El relato que comparto hoy forma parte de una antología colectiva que sacamos la gente de NEUH, el colectivo de autoeditores al que pertenezco, con relatos de corte hopepunk***: Antología colectiva Neuh
El relato, en su primera formulación, estaba escrito desde bastante antes y fue solo el azar (o la Providencia, el Destino...) lo que lo llevó a formar parte a última hora del proyecto que se estaba gestando en Neuh en torno a un estilo o enfoque literario que, aunque ha existido siempre, solo ha adquirido nombre o etiqueta muy recientemente.
La historia juega con los sueños y con el bosque como ecosistema complejo y misterioso que ejerce un fuerte influjo en todos los seres vivos que con él se relacionan, incluidos, por supuesto, los humanos. Imaginad que el escenario de alguna forma determinara la acción. Que el ambiente que nos rodea nos afectara a niveles tan profundos que nos atrajera irremediablemente hasta un centro y un desenlace determinado. Y que lo que vives en un sueño fuera más real y significativo que lo que pasa en la vigilia. Con todo eso... Aquí está el resultado.
Si sueñas con bosques
L. G. Morgan
Y aunque tú ya no estés,
en mi cuerpo hay mil espejos
por donde yo te puedo ver.
Mil Espejos (NudoZurdo)
Sueña. Es consciente de
que se trata de un sueño.
Está dentro de un bosque
a la luz de la luna. No sabe cómo ha llegado allí. Siente una especie de
urgencia o acusada intranquilidad. Las frondosas ramas se alzan ominosas sobre
su cabeza y le mantienen preso. Sin embargo, la luz le permite ver bien
alrededor. Camina hasta un claro y la descubre. Ella. Como si estuviera
aguardándole. Y una sensación de cumplimiento le hace olvidar cualquier duda,
cualquier temor.
─Te conozco –dice él, y siente que es
cierto, en un sentido más profundo que nada que haya pensado alguna vez.
─Te conozco –contesta Ella.
Solo en un sueño se puede
decir algo tan estúpido y que no parezca absurdo. Más que eso, tiene sentido.
Esa simple declaración les acerca con un vínculo tan intenso que no parece
terrenal.
Él la toma en sus brazos
y la estrecha muy fuerte. Respira el olor de su pelo brillante. Saborea el
tacto de su piel cremosa.
Ella le ciñe la cintura
con posesiva seguridad. Y le besa como no le han besado nunca.
Un hambre insaciable les ahoga,
diluye su consciencia, les hace olvidar cuanto no sea el deseo. Entonces se devoran
el uno al otro. Se entrelazan, se retuercen. Y en el suelo mullido de hojas se
entregan con desesperación el uno al otro, como si el mundo se tuviera que
acabar mañana y ese fuera su último sorbo de vida. Se poseen, compartiendo su
aliento vital, sus almas, hasta quedar colmados. Las manos unidas. Los ojos
perdidos entre las húmedas hojas relucientes.
Después de una eternidad
plácida y llena, Él se duerme dentro del sueño.
Y se despierta en la realidad,
sofocado y a oscuras, y se siente el más desgraciado de los hombres, porque
acaban de expulsarlo del paraíso.
Amanece en
una habitación triste. Es una estancia oscura, desordenada y sucia, abarrotada
de libros. Un viento helado se cuela por los resquicios de las viejas ventanas.
Las paredes rezuman humedad. Él no ha podido volver a dormir después del sueño.
Pero aun despierto, la fantasía aterciopelada y cálida en la que acaba de vivir
se resiste a abandonarle. No quiere que le abandone. Sigue profundamente preso
en el bosque, sigue inmerso en la visión de los ojos intensos de Ella y en la
atmósfera húmeda bajo las hojas. El recuerdo se adhiere como una sustancia
espesa, pegajosa, a su piel y a su conciencia. Le llena cada poro, los ojos,
los oídos, dejando poco espacio para la realidad
Pero qué es real, se dice. No acaba
de aceptar que la verdad habite en el mundo gris que atisba a través de la
ventana. Es más de verdad el bosque plateado de luna donde vive Ella. El solo
desea volver a dormir, aunque sabe que no es posible.
El mundo real es un lugar inhóspito y
cada vez más vacío, una grisura sin esperanza en la que se hunden los pocos
alumnos con los que se topa en el Campus.
Pasa todo el día como un autómata,
viviendo a medias, la mitad de sí mismo sumida en los restos del sueño que no
olvida, que no se borra de su conciencia ni un solo instante. Está
confortablemente sumergido en él, como en un útero materno acogedor y blando.
Solo desea volver a dormir. Y todo el tiempo, cada vez que piensa en Ella,
siente una cálida sensación invadir su entrepierna; olas ardientes de
excitación, arrolladoras, se apoderan de él y le hacen sentir que nunca ha
estado tan vivo. Pero no hay urgencia ni premura en ello. Es un estado de
placentera plenitud, la convicción de estar lleno del sabor de ella, de su
olor, de la suavidad de su boca caliente y sus manos valientes recorriéndole
por entero, reclamando imperiosas cada parte de su cuerpo. Él fue suyo. Y sabe
que Ella, aquella mujer que la sensatez le dice que no existe, fue suya
también. Están unidos más allá de la vida y la muerte.
¡De la muerte!, advierte con
sobresalto. No puede explicar por qué tiene esa irracional certeza, de dónde le
viene tan descabellada idea. Sin embargo, es algo que siente en las tripas, se
lo dice el corazón. Y el suyo no miente.
Sueña con un bosque.
Tampoco ahora sabe cómo ha llegado allí. Altos y lisos troncos, hojas de verde
y plata. El aire húmedo tiene una cualidad de espesura que se hace presente en
torno a él. Un chorro de luz lunar inunda un camino. Está lleno de zarzas y espinos,
intransitable.
Él la busca. En cada
resplandor entre la fronda umbría espía su aparición. Da vueltas en círculos
cada vez más estrechos. Se marea. Se ahoga. Tiene que encontrarla.
Y por fin la ve. Solo que
en realidad no es así; más bien la intuye, la percibe. Como si estuviera ciego,
se da cuenta de que en el sueño no puede ver, solo tocar, oler, saborear... Y
sentir con una profundidad que no reconoce. Sus sentidos están anormalmente
desarrollados, todo es tan intenso que casi duele. Y Ella lo llena todo. Estar
con Ella es lo único real. Eso y el miedo a perderla al despertar. Por eso se
aferra a su carne como a la única tabla de salvación posible. Y nota que ella
hace lo mismo. Son dos náufragos que se ahogan en un mar que bulle y se agita
alrededor, con olas rugientes que tratan de hacerles zozobrar. Todo se mueve en
los bordes de la espiral. Y en el epicentro se abrazan ellos.
Otra vez el despertar es
amargo. La mañana ácida y turbia, como un amanecer de resaca, le arranca de la
cama y le convierte de nuevo en un muerto viviente. Otra jornada que ha de
pasar desgarrado, desgajado del tronco de donde bebe la savia imprescindible,
donde recibe el único alimento que le hace estar vivo. Arrastra su cuerpo por
clases, cafetería y laboratorios silenciosos. La sensación de plenitud le ha
abandonado, solo siente mutilación y nostalgia. Ha de volver al bosque para
poder respirar. Apenas soporta la espera hasta la noche.
Se acuesta temprano, a
las nueve. Y al fin duerme...
Esa noche algo es
distinto. Es el mismo paisaje de hayas y centenarios castaños, pero esta vez
puede oler una sensación de peligro que se insinúa en el viento. Las hojas se
frotan entre sí, susurran nombres que no distingue. El miedo se mastica. Cree
que algo acecha, escondido en las sombras que proyectan las ramas oscilantes.
Eso, lo que sea, parece
aguantar la respiración, esperando el momento de cazar. Aguardando el instante
preciso para dar el salto y abalanzarse sobre la presa, matarla de un solo
zarpazo, de un tajo, un corte, un mordisco que la haga desangrarse.
Él lo sabe. Sabe que Eso
está allí, en la oscuridad. Y, de algún modo, sabe lo que quiere: necesita
matar y comer.
Busca a su alrededor con
creciente angustia. Teme por Ella.
Por fin la ve. Son solo
retazos de imágenes que pasan a velocidad de vértigo. Ella corriendo. La luz
blanca reflejada en sus ropas al viento. Su pelo brillante flotando como una
aureola en la penumbra del bosque. Su rostro aterrado...
Entonces Ella le mira,
por primera vez, y sus ojos se encuentran y tratan de decirse lo que sus voces
no consiguen. Él puede ver cómo el pánico hace aumentar las pupilas de Ella,
que se desespera por hacerle entender algo. Grita, mas Él no logra oír lo que
dice.
Le desgarra la
frustración. La impotencia. Tiene que ir junto a ella. Tiene que salvarla.
Dentro de un momento será tarde. Pero algo le retiene ahora. No sabe qué es,
solo que le impide moverse. El bosque mismo se abalanza sobre Él para someterlo
y enterrarlo entre verde y espesa selva.
Trata de luchar, araña,
muerde, patalea. Se debate...
Se despierta empapado en
sudor, enredado entre las sábanas húmedas. Tarda un rato en recuperar la
respiración. Al otro lado del cristal, hilachas grises de madrugada anuncian el
nuevo día.
Se pone en pie y se
marcha deprisa, como si estuviera huyendo, a correr entre los edificios
desiertos del campus. Corre y corre hasta que le estallan los pulmones, hasta
que los latidos de su corazón le retumban en los oídos y amenazan con romperle
los tímpanos. Hasta que se borran los vestigios de civilización y deja atrás el
eco más leve de cualquier sonido humano.
A duras penas contiene un
alarido, que pugna por escapar de sus labios.
Se detiene al fin, en los
límites del bosque que comienza allí.
Es curioso, nunca ha
llegado tan lejos antes. Nunca ha sido consciente de qué hay fuera del
perímetro donde el orden y la cordura académica rigen el destino de los días.
Nunca se ha preguntado siquiera cómo sería el paisaje o si habría algo de
interés que ver. De pronto se siente ganado por el pánico. No sabe por qué.
Solo alcanza a sentir que el terror hace presa en él y que no puede zafarse.
Da media vuelta y se
encamina con pasos rígidos, controlados, de vuelta a la seguridad del mundo
pulcro y metódico donde sabe que estará a salvo.
Y al tiempo que recobra
la tranquilidad, se siente desgarrado inesperadamente por el anhelo de Ella.
Tiene más ganas de Ella de lo que ha necesitado nada en la vida. Su cuerpo y su
mente la reclaman con la misma desesperación de un brutal síndrome de
abstinencia.
Nunca ha deseado así a
ninguna otra mujer, real o imaginaria. Y nunca ha querido tanto a ninguna otra
persona. Lejos de Ella no está vivo.
No puede creer que esto
sea la vigilia y aquello el sueño. Su cerebro trastornado le dice que es ahora
cuando está dormido. Y que necesita regresar a los paisajes de su imaginación
para volver a nacer.
Es casi cuando está de
vuelta en la Residencia cuando se fija en un tablón de anuncios lleno de
avisos. Pertenece al departamento de Antropología Social. Hay una foto de un
equipo de trabajo que lleva a cabo una investigación puntera para el
departamento. Y allí, entre dos tipos barbudos con pinta de exploradores, está
su rostro, el de Ella.
¡Así que existe!
El corazón se le desboca,
Él lo sabía, lo sentía, aún así... La convulsión es tan fuerte que le parece
perder el equilibrio. Él no la había visto nunca, no la conoce, no ha podido
hablar con ella... ¿qué le está sucediendo?
Entonces se dedica a
estudiar el panel con más atención, con la esperanza de descubrir algún detalle
adicional. Pero lo que ve lo deja sobrecogido. Hay un montón de fotos de
chicas y chicos de distintos cursos, en color o en blanco y negro. Sobre todas
ellas planea el mismo rótulo: Desaparecido,
acompañado de fechas que se remontan, en algunos casos, hasta un año atrás. Y
una larga lista de números de teléfono que demandan información sobre
familiares y amigos.
«¿Cómo es posible?» se
dice. «¿Cómo ha podido desaparecer toda esa gente mientras Él se ha mantenido
al margen, ajeno a todo? ¿Cómo ha estado tan ciego? ¿Y por qué las autoridades
universitarias no han tomado cartas en el asunto, se extraña, y la policía no
ha emprendido interrogatorios en masa en cada una de las facultades?».
Sin previo aviso, vuelve
a sacudirle la ya conocida impresión de irrealidad, como si se hubiera colado
en una dimensión equivocada. Luego el pánico. El mismo terror irracional que ha
experimentado hace escasos minutos en el bosque. La misma sensación de peligro
inminente. Quizá es ese mismo peligro lo que agudiza sus sentidos y fuerza una
conclusión. ¿Qué tienen que ver los desaparecidos con el equipo de
investigación, y por tanto con Ella? ¿Es posible que se encuentre entre los
primeros? Corre hasta la siguiente cristalera con el alma en un puño. Allí
alguien ha reunido cuidadosamente, por medio de recortes de periódico que
amarillean bajo la luz inclemente, la historia de una tragedia.
Todo tiene que ver con el
bosque. El espacio verde de sus sueños. Fiestas de estudiantes de las que
alguien no regresa. Denuncias por ruido y escándalo. Animales muertos, robo de
ganado… Según dice el periódico más sensacionalista, el pánico ha empezado a
extenderse entre alumnos y profesores del Campus, las sospechas y las
consiguientes denuncias no se han hecho esperar. Las autoridades académicas han
prohibido el acceso al parque forestal. Los vecinos de los alrededores culpan a
la universidad y a los estudios y experimentos que esta lleva a cabo. La
iglesia evangelista habla de profanaciones. El párroco católico de asuntos con
los que no se debe jugar.
Un recorrido frenético
por noticias y fotografías le devuelve la esperanza: Ella no está entre las
posibles víctimas, aún no. Y Él se va a ocupar de que siga siendo así, lo jura.
Vuelve a su habitación,
decidido a ir a su encuentro a cualquier precio. Tiene que volver a dormir.
Necesita encontrarla.
Se toma un par de
pastillas. El sueño no acude. Se agita invadido por el más inmenso infortunio.
Ha de esperar. Debe cumplir la condena estipulada, parece ser necesario.
Y el día se desangra
lentamente en minutos espesos, hasta poder volver a nacer.
Ha aprendido los
mecanismos. Ahora es Él quien conduce el sueño. Se introduce en la espesura y
se deja envolver por el verde aliento de los castaños tiernos. Hojas repletas
de savia. Ramas extendidas que se ciñen a los contornos que definen los troncos
añosos. Anuncios de vida nueva, de veranos que se adivinan en la brisa de la
noche templada. Respira. Saborea. Todo está bien.
Muy lejos, a través de
ramas, hojas y arbustos, cree ver un resplandor. Ella acude a la cita. Se queda
extasiado un momento, contemplándola. La luna le ha prestado su blancura fría y
un halo la rodea. Parece flotar en el aire transparente, como un alma etérea e
incorpórea. Sin embargo, Él sabe de su carnalidad cálida, conoce el peso de sus
huesos y la realidad de su piel. Y ha escuchado su voz susurrándole al oído.
Mas, de lejos es tan
pálida...
De golpe es como si una
nube hubiera velado la luz.
Pozos de sombra se han
alzado en torno a Él. El aire chisporrotea cargado de electricidad. Un olor nauseabundo,
tenue al principio, invade sus fosas nasales. Siente un cerco alrededor, un
estrecho cerco invisible que le oprime y le ahoga. Los contornos de las cosas
se ahondan y difuminan como imágenes de carbón. Los árboles se tensan e
inclinan, las hojas se estremecen y parecen aguantar la respiración.
Y Ella, tan lejos, ya no
parece blanca y flotante; su rostro se desencaja en una mueca de terror. Grita
y grita. Trata de correr...
Él cree morirse de miedo.
Le cuesta moverse. Algo helado le rodea y le retiene. Sus movimientos son
lentos, trabajosos, se agota en el esfuerzo, levanta los brazos, estira las
manos, en un intento inútil de llegar hasta Ella, de salvarla.
Y lo último que ve, lo
último que recordará, son los ojos de Ella haciéndose más grandes, su mirada
desbocada pidiendo auxilio.
Hoy todo tiene que ser
distinto, se dice al despertar. Hoy va a cambiar el estado de las cosas, va a
forzar el destino, o lo que sea; va a alterar el curso de la realidad. Se lo
debe. A Ella y a todos los otros. Porque Él «sabe», conoce, lo que esconde el
bosque.
Viaja a la ciudad y logra
hacerse con un mapa de la zona. El parque empieza en la linde del campus, hacia
el este. Viene reflejada en el plano su enorme extensión y su elevación
progresiva. En el centro, las curvas de nivel se aproximan indicando la máxima
altura.
No sabe bien de qué va a
servirle cualquier mapa para encontrar un lugar que ha visto solo en sueños, solo que le
da una cierta tranquilidad, como si estuviera haciendo algo positivo y tangible
para poner punto final a sus terrores y angustias.
Las reglas del juego han
cambiado, ahora va a vivir, en la consciencia, lo que ha experimentado solo en
los sueños. O en las pesadillas, rectifica. Tiene que recrear el escenario
onírico que ha albergado su mente y su imaginación esas otras veces, e intentar
cambiar el final.
Se prepara con todo lo
necesario. Mete en un macuto una linterna y una brújula, algo de comida y agua
—no sabe cuánto tiempo deberá hacer guardia— y ropa de abrigo suficiente. Lo
último que coge es un machete que no ha usado nunca pero que le da cierta
infantil sensación de explorador profesional.
Aguarda la noche. Ha de
haber salido la luna. Ha visto en el calendario que hoy estará llena. Como
tópico no está mal, todo misterio insólito y trascendente sucede siempre en
luna llena, se dice sarcástico.
Llega andando por su
propio pie, aunque le parece cabalgar a lomos del mismo sueño que ya conoce.
Sabe que está despierto,
aun así le cuesta creerlo. Realidad y ficción se han
ido anudando, entrelazando y confundiendo para Él con el correr de los últimos
días. Ya no puede distinguirlos.
El bosque es espeso y
profundo, tal y como lo conoce en sus fantasías. No necesita la linterna; los
ojos se le acostumbran enseguida a las sombras, mitigadas por la luna. Lo que
requiere mayor esfuerzo es quebrar la maleza, impenetrable en algunos tramos. Y
orientarse. No hay senderos ni caminos precisos, solo caprichosos atajos
delimitados por los árboles altos.
Una intuición precisa,
sin embargo, le lleva en pos de la memoria hacia el interior profundo y
recóndito. Tras un buen rato de caminata alcanza el claro tapizado de hierba
donde la encontró la primera vez. Lo reconoce sin ninguna duda. El recuerdo de
su pasión flota en hilos tenues por todas partes. Su amor encendido ha dejado
un poso de dulce y honda nostalgia en la hierba y en los troncos, en las hojas
anchas y en las sombras que como encaje teje la luna.
Se entretiene sin querer,
paralizado por la añoranza de su cuerpo y sus ojos, los de Ella. Pero no hay
tiempo. Ha venido a salvarla.
Y entonces, de golpe, lo
percibe esa noche por primera vez.
Debajo de los ecos de su
ardor y su delirio adivina otra cosa. Como si estuviera de nuevo soñando, un
presentimiento lo envuelve. Es algo impreciso que flota en el aire y en la
tibia oscuridad, algo que invade insidioso y sutil cada rincón, como un mal
olor desenmascarado bajo un perfume caro. Un hálito primario, atávico, que
dispara de un golpe todas sus alarmas.
Echa a correr. La ominosa
presencia le sigue. Su corazón se desboca, el aliento le quema. Bocanadas
rápidas e intensas, zancadas precisas de corredor de fondo. Un jadeo crece
detrás.
A lo lejos acierta a
adivinar un reflejo. La luna desvela una blancura en movimiento, que parece
flotar sobre la verde mancha de la hojarasca. Relámpagos de Ella, de su carne
caliente y de su pelo enroscado en mechas que son como serpientes.
Elige esa dirección. Hay
una abertura delante, en medio de la espesura. De un solo paso salva la
distancia que le separa de ella y cae... No, no cae, tropieza con algo, y unas
correas se abaten desde algún lado sobre Él y lo levantan en el aire. Es
demasiado rápido, no lo comprende. Solo ha llegado a escuchar un sonido agudo y
sibilante y la trampa se ha cerrado sobre su cuerpo, una red de cuerdas que le
apresa como a un animal cazado.
Zarandea las cuerdas,
grita y se debate, se agita tratando de hacer caer la red y romper el cerco.
Muy lejos aún, Ella viene
corriendo hacia Él. La ve gritar pero no logra entender lo que dice. Su pecho
se agita por el esfuerzo. Los ojos se le dilatan de pánico. Tiende las manos
hacia Él en un gesto inútil.
Puede ver su pavor, puede
sentir como propia su angustia. Y esta vez comprende que es por Él por quien
teme, por quien se debate contra los elementos. Y el terror que hay en sus
ojos, el terror que desfigura su expresión en los sueños, es miedo por su vida,
por no ser capaz de llegar a tiempo de salvarle.
La mira y grita también,
quiere decirle de golpe tantas cosas... Entonces siente un dolor intenso y
cegador en la cabeza. La luz lo abandona y Él se sume inevitablemente en el más
hondo abismo.
Ella sabe que esa noche
será crucial. Los sueños la han conducido hasta ese momento. Toda su vida, en
realidad, la ha conducido a ese momento.
Hace tiempo que ha dejado
de plantearse las preguntas de rigor, ya no le inquieta cómo explicar lo
imposible. Ha perdido cualquier importancia el hecho de saber la verdad. Ahora
ha decidido actuar. Aceptar las cosas como son, o como las está viviendo, sin
preocuparse por la lógica o la realidad de todas ellas.
Resume mentalmente sus
creencias, las pocas que ahora importan. Cree en Él y en Ella, juntos. Cree en
el destino que les une, más allá de toda razón. Y cree en la existencia del
Mal, como algo igual de primitivo y esencial.
Ella se sabe fuerte, y va
a enfrentarse a aquello que quiere destruirles. Va a vencer o morir. Esta
noche.
Con la llegada de la
oscuridad se dirige al bosque, que empieza al cabo de un kilómetro desde donde
termina el perímetro de la Universidad. Sabe de su extensión. Conoce su
espesura. Lo ha investigado a fondo. El estudio que lleva a cabo para el departamento
les ha permitido, a Ella y a los demás, descubrir desde el principio la extraña
energía que posee el lugar.
Han examinado a
conciencia la historia y orígenes de un dolmen primitivo que se alza solitario
en el centro del bosque, enclavado en un afloramiento de roca en la parte más
alta del arbolado. Al igual que otros monumentos megalíticos, parece haber sido
levantado sobre una línea de fuerza o de poder, un enclave donde, según las
creencias de diversos cultos, la energía telúrica se concentra y actúa sobre el
mundo visible.
El hondo calado que
tienen las fuerzas del bosque en los seres de alrededor es incuestionable. En
el curso de sus indagaciones, los miembros del equipo han ido desempolvando
leyendas sobre aquelarres de brujas y prácticas satánicas. Han tenido noticia
de insólitos avistamientos de ovnis e incluso de alguna abducción. Y para
culminar la leyenda negra que pesa sobre el lugar está el tema de las
desapariciones y los asesinatos recientes. Es, precisamente, indagando sobre
ese tema cuando todo cambia de pronto, y lo que había empezado como una
investigación puramente académica adquiere un cariz en verdad dramático.
Todo empieza con una
llamada del Rectorado, convocando a su jefe y a todo el equipo a una reunión de
urgencia. Antes nadie había apostado un duro por su proyecto, pero ahora el
Rector está desesperado y acude a ellos como último recurso, después de que la policía
y el resto de autoridades competentes se hayan mostrado incapaces de acabar con
la oleada de crímenes. Un poco tarde, se indigna Ella al conocer el alcance de
los terribles sucesos que, con total nerviosismo, refiere el catedrático.
El primer caso se remonta
a un año antes, cuando unos excursionistas encuentraron el cadáver
semienterrado de un hombre entre las hojas del bosque, cerca de unas piedras.
Unas semanas después un pastor halló otro cuerpo, esta vez de mujer, bien
visible en un claro junto al camino de subida al dolmen. En ambos casos se trató
de crímenes que conmocionaron a la policía local por su salvaje e inhumana
brutalidad y que a día de hoy siguen sin resolverse. La conexión con el Campus
se mantiene en secreto «para no alertar sin motivo a los alumnos y, de paso, al
asesino o asesinos», se justifica el Rector. «O para no afectar la reputación
del centro», ironiza Ella para sí. A lo largo de los meses, sin embargo, el
asunto se agrava y empiezan a filtrarse algunos datos. Los asesinatos se
vuelven más brutales aún, mientras se multiplican las desapariciones. Siempre
se trata de estudiantes, profesores o personal vinculado a la Universidad.
Después de eso, la
investigación continúa su curso, con más empeño si cabe, pero también con mucha
más precaución. Ahora se juegan la vida. Ella elabora su propia hipótesis sobre
el asunto, callándose la parte que le afecta personalmente, porque está segura
de que nadie va a creerla, nadie va a lograr ver el asunto con sus ojos. Y
llega a una conclusión estremecedora.
Ahora está segura de que
son las fuerzas ignotas del bosque las que los han convocado, a Ella y a Él,
hasta su centro. Les han conducido con una atracción irremediable a través del
mundo inconsciente de los sueños, donde sus defensas están bajas, donde pueden
dejarse llevar y ser ellos mismos.
No se habían visto nunca,
hasta el momento de soñarse, y sin embargo sus mentes se reconocieron, tal vez
se sabían semejantes. Esa intangible afinidad, cree Ella, ha logrado abrir
corrientes subterráneas entre sus vidas paralelas. Y gracias al bosque han
encontrado el camino y la manera de unirse.
Sabe con la misma
seguridad que en la verde y profunda espesura hay otros seres capaces de sufrir
el mismo místico influjo. Criaturas desconocidas sobre las que las fuerzas del
bosque centenario actúan con igual seducción.
Ella ha visto en los
sueños a una de esas criaturas. Es un hombre que acecha para matar. En los
sueños Ella lo sabe, lo presiente. Ha llegado a advertirle espiando sus
encuentros. Un intruso en su mundo de emociones desbordantes. Ha matado antes,
allí, y volverá a hacerlo si Ella no lo detiene. «Tiene que ser “el” asesino»,
se dice. Está segura. Sin embargo, no sabe quién es ni dónde atacará. Por eso
ha acudido al bosque, de noche, para revivir el terror y ponerle fin.
Se adentra entre la
fronda. Sigue caminos invisibles pero que le han sido revelados en sueños. Como
le fue revelado Él. Como se le reveló el amor que hay entre ellos. Sube entre
árboles húmedos hacia la cima donde el dolmen, envuelto en oscuridad, va a convertirse en su atalaya. Allí puede
observar todo el terreno. Tiene que descubrirlo a tiempo. Y tiene también que
encontrarlo a Él, para advertirle del peligro y lograr que escape del cazador.
Como si no hubiera
distancia que les separase, de pronto le ve, casi enterrado entre el verde que
desdibuja su silueta, caminando despacio cientos de metros más abajo. Por
primera vez en carne y hueso, fuera de los sueños, cálido y tangible.
Se detiene, se queda
parada y quieta en la cumbre junto al dolmen dormido, como si necesitara
grabarse bien cada detalle, empaparse de esa sensación, ese momento. Y entonces
un anhelo insaciable la anega como un maremoto imparable. El deseo inoportuno.
Su pelo espeso y negro.
Su pecho ancho. Sus manos amables y a la vez fuertes, exigentes.
Y necesita sentirse de
nuevo llena de Él, completa.
El corazón se le viene a
la boca.
Quiere morirse de amor en
ese instante preciso para no despertar jamás, soñar su amor como otras veces,
deshacerse en lava ardiente para pegarse a su piel, respirar por sus poros,
beberse el agua de su boca... Para siempre hechos uno. Sin arrostrar peligros
que tal vez les separen, sin necesidad de enfrentar la amenaza que ahora pende
sobre ellos.
Una angustia atroz la
traga de súbito. Presiente que va a perderle. A Él. A su compañero. Quiere
gritar y no puede. Sabe que el enemigo es poderoso, su deseo oscuro se nutre de
la misma fuerza que Ella, de la misma energía que Él. Pero es un deseo de
muerte. Viene a saciar su hambre, un hambre antigua como el mundo que solo se
aplaca con la destrucción y la muerte.
Oh, Dios, gime Ella para
sí, Él no está preparado. No puede imaginar el Mal que acecha. Ella, en cambio,
lo ha visto antes. Con muchas formas, con distintos aspectos. Puede reconocerlo
agazapado en el bosque, alimentándose de las sombras y los surcos verdes, de la
humedad oscura que lame las rocas y se filtra en los líquenes. Ahora tiene la
forma de un hombre. Lo reconoce de igual modo. Respeta su poder. Lo teme.
Echa a correr, sabiendo
que puede que no llegue a tiempo. Como las otras veces, como siempre en el
sueño repetitivo que los convoca, a ellos dos, para separarlos luego.
La distancia es
ingobernable. Se estira auxiliada por matorrales tupidos y escaramujos, hiedras
y enredaderas que estorban la carrera de Ella. La luna relampaguea en haces de
luz que se proyectan de tanto en tanto. Puede notar el aire frío en la cara y
su pelo enredado en las espinas y las ramas bajas. Se debate, comienza a
gritar.
Tiene que llegar hasta
Él, que está ajeno a todo, al peligro, buscándola. Ahora puede verle
fugazmente, pero solo cuando las ramas clarean. Se va a meter directo en la
boca del lobo, aprisionado en las redes invisibles de la trama, para ser
devorado después, aniquilado.
Le llama mil veces, le
grita advirtiéndole del peligro. El viento se lleva su voz, la
levanta hasta las copas oscuras para prenderla en las ramas y perderla después.
Entonces Él cae en la
trampa. Ella lo ha visto venir y no ha podido hacer nada. Solo ha gritado de
terror. Le ve atrapado entre las cuerdas tensas de la red. Ve su sorpresa
inicial, su miedo luego. Le ve izado hasta la oscuridad de las copas negras. Y
por primera vez sus ojos se encuentran y se dicen lo que sus voces no
consiguen.
Un hombre sale de la
oscuridad, su silueta recortada por la luna. Lleva ropas oscuras y un gorro. Se
acerca a la presa armado con un garrote robusto. Le golpea. Él se derrumba
inconsciente. Y lo último que Ella ha visto son los ojos de Él haciéndose más
grandes, su mirada dolorida que le dice adiós, que se queda vacía cuando
abandona la consciencia.
Ella se abalanza bosque
abajo y consigue llegar al lugar donde está instalada la red mortal. El asesino
la espera, mirándola con torva expresión. Esboza entonces una torcida sonrisa
de triunfo. La reta, la desafía. Empuña el bastón por encima de su cabeza,
lentamente, con la clara intención de volver a descargarlo sobre la víctima.
Hay un río de sangre que mana de la herida.
Ella está demasiado
distanciada para poder pararle, para detener el golpe final. Ambos lo saben.
Luego Ella se convertirá en la nueva presa. Ambos lo saben también.
Sin detenerse en su
carrera, Ella echa hacia atrás la mano derecha, que brilla con un reflejo
metálico. Con todo el impulso que le da la desesperación arroja el largo
cuchillo de mango de asta que lleva, directamente hacia el asesino. Solo una
milésima de segundo de sorpresa, una interjección interrumpida casi desde su
inicio, y el puñal se clava en un ojo del monstruo, certero como una maldición
chamánica. Y el hombre se derrumba, igual que un patético muñeco, desmadejado y
roto.
Ella no pierde tiempo en
comprobar que está muerto. Lo está, no puede ser de otro modo.
Salta hasta la red, trepa
por ella, corta las cuerdas con un machete más pesado que el que ha utilizado
como arma, abre un hueco para liberarle. Hay tanta sangre que Él tiene el
rostro cubierto y empapadas las ropas, gotea desde las cuerdas hasta el suelo
arrebatándole el pulso, llevándose su vida. Ella consigue taponar la herida
para reducir la hemorragia. Es un organismo eficiente programado para la
supervivencia.
La pérdida de sangre se
reduce ostensiblemente. Se arranca tiras de la ropa y venda su cabeza. Todo va
a salir bien, no para de repetirse. Todo tiene que salir bien. Él todavía respira.
Le envuelve con sus brazos para prestarle su calor. Ella le retendrá, le
mantendrá a su lado.
Entonces Él abre un
momento los ojos, solo un momento, un infinitesimal segundo, pero su mirada
lúcida basta para devolverle a Ella la esperanza.
Y Ella comprende que han
vencido.
***Para hablar de Hopepunk os remito a un artículo de la escritora Laura Morán Iglesias, la primera que tradujo al español la clarificadora explicación de Alexandra Rowland, acuñadora del término: «Hopepunk. ¿De qué va este género y por qué es tan interesante?
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