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lunes, 7 de marzo de 2022

Rescatando entradas de un tiempo más oscuro


Hoy he repescado una entrada que no llegué a publicar. Es de 2020, redactada en lo más duro del confinamiento. Yo estaba terminando por entonces mi novela Barón Von Humboldt y, en paralelo, escribí una serie de entradas para el blog llamadas «El poder de la palabra», donde narraba unas supuestas peripecias como agente secreta en la Praga de la novela, la de la Segunda Guerra Mundial, a la que yo «viajaba» por entonces cada día, tanto al ir avanzando en la historia, que se desarrolla entre sus calles, como al consultar fotografías y documentales para contrastar un detalle o una ambientación concretas.
         El caso es que esta, que era la última y que coincidió prácticamente con el final del libro, se quedó sin publicar.
         Hoy he vuelto a leerla y no he sido capaz de borrarla, pese a que ha quedado totalmente desfasada. Pero —no sé si a otros escritores les pasará igual— a mí me cuesta horrores rechazar a cualquiera de mis «hijos» literarios, máxime cuando están, como este, ya conformados, aunque aún no hayan nacido. Así que aquí lo dejo, como reflexiones sobre una pandemia que se resiste a abandonarnos mucho más de lo previsto. Y sus paralelismos con otra gran crisis humanitaria dramática, esa vez causada por una guerra mundial.


EL PODER DE LA PALABRA 11

El regreso

Hace tres días que llegué a casa. Madrid, 16 de abril de 2020. Plena pandemia. Por unos días, más bien semanas, había podido olvidarme un poco de esto, inmersa como estaba en un peligro muy distinto. Hoy, sin embargo, todo ha vuelto a caerme encima de golpe, se diría que hasta con peso renovado. Me angustia no saber hasta cuándo durará esta hecatombe, que llegó sin casi darnos cuenta a sacudir nuestro mundo, nuestros mundos, de una manera tan increíble.
         ¿Sin darnos cuenta —dirá alguien—; es que acaso no hubo avisos? Claro, sí; sin duda. Pero cómo creer que esta vez, una de tantas, la alarma estaba justificada y se cumplirían los peores pronósticos posibles. Nadie está nunca preparado para algo así. Por más que quiera.
         Y vuelvo la vista a lo que he dejado atrás —que es lo que yo venía a contaros de primeras—, a esa aventura (literaria) sangrienta, ese terror distinto que vivieron otras gentes (algunas reales) que ya han muerto. Atrás en el tiempo, en otro sitio, pero en circunstancias demasiado próximas a las actuales. Solo hay que estudiar Historia para saber cómo se repite todo.
         Porque lo que nos está pasando no es «solo» una enfermedad. Aunque sea una como las de las plagas de Egipto. Es también la ruina de un sistema; son familias, miles, millones, que no saben lo que harán con su vida el día de mañana, cuando esto acabe, si es que acaba. Son sueños y esperanzas que se disuelven en la nada, empresas que se hunden; intentos, empeños que se truncan. Mañana... Bueno, no tiene pinta de que vaya a ser mucho mejor que el hoy. Así que, no hay huida hacia delante, no hay escape. Han muerto las certezas y nos movemos sobre arenas movedizas. Ni los gobiernos, ni las empresas del IBEX 35, ni los gurús financieros, ni los gurús ideológicos, ni los hombres de fe ni los escépticos. Nadie sabe nada, nadie se libra de esto, nadie está a salvo. El ángel de la Muerte dispara al azar y a cualquiera le puede tocar la china. O tal vez tenga un plan, solo que no lo conocemos.
         No me hagáis mucho caso, es que hoy lo veo todo negro. ¿Qué paralelismo podría haber entre esto y aquello sobre lo que escribo? Entonces era feudo de otro Jinete del Apocalipsis, la guerra (aunque sus hermanos el miedo, el hambre y la muerte no lo dejaban solo). Que no había venido de la nada. Nosotros ahora sabemos todo lo que iba a pasar, lo que pasó, cuánto duraría, cómo se iba a terminar. Pero antes de la guerra nadie pensaba que las cosas iban a discurrir de ese modo, nadie podía imaginar la duración ni el coste. Nadie supuso que las alertas estaban justificadas y se daría el peor escenario posible.
         Se venía de otra guerra, de la derrota (en el caso alemán), la humillación y los pactos desastrosos, aunque inevitables. Hambre, desigualdades, poblaciones desplazadas... Y mucho miedo. La sensación de incertidumbre era lo peor, ese sentimiento de andar en la cuerda floja que hace bienvenido al líder que promete seguridad. Aunque sea a costa de las libertades, aunque no escuche razón más que la suya. El que se dice imbuido de una misión, de una Idea, el que asegura prever un glorioso futuro, ese es el hombre al que seguirá la gente. Y el que promete pan, aunque no diga cómo se propone conseguirlo. A ese es al que escucharán. A costa de lo que sea.
         Por eso ahora, cuando todo se tambalea (Jinete Enfermedad esta vez, pero con enorme crisis económica y social aparejada), crece el peligro de que la masa se vuelva hacia los visionarios de turno. Por eso las medidas de aislamiento (necesarias) tienen el riesgo de dividirnos e impedir el ejercicio de la asociación y la colaboración. Menos mal que hoy, con las inmensas ventajas de la Red, estamos conectados aunque sea a distancia. Quizás eso nos salve en ese área.
         Para el otro, el aspecto económico y social, no hay otra solución más que el «Ingreso mínimo garantizado» para todos los ciudadanos que no tienen medio de subsistencia. Algo en lo que parece que (por fin) se está trabajando, aunque cuenta con los detractores de siempre.
         ¿Conseguirán una vez más frenar la justicia, evitar que se remedien desigualdades, silenciar a los más pobres, y también a los solidarios, los pacíficos, los que escuchan otras voces además de la propia? Habrá que confiar, contra toda razón, en que esta vez no lo logren. Aunque solo sea por dejar un resquicio de luz que nos diga que este túnel también tienen una salida.

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