Siguiendo con la iniciativa de compartir en estos días lectura gratuita, hoy quiero poner a vuestra disposición un relato al que tengo mucho cariño. Se publicó en 2013 en la antología temática «Fantasmas, espectros y otras apariciones», de la editorial La Pastilla Roja (antología que podéis leer en su versión digital en https://lektu.com/l/la-pastilla-roja-ediciones/fantasmas-espectros-y-otras-apariciones/1895, por muy poco dinero).
La antología va ya por su tercera edición y doy fe de que merece la pena. Si os gustan los espectros, esta es la vuestra.
Mi relato tiene ambientación western y se desarrolla en un pequeño pueblo de Missouri, en un momento impreciso de comienzos del S. XX. Ya sabéis de mi afición por el Oeste americano. Y también de mi declarada espectrofilia. Poder unir dos grandes pasiones en un mismo relato es un reto que me impongo a menudo. Aquí está el resultado, espero que lo disfrutéis.
LA NOCHE MÁS LARGA EN LA VIDA DEL REVERENDO STOCKHOLM
L. G. Morgan
Hacía frío en la pequeña iglesia metodista de West Plains,
Missouri. La noche se apretaba contra los cristales de las estrechas ventanas;
pasaban ya de las tres de la madrugada. El reverendo Stockholm estaba de
rodillas sobre el duro suelo de madera sin desbastar, solo y a la única luz vacilante
de las dos velas que ardían permanentemente ante el altar. Tenía los brazos en
cruz y la noble cabeza humillada sobre el pecho.
El reverendo estaba rezando a su Dios, suplicando su ayuda con más fervor del que había puesto jamás por nada en toda su vida.
El reverendo estaba rezando a su Dios, suplicando su ayuda con más fervor del que había puesto jamás por nada en toda su vida.
Estremecida por el dolor y la fiebre, su
esposa Kate trataba en esos momentos de dar a luz a su octavo hijo, que se
resistía a nacer y amenazaba con llevarse consigo a su madre de camino a la
tumba. El reverendo había estado horas enteras dando vueltas como un león
enjaulado ante su puerta, en la sala grande de la humilde vivienda que
ocupaban, mientras dos de sus feligresas trataban de ayudar inútilmente a Kate.
A los hombres se les echaba sin contemplaciones, incluso el reverendo estaba
proscrito en aquel tipo de escena doméstica que era el único reino exclusivo de
las mujeres. Sus otros hijos estaban en casa de la maestra. La buena mujer se
había ofrecido a llevárselos a todos, chicos y chicas, en cuanto la cosa se
puso fea y pudo preverse un largo desenlace.
El reverendo Matthew Stockholm estaba
convencido de que todo aquello era un castigo por sus pecados. Y la vergüenza y
el miedo le impedían alzar siquiera la vista y mirar al destino cara a cara.
Como si necesitara confirmación para
semejante idea, unos golpes leves sobre el vidrio de una de las ventanas se
dejaron oír en el silencio de la noche, haciéndole temblar lo indecible. Con
obstinación, se negó a moverse un ápice de su postura y aumentó sin darse
cuenta el volumen de las palabras que murmuraba compulsivamente, una oración de
penitencia y desesperada súplica. La sombra de una silueta de mujer se aferraba
a los cristales con posesiva determinación, y Matt Stockholm, a pesar de sus
ojos fuertemente cerrados, no dejaba de percibirla y saberse prisionero de su
mortal influencia.
La temperatura del recinto descendió aún unos
cuantos grados, mientras girones de una luz verdosa y turbia se colaban por las
rendijas e iban estrechando un cerco alrededor del aterrado pastor.
Ella venía a por él. Una vez más. Su voz se
escuchó en el silencio helado de la noche.
—Déjame entrar en la Iglesia, te lo ruego.
Necesito paz.
Las últimas palabras fueron un gemido
desgarrado, el producto de una cruel agonía que duraba ya largos, larguísimos
años. Pero Matt se obligó a resistir, no estaba en su mano el perdón, no podía
estarlo. Si no se mantenía firme ella lo arrastraría consigo al mismísimo
infierno. Sabía que era justo, el pecador debe pagar tarde o temprano. Pero
aquella noche no, aquella noche sería fuerte. Por Kate, por sus hijos, por los
fieles a su cargo.
Matt la había conocido hacía más de quince años, cuando
llegó con su reciente y flamante esposa a West Plains, para ocupar el puesto de
ministro y hacerse cargo de ese pequeño rebaño pecador, necesitado de su guía y
benévola firmeza.
Y allí estaba ella, Rose Laverne Grant, la mujer
más bella y excitante que el buen Dios hubiera puesto sobre la tierra. Aunque a
poco de tratarla se preguntó si no habría sido más bien cosa del demonio,
puesto que aquella criatura llevaba implícita en su cuerpo y sus gestos, en sus
ojos oscuros y su pelo rebelde la segura condenación de cualquier hombre.
Se decía que por sus venas corría sangre
negra. Otros afirmaban que de apaches o cheyennes. Lo cierto es que era una mujer
de una belleza singular, cautivadora en todos los sentidos. Regentaba el saloon del pueblo y cuidaba de las chicas
y sus clientes. Años atrás la propia Laverne había sido una de ellas, pero ahora
no recibía en privado, salvo contadas excepciones.
Matt supo después que, desde el mismo momento
en que puso sus ojos en él, se encaprichó de la nueva presa que suponía aquel
pastor serio y apuesto, tan joven y poco experimentado. Quizá intrigada por su
celo apostólico, o excitada por la difícil conquista de aquella fortaleza
entregada a Dios. Fuera lo que fuera, se propuso abatirlo igual que haría cualquier
afanoso tirador en pos de la pieza de caza con la que siempre hubiera soñado.
Él intentó resistirse, por Dios que sí, podía
jurarlo sobre el sagrado Libro. Mas fue inútil, ella lo atrajo sin remedio, como
la miel a las moscas.
El reverendo Stockholm se engañó en un
principio, diciéndose que su solicitud, y la asiduidad con la que acudía a aquel local de vicio
y perversión, se debían a su compromiso con la salvación de cuanta oveja
descarriada pudiera recuperar para el Señor. Pero pronto le resultó evidente
que su interés por la hermosa e intrigante Laverne poco o nada tenía de evangélico.
No era su alma lo que colmaba sus sueños y le hacía arder el cuerpo. Ni la
salvación de su espíritu lo que mantenía en vilo su mente, a lo largo de los
años y en medio de los hijos, el trabajo en la Iglesia y todas sus buenas
obras. Por mucho que se entregara a sus afanes, por mucho que se volcara en su
fe y jurara amar a su esposa, no conseguía robarle un ápice de su sangre, o
disminuir un grado de su entrega, a aquella mujer con cuerpo de pecado. El goce
imaginado de tocarla se convirtió en su única obsesión y el pensamiento incendiario
que ocupaba todas sus baldías vigilias.
Se hicieron amantes. Que Dios le perdonase,
pero así fue. Y él nunca tenía bastante. Cuanto más poseía de ella, más quería.
Pero solo de noche y a salvo de miradas ajenas. En público los condenaba a
todos ellos, a Laverne y a las chicas, al puñado de borrachos o buscavidas que
constituían la clientela habitual de aquel antro; e incluso a los cowboys y
granjeros que acudían a buscar allí solaz, en una pausa merecida de su dura
vida en el Oeste americano. A todos los anatemizaba en sus sermones.
Ella lo torturaba de vez en cuando a cuenta
de ello. Cuando había bebido más de la cuenta y quería ser cruel, hacerle daño,
le echaba en cara la hipocresía evidente de su vida, su eterna pugna entre los
deseos auténticos y su fingida existencia de «santurrón».
—Mi querido reverendo —le provocaba, burlona,
a sabiendas de que él odiaba que lo llamara así—, un día me voy a presentar en
tu iglesia y les voy a dar a todos una buena sorpresa. Será algo de lo que
puedan hablar durante muuuchos años —se sonreía, arrastrando las palabras—. Les
contaré quién eres en realidad. Sí, les explicaré a esas buenas gentes las
cosas que le gusta hacerme a su pastor, y cuánto gozamos ambos con ello.
Luego, al ver su mirada horrorizada, rompía a
reír a carcajadas y se volvía toda ella amor y caricias.
—No me mires así, mi dulce Matt. —Él podía
jurar que había tristeza en sus ojos, aunque su boca se esforzaba en sonreír
valientemente—. Nunca te haría eso. Porque sé que me quieres como nadie me ha
querido. Tú siempre vuelves. Sé que odias nuestro pecado, y que te juras a ti
mismo no caer nunca más. Pero me llevas en la sangre, no puedes luchar contra
eso. Y una y otra vez te arrastras hasta mí a pesar tuyo.
Sí, ya lo creo, siempre vuelves. Y con eso me
basta —terminaba, poniendo un beso dulce y lento en sus labios.
Laverne tenía un largo pasado antes de West Plains. Y un
nombre procedente de ese pasado vino a la ciudad a acabar con su vida.
Se llamaba Wayne Cooper y era un canalla. En poco
más de lo que se tarda en desensillar un caballo, se las arregló para
convertirse en la pesadilla del saloon
y de buena parte del pueblo. Aunque tuvo buen cuidado, eso sí, de limitar sus
atropellos a los desarrapados y los sin nombre, no fuera a encontrar un enemigo
de su tamaño.
Y le gustaba sobre todo apalear mujeres.
Laverne había padecido sus atenciones tiempo atrás, y ni él ni ella habían
olvidado un segundo de su dolorosa y desigual relación. Tras dejar a dos de sus
chicas molidas a palos y a otras tantas señaladas para unos cuantos días, la
emprendió con Laverne, obligándola a aceptarlo como cliente «por los viejos
tiempos». Pero ella se defendió; atrás quedaban los días de soportar sin
chistar lo que aquel desgraciado quisiera hacerle. Le denunció al sheriff, en
su nombre y el de sus chicas. Claro que nadie estuvo dispuesto a mover un dedo por
unas cuantas rameras y algún perdedor al que no iban a echar de menos, y fue en
vano.
Él podía haber hecho algo, podía haber
hablado en su favor y en el de las otras mujeres, e intentado protegerlas. Pero
tal vez todo hubiera salido entonces a la luz, en vista del interés que se
tomaba. Así que, como todos los ciudadanos respetables, se limitó a mirar para
otro lado y dejar que la canalla arreglara sus propios asuntos. Fue a verla una
tarde y solo se le ocurrió recomendarle paciencia y darle fútiles consejos,
como que procurase no quedarse a solas, que no le provocara…
Al día siguiente ella estaba muerta.
Cooper le dio tal paliza que la dejó tirada
en el suelo y casi agonizando. Su error fue darle la espalda demasiado pronto.
Ella consiguió de algún modo alcanzar el revólver que guardaba en el tocador y soltarle
dos tiros por la espalda, antes de cerrar los ojos para siempre. Y dicen que aún
tuvo fuerzas para escupir sobre su cadáver al entregar el último aliento.
Su valiente Laverne. El bello y desgraciado
amor de un reverendo, que se lo dio todo y a quien él no devolvió nada de nada.
Ni siquiera un lugar en el cielo.
Tres días después del crimen volvió a verla. Él estaba en
la Iglesia, preparando el sermón del domingo. Hacía cada vez más frío, tanto
que su aliento se volvió blanco y espeso en el aire helado. Un ruido en la
ventana le sobresaltó y le hizo mirar hacia allí. Era Laverne, deslumbrante y osada
como cuando la viera por primera vez, solo que mucho más pálida y mortalmente
más seria.
Él se quedó paralizado por el miedo, puede
que la culpa y la vergüenza también pesaran lo suyo. Aquello no podía ser,
ella estaba muerta. Y que hubiera acudido a buscarlo… Solo podía deberse a su
búsqueda de venganza. Le haría pagar por su abandono y su cobardía, sin duda.
Entonces ella le habló.
—Matt —su tono era de súplica—, déjame entrar
en la Iglesia. Te necesito.
Seguro de que le engañaba, de que perseguía
su ruina, retrocedió como pudo hasta el lugar más oscuro del templo, para
alejarse de esos ojos que le quemaban como las ascuas de una hoguera. Se
agazapó tras uno de los bancos, en un intento infantil de escapar de su
espectro. Pero al instante siguiente ella volvía a estar casi a su lado,
acechando tras los cristales de la apuntada ventana que quedaba tras de él.
No iba a mirarla, no, eso nunca. Si volvía a
contemplar su rostro estaría perdido. Pese a saberla muerta volvería a anhelar
su boca y a desear su cuerpo, volvería a buscar en el pecado lo que nunca
ansiaría en la salvación.
Los golpes sonaron esta vez en la puerta, con
más contundencia. Stockholm se abalanzó hacia allí, para asegurar la hoja por
dentro e impedirle la entrada. Pero comprendió que no era necesario, por alguna
razón desconocida ella no podía franquear el arco sin su permiso, el del
sacerdote. Eso le proporcionaba un lugar a salvo.
Se quedó apoyado contra la puerta, respirando
entrecortadamente. La sentía al otro lado, al acecho.
—Matt, me lo debes —ahora su voz sonaba
persuasiva y razonable, como alguien que le explicara a un niño algo obvio—.
Solo déjame entrar y obtener el perdón. Tú también tienes parte en esto,
acógeme en tu Iglesia y lograremos la paz los dos.
Se dijo que era una trampa, que no podía
fiarse. Se enfureció con ella y le gritó que no era digna de un lugar sagrado,
que no podía profanar el templo con su presencia. Le escupió con rabia que no
era más que una ramera que le había conducido a la perdición. Y una asesina que
había muerto sin arrepentirse de nada.
Pero algo le ocurría. Se dio cuenta de que casi
podía oler su perfume y respirar su aliento. Se encontró rememorando sus
rasgos, el sabor y la suavidad de su piel, la sensación de hogar en sus brazos.
Y gimió de anhelo y dolorosa nostalgia, aferrado a aquella madera áspera,
sintiendo que las fuerzas le abandonaban.
—Lárgate de una vez, maldita sea —gritó fuera
de sí, empezando a golpearse la cabeza una y otra vez contra las tablas, hasta
que se desplomó en el suelo y empezó a sumirse
en la negrura.
Nunca supo cómo ni cuándo abrió la puerta,
traspuso el umbral y en dos zancadas se acercó a la figura que ya se alejaba,
para agarrarla bruscamente de la mano y conducirla lejos de allí. Solo conservó
luego recuerdos confusos, retazos de imágenes que se movían frenéticas en el
tiovivo de su mente. La llevó a un lugar apartado y volvió a poseerla como
antaño, con el fuego y la ira del deseo culpable, sin saber si soñaba o era
real, si era posible yacer con un espectro como si fuera una mujer de carne y
hueso, solo que más fría y pálida, más remota y, por ello, más codiciada y ansiada
que nunca.
Volvió a aparecerse ante él muchas otras veces, en noches
perdidas de atormentadora angustia, durante quince años. Y a rogarle lo mismo,
a suplicarle por el perdón y la paz. Y cada vez durante aquellos quince largos,
solitarios y estériles años, él volvió a negarle lo que en justicia le
correspondía.
Ahora volvían a estar como al principio. Solo
que esta vez su mujer y su hijo no nacido se morían. Porque él no era capaz de
resistirse a la lujuria, o al amor, quién podía saberlo; y también porque había sido un
cobarde y un ingrato. Y no sabía cuál de los dos crímenes era peor ni
más sangriento.
Golpes en la puerta, el viento arrojando
tierra contra los cristales. Como si sirviera a la ira de los muertos y fuera
su emisario y su verdugo.
No había escapatoria, era como en todas las ocasiones
anteriores. Pero Matthew Stockholm sabía que debía cambiarlo de una vez. No
tenía sentido seguir resistiéndose, le dijo una voz interna, había que acabar
con todo.
Se levantó trabajosamente, aceptando lo
inevitable, y caminó como un sonámbulo hasta el pie de la iglesia. De nuevo apoyó
la frente en la madera oscura, con tacto de piedra, llorando por lo bajo,
queriendo atravesar la frágil barrera y descansar su rostro en el rostro blanco
de ella. Y temiéndolo con igual intensidad.
Por fin suspiró y abrió la puerta, para
contemplarla bañada a la luz inclemente y afilada de la luna.
—Déjame entrar en tu Iglesia, Matt —susurró
con dulzura—. Ha sonado la hora.
Aún dudó un instante, aún tuvo que luchar
contra lo que era arraigada costumbre, el último lazo que lo ataba a la
seguridad, a la posibilidad de distinguir las fronteras.
—Así sea —musitó al fin, vencido—. Entra en
la casa del Señor.
Laverne traspasó aquel umbral como si se
internara en la Tierra Prometida, en busca de la luz. Miró a su alrededor lentamente
hasta que, finalmente, sus ojos descansaron en la figura triste de su amante.
Le miró con compasión, con el sereno desprendimiento de quien ha visitado otros
mundos.
—No me tengas miedo, mi querido. —Apoyó una
mano en su brazo y él se dijo que era liviana en extremo, casi incorpórea, como
no había notado antes. También su rostro era menos denso, y sus rasgos más
sutiles—. No hay nada que yo pudiera hacerte —continuó—, peor de lo que tú
mismo te has hecho ya.
—Laverne… —le costaba decir su nombre en voz
alta—. Sé el daño que te hice, que te he hecho.
Ella se rió como antaño. O casi, porque su
voz parecía venir de muy lejos.
—Nada importa ya. Además, no fuiste tú quien acabó
con mi vida, tú no me pegaste, tú no me maltrataste nunca. El que lo hizo ya ha
pagado por ello, puedes creerlo. —Aquí su mirada se endureció y sus rasgos se
tensaron un instante, tan fugaz que desapareció casi al tiempo de iniciarse—. Tú
solo fuiste cobarde, incapaz de luchar por mí en contra de tu moral, o la de
ellos —hizo un gesto que lo abarcaba todo—. No Matt, tú no fallaste como
hombre, sino como enviado del Cielo, como pastor del rebaño cuya misión es
cuidar de la oveja descarriada y traerla de vuelta, en vez de alejarla de sí. Es
por eso que ahora debes responder.
—Y estoy dispuesto —respondió Matthew sin
darse tiempo a pensar, sintiendo al decirlo una paz desconocida que le
procuraba un inmenso alivio—. Estoy tan cansado…
Pero —se inquietó al punto—, ¿qué va a ser de
los míos, de mi esposa, de mis hijos, de mis buenos feligreses? ¿Han de pagar
Kate y el bebé por faltas mías?
—Tu vida por la suya —respondió Laverne—. Ven
conmigo, al otro lado, y ellos vivirán, te lo prometo.
El reverendo tragó saliva con angustia. Como en
todas y cada una de las ocasiones en que la había visto, seguía sin poder
asegurar si aquello era real, si ella o su alma existían realmente, o era todo el
producto de una mente enferma que desvariaba por los remordimientos. ¿Sería
cierto que había un después?, ¿le conduciría ella al descanso, o al tormento
eterno?
Su fe se tambaleaba en el momento crucial.
—Matt —le instó ella una vez más—, ven
conmigo. Sea como sea, sabes que no puedes vivir lejos de mí. Elige ahora,
cuando acabe esta noche será tarde.
Se dejó guiar al campanario de la Iglesia. Subieron
los estrechos peldaños en silencio, mientras Stockholm sentía crecer una dolorosa
opresión en su pecho. Arriba, el viento del norte azotaba inmisericorde los
muros de madera de la torre, y movía el badajo de la única campana de bronce,
extrayendo un sonido fantasmal, triste como toque de muertos. El vértigo le
inundó por un instante. Luchó contra las dudas y la angustia.
—Ya no hay vuelta atrás —dijo en voz alta.
Se volvió a Laverne para llevarse su imagen
al más allá, y le pareció más hermosa y
dulce que nunca. Se fijó en que sus ropas se habían vuelto blancas, blancos sus
labios y brillante su piel.
—Pareces una novia —le dijo sonriendo con
suavidad.
Laverne le devolvió la sonrisa y él depositó
un tibio beso en sus labios de alabastro. La abrazó durante un minuto, luego se
separó de ella y la contempló largamente, enmarcada contra el cielo estrellado
de esa última noche.
—¡Salta! —susurró Laverne con infinita
ternura.
—Asido a tu mano. Para siempre.
Y juntos saltaron al vacío.
Buscando valientemente la eternidad.
Hola. Me ha encantado. Ritmo narrativo, estilo, historia... Durante los últimos párrafos, contuve la respiración, con el corazón acelerado, hasta acabar precipitándome. Un saludo.
ResponderEliminarMil gracias, Gema. Cuánto me alegra leer esto. Me encanta el wéstern y me supuso un placer probar a darle un tinte de terror introduciendo otra de mis pasiones literarias: los fantasmas :-)
ResponderEliminarOtro saludo (agradecido) de vuelta.