieron grandes y humildes a la vez: hágase en mí según tu palabra.
         Un rugido profundo sacudió los cimientos de la tierra.
         Una sutil e imprevista marea agitó la corteza rugosa donde se asentaban. Y la voz profunda del Illas se dejó sentir aquella noche de junio: el cráter oscuro vomitó sin otro aviso una fumarola de rocas y humo denso, y piedras de diversos tamaños comenzaron a caer sobre ellos, dispersándolos como el ataque de la fiera poderosa que se abate sobre un rebaño de ovejas. Una cortina de fuego y humo se elevó al cielo, escupiendo lava y destrucción, aniquilando su tranquilidad y sus convicciones, haciendo tambalear certezas y bendiciones según se veían obligados a correr por sus vidas. Se perdieron colina abajo, y se dispersaron en dirección a la ciudad y la seguridad de sus casas, gritando enloquecidos como si les persiguieran los mil poderes del infierno.

Aquella noche quedaría para siempre, imborrable, impresa a fuego en su memoria.
         La noche en que habían creído escuchar a Dios, y habían oído también la voz devastadora del Demonio. El que reina en el país de las tinieblas, donde todo empieza y todo acaba.
         La misma noche triunfante en la que, sin que pudieran saberlo, el Señor de los muchos nombres, Hades, había recobrado por fin lo que era suyo, a su dulce esposa y a su hija predilecta. Para restituirlas en el lugar destinado incontables centurias atrás, en la era de los antiguos dioses.

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