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miércoles, 16 de marzo de 2022

LAS CALLES SON NUESTRAS

Paco Garabato (El Salto)

Yo viví el 15-M. Con toda conciencia y toda percepción. Recuerdo haberles dicho a unos amigos, de esos realistas, poco entusiasmados con el movimiento y críticos con sus posibilidades de supervivencia, que fuera como fuera y acabase como acabase, había que estar ahí. Tenía la certeza de que vivíamos un momento histórico y de que la nuestra era una causa digna, hecha por la gente normal para todos, con la mejor de las intenciones. ¿Utopía? Sí, claro. ¿Y quién se resiste a vivir una, dure lo que dure? A seguir una estrella aun a sabiendas de que te vas a quedar al comienzo del camino. Ah, pero ¡qué gran avance solo eso!

Yo, igual que muchos, estuve en las marchas de los indignados como una indignada más. Formando parte de las columnas que se juntaron en Madrid después de recorrer cientos de kilómetros. Y luego en las marchas de las mareas, la verde, la blanca y la azul, que reunieron a gente de lo más diverso y acabaron contando con representación de todas las culturas y todos los estratos sociales, unidos todos en nuestra reivindicación de una situación más justa, unos servicios públicos reales y unas prácticas políticas honestas y realmente democráticas.




Queda poco de los logros y maneras del 15-M. El sistema y los poderes que lo sustentan lo han aplastado o pervertido en gran medida, tal como era de esperar. Igual que pasó con La Comuna de París, con el mayo del 68 francés, con el movimiento hippie o con los beatnik y tantos otros. El sistema tiene probados mecanismos para deshacerse de lo que lo amenaza, sea destruyéndolo directamente o fagocitándolo, una vez despojado de sus espinas.

Queda poco, pero siempre queda algo, siempre sobrevive alguno de los hallazgos de cada generación. Para mí lo más importante que aportó el 15-M, en lo personal y también a nivel de barrio y de distrito, fue que nos recordó que LAS CALLES SON NUESTRAS, de todos, de los vecinos y ciudadanos. Parece algo obvio, lo sé. Y sin embargo, lo habíamos olvidado.

         Habíamos perdido de vista que los políticos y funcionarios a su servicio son meros GESTORES del patrimonio de todos. Nos habían hecho creer que eran los dueños, los jefes, que tenían, no solo el poder, sino lo que es más importante, el DERECHO a mandarnos, organizarnos y controlarnos a su antojo. Esto no se puede, aquí no se debe, esto es obligatorio, tal cosa tiene esta multa... PORQUE LO DIGO YO. Sin necesidad de que me ampare la ley. Sin que haga falta actuar bajo el paraguas de ninguna de las sacrosantas instituciones que diré defender, pero que pervierto y contamino a mi antojo, según me convenga.









No, amigos, la verdad es que LAS CALLES SON NUESTRAS, vosotros solo las mantenéis para nosotr@s, en nuestro nombre y en nuestro beneficio, el de todos. Que sería también el vuestro si estuvierais a nuestra altura, la debida.

Pues bien, llegamos a recordar esta gran verdad, la reaprendimos y hemos seguido caminando bajo su amparo, en lo grande y, más a menudo, en lo pequeño, lo cercano. Ejerciendo nuestro derecho de actuar en el mundo de la manera en que cada uno podía. En el peor de los casos, guiados por la máxima de Sampedro, «si no puedo cambiar el mundo, al menos que él no me cambie a mí».

Malos tiempos para la lírica

Pero corren tiempos difíciles. Otra vez nos quieren arrebatar el espacio común, las calles y los lugares que hemos construido entre todas para todas. Cerrando, uno tras otro, los Espacios de Participación que tanta energía y esfuerzo cuesta levantar. Desgarrando el tejido social, enfrentándonos con mentiras que distraigan de realidades menos convenientes*. Y poniendo trabas de creciente importancia a la vida y la cultura en la calle. 

*En este sentido, y por poner un ejemplo, es paradigmática la campaña que hemos vivido en contra de la Okupación, cuya incidencia es mínima, según demuestran las estadísticas, y afecta en un porcentaje casi inexistente a la vivienda de propiedad privada; cuando el enemigo real que son los bancos, cuyo perjuicio sufrimos TOD@S todos los días, mantiene una imagen blanca y neutra.

Quizá tenga algo que ver que vivo en un barrio sin apenas infraestructura social y ninguna cultural. El caso es que la calle me parece el medio de convivencia, ocio y aprendizaje perfecto donde muchos compañeros y compañeras hemos ido creando con los años diversos proyectos que viven de verdad y con todas sus consecuencias ese Omnia Sunt Communia. Hemos creado espacios de contacto con la tierra donde poner en práctica valores ecológicos. Hemos hecho nacer y crecer plantas y árboles a la vez que hacíamos nacer y crecer sueños y proyectos. Hemos probado nuestras fuerzas y unido nuestros medios y, solo con eso, hemos comprobado que casi nada es imposible. Y ahora, escudándose cada vez en distintas razones, las autoridades quieren impedirnos que hagamos ninguna de esas cosas. ¿Tanto miedo os damos?

         Nos inundan con trámites y requerimientos en plazos exigentes, totalmente asimétricos. Nuestro tiempo, el de las personas que hacemos todo esto de manera voluntaria y gratuita, no vale nada. Y nuestro trabajo no se valora. Pero el tiempo y el trabajo de los funcionarios que cobran por su trabajo, al servicio del ciudadano, tiene prioridad siempre. Ellos pueden demorar la respuesta lo que quieran, pero nosotros tenemos que atenernos a plazos cortos y muy cortos.

         Aumentan las exigencias para conceder los permisos, de tal manera que a veces se hace imposible el desarrollo de ninguna actividad. Hasta tal punto que te planteas si no será ese el auténtico objetivo: agotar, desmovilizar y descorazonar a la ciudadanía. Y es que sabemos, lo hemos comprobado repetidamente, que nos quieren a cada uno metido en casa, sin mucha relación unos con otros, no sea que se nos vayan a ocurrir malas ideas y pensemos en protestar y, peor aún, unirnos en esa protesta. Salvo que sea para consumir. Entonces la cosa cambia. Si la actividad va a reportar beneficio económico para la empresa privada o sus satélites-amigos, entonces se alienta y se permite.


Todas estas trabas destinadas a frenar la iniciativa ciudadana, igual que la destrucción de los espacios comunes donde nos juntamos y aprendemos, son aplaudidas, o al menos toleradas, por una parte de la sociedad. Por un lado, porque son gente que se cree todos esos bulos (supuestas razones) que las autoridades difunden. Normal, cómo pensar que te van a engañar esas personas, supuestamente de mérito, que para eso están donde están (risas enlatadas), que han prometido velar por ti.
         En segundo lugar, nos crían, en muchos casos, para la competencia y la confrontación. Lo que es terreno abonado para no ir a favor de ningún interés común (de hecho, para ir decididamente en contra de todo lo que huela a comunitario).
         En tercer lugar, todas las medidas coercitivas que nos aplican se amparan, al menos al principio, en la SEGURIDAD. Bajo la excusa de la seguridad acaban con nuestra intimidad (cámaras, registros, fichas de todo y de todos), prohíben nuestra iniciativa, nos enclaustran en caminos estrechos prefijados... Y todo va colando.
         En último lugar, y este es el caso de la mentalidad funcionarial, seas o no funcionario: hay gente que solo se atiene a LA LETRA y desoye todo lo demás. Son literales, han renunciado a su propio criterio y a cualquier espíritu cuestionador y aplican estricta y literalmente, sin más matices, la ordenanza de turno.


Han ido atacando poco a poco, cerrando aquí, desmantelando allá, poniéndole pegas a ese y zancadillas a aquel... Y mientras parecía lejos algunos han querido creer que no les tocaría. Pero siempre llega para todos. Y hemos llegado a un punto en que si no reaccionamos, si seguimos encajando golpe tras golpe, diciéndonos que, al fin y al cabo, se dan con una sonrisa amable (en algunos casos), que de vez en cuando nos dejan caer alguna migaja, aunque no sea lo que queremos y necesitamos... El día que queramos reaccionar será ya tarde. Porque hay una cosa que está clara:


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