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viernes, 7 de septiembre de 2018

ELOÍSA ESTÁ DEBAJO DE UN ALMENDRO

En formato de ficción sonora


Esto es un no parar. Vuelve una de vacaciones y, ¿qué hace? Pues ponerse a echar horas extra con el último proyecto surgido esta temporada para Las Noches del Huerto.
         El mundo de la radio es de por sí apasionante. Pero si además se puede combinar con la actuación en directo... ¿Podríais vosotros renunciar a algo así, por más liados que estuvierais con otras cosas?
         Lo habéis adivinado: yo, al menos, no soy capaz. Así que ando embarcada, igual que hace dos años, en la adaptación a formato de ficción sonora de una de mis obras de teatro más queridas: Eloísa está debajo de un almendro, de Enrique Jardiel Poncela.

Mi historia con Jardiel Poncela se remonta a mi más tierna adolescencia, cuando me leí de cabo a rabo sus obras completas, que obraban en poder de mi abuela y de mi tío, su hermano. Recuerdo llevar conmigo alguno de los gruesos tomos que constituían uno de los tesoros familiares y despertar miradas de recelo en el autobús, o incluso por la calle, cuando me reía a carcajadas yo sola con alguno de los pasajes de una obra cualquiera, que de todas extraje buenos momentos.
         Años después llegué a ver alguna de las piezas representadas en el teatro, y supongo que eso debería haber añadido algún plus a las obras respecto a la mera lectura, pero lo cierto es que yo solo recuerdo, por encima de todo, el disfrute de estas. Igual que me pasó con otros dramaturgos, que tuve épocas de leer mucho teatro.
         ¿Cuál puede ser la explicación? Yo apuesto por la imaginación como primer agente causal. Y es que las acotaciones de una obra teatral, aunque ciertamente no están hechas, al menos de manera preferente, para ser leídas, cuando caen en manos de un lector-lector, es decir, gente que ejerce de «imaginador» y gusta de adornar personajes, escenarios y situaciones con todo lo que está en su propia mente; cuando cae en tales manos, digo, se convierten en el único estímulo necesario para que la representación, o la película, se ruede íntegra en la propia cabeza.

Hace tiempo, una profesora del cole de mis hijas, de la etapa de educación infantil, comentaba que los niños muestran preferencia desde pequeños por las cosas que ven frente a las que escuchan (o leen cuando son más mayores). Esto es así porque les resulta más fácil e inmediato (procesamos de forma más directa los estímulos visuales), les requiere menos esfuerzo. Y por eso el equipo docente se había propuesto trabajar en clase especialmente los cuentos leídos en voz alta, o contados, sin dibujos. Para que desarrollaran la capacidad de comprender e imaginar lo que escuchaban.
         Todas estas consideraciones se me hacen muy presentes cada vez que intento adaptar una obra de teatro al formato de ficción sonora o radio-teatro. Las estrategias narrativas descansan por completo en la voz y el sonido (a cambio, todos los efectos especiales y la música adquieren mayor relevancia que en una obra representada), y, por tanto, se depende más que nunca del esfuerzo y la imaginación del público. Entonces surgen las dudas —las mismas dudas que en cada ocasión similar—  por parte de los actores y, de resultas, por mi parte. ¿Será demasiado larga la obra, aguantará el público y logrará mantener centrada su atención? ¿Se entenderá lo que decimos y lo que contamos? ¿Resultará interesante para ellos, teniendo en cuenta que no contamos con decorados ni actuamos con el cuerpo? ¿Convendrá entonces suplir de alguna manera lo que no se ve (y que en una obra de teatro se vería)?
         Bien, sobre esto último yo no tengo ninguna duda, pero tengo que esforzarme por convencer al resto. Es cierto que si tomamos como referencia solamente piezas teatrales convencionales se nos hacen extrañas, por ejemplo, la figura de un narrador; las explicaciones en los diálogos que, de verse lo que se está haciendo, serían innecesarias; el interpelar directamente al público, buscando su complicidad... Pero yo les digo que nos movemos en tierra incógnita, en un medio alternativo que podemos crear y recrear a nuestro antojo, y que está permitido (y yo creo que hasta obligado) probar nuevas fórmulas y forzar los límites. Así que, por este lado, decidimos resolver del siguiente modo: apostemos por mantener el formato elegido y confiemos en la benevolencia del público, que siempre nos sorprende para bien.

Pero aún nos queda contempla otro elemento específico que va a contar en nuestro caso, y es que el tipo de representación que vamos a hacer será en vivo y en directo, en un escenario al aire libre. ¿Qué supone esto? Pues, por un lado, que deberemos contar con las distracciones inevitables que se dan en un sitio donde la gente va a reunirse, a charlar mientras se toma su bocadillo y se bebe su cerveza o su refresco; donde hay niños corriendo, y a veces refresca, y hay viento... Y por el otro, algo que nos atañe solo a nosotros: por la propia naturaleza de la representación tendremos que vencer la tentación (al menos yo me impongo hacerlo así) de hacer «trampas», incluyendo acciones y elementos visuales que en la radio no jugarían. Porque no hay que olvidar que tratamos de hacer ficción sonora y no otra cosa.
         La única conclusión posible, llegados a este punto, es que somos (o soy, que asumo totalmente mi culpa) muy ambiciosos, queriendo llevar teatro escuchado al pleno campo. Y, una de dos, o nos estrellamos con todo el equipo, o sucede como en ocasión de los «Diez negritos», de Ágatha Christie, que representamos del mismo modo en LNDH, y el público confirma lo que yo ya sabía: que la gente responde a lo que le das, y si confias en ellos y en su empatía devolverán con creces la ilusión y el empeño que te ha llevado a hacer arte y cultura, del mejor modo en que eres capaz, en la propia calle, que es donde a mi juicio debería estar siempre.

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