Va a ser incluido en la próxima antología de Relatopía, el Club de relato corto al que pertenezco, que se está preparando para salir en breve bajo la forma de autoedición.
NÁUFRAGOS, por
L. G. Morgan
La vieja sirena
era el nombre de aquella destartalada taberna cerca del puerto, asaltada por
las corrientes del mar y azotada por la lluvia frecuente. El interior,
desvencijado y lleno de humo, reunía más parroquianos que ninguna otra de los
contornos, y eso era un misterio que el forastero, llegado hacía apenas dos días,
no había logrado aún esclarecer. Cierto que la comida era sabrosa y abundante,
el dueño amigable y a su mujer daba gusto mirarla, pero nada de aquello bastaba
para justificar, en su opinión, el conveniente olvido de una atmósfera ahumada
y un techo invisible de negro, del que colgaban redes tan viejas que podían
haber servido para capturar peces prehistóricos. Además de unos rincones tan
oscuros y mugrientos que darían miedo al troll más aguerrido. De hecho, estaba razonablemente
seguro de que, de permanecer más de la cuenta en uno de aquellos desvencijados
taburetes de tres patas, apoyado en la pared, ya no podría despegarse nunca más, y
habría de perecer ignorado como parte integrante de la tenebrosa decoración.
No,
Alistair Cunnings, que así es como se llamaba el forastero, estaba convencido de
que nada de lo anteriormente expuesto podía explicar el éxito clamoroso de
aquel antro. La verdadera explicación había que buscarla en otra parte, en el
fondo de la pinta de aquel oscuro y aromático brebaje que Ó Conaill, el
tabernero, traía de alguna parte; decían que de su tierra, la verde Irlanda. Bien
mirado, él mismo llevaba sus buenas diez horas allí metido, vaciando pinta tras
pinta sin sentirlo, y si bien no podía decirse en justicia que estuviera por
completo borracho, tampoco podía afirmarse que estuviera ni mucho menos sereno.
Había algo adictivo en ese caldo, eso era –se dijo una vez más, saboreando el
delicioso amargor mientras sentía que la vida se veía de otra manera después de
un par de vasos de buena cerveza.
Seguía
Alistair inmerso en estos filosóficos razonamientos cuando empezaron a llegar
los clientes de la tarde. Taciturnos y silenciosos se dirigieron de a pocos a
la barra, para después buscar, enarbolando sus vasos en alto, algún taburete
vacío en algún rincón acogedor. Las llamas de la chimenea teñían sus rostros
ensimismados de luces y sombras jugando al escondite, y volvían húmedos sus ojos
oscuros, como si todos se hallaran embargados por la misma intensa emoción. El
silencio se instaló en la taberna como un altivo señor en sus dominios, surcado
apenas de crujidos y suspiros quedos. Alistair sintió de pronto la imperiosa
necesidad de romper aquella especie de hechizo que parecía haber subyugado a la
concurrencia, de natural jaranero a poco que se fuera generoso con los
barriles. Allí había gato encerrado, estaba seguro. Algo que él no era capaz de
entender estaba ocurriendo ante sus mismas narices y tenía que averiguarlo.
─Pues
parece que está cambiando el tiempo –dijo por decir algo. Era consciente de su
poca originalidad, pero también de que no se lo habían puesto fácil.
Todos
los parroquianos se volvieron a mirarle con reproche, como un solo hombre, como
si hubiera violado algún pacto no escrito. Uno se animó por fin a pronunciar
con tono cáustico, como si aquello lo explicara todo: ─Sí, eso es porque esta noche
habrá tormenta.
Alistair
dejó pasar unos minutos, pegó un buen trago a la cerveza para armarse de valor
y espetó con precaución:
─¿Y
qué?
─¡Forasteros!
–escupió con desdén su interlocutor. Luego se dignó aclarar–: Las noches de
tormenta son especiales en La vieja
sirena. La tormenta los trae de vuelta…
─Va,
va, va –interrumpió Ó Conaill con expresión algo preocupada–, que a nuestro
amigo no le interesan esos cuentos, Fidel. Lo mismo esta noche ni para aquí, ¿verdad
paisano? –preguntó esperanzado.
─Pues
no tenía idea de irme, ¿por? –contestó algo picado y un punto desafiante. Se dio
cuenta de que se sentía envalentonado como nunca, el rey del peligro, el puto
amo del abismo, el… Quizá había bebido más de la cuenta, comprendió–. Quiero
decir –se suavizó un poco– que mi plan es cenar en la taberna.
─Pues
es una lástima, porque no tenemos cena –ahora era Ó Conaill el que se mostraba más
bien hosco–. A lo mejor hasta cerramos pronto hoy. Es… ─se devanó los sesos
buscando algo–, ¡Fiesta! Eso es, es fiesta y cerramos a las ocho.
─¿Qué
fiesta? –preguntó extrañado un parroquiano menos espabilado de lo normal.
─San
Ó Conaill.
─Me
está tomando el pelo –exclamó Alistair comenzando a enfadarse. ¿Qué pasaba
allí, por qué querían echarle?–. Yo solo quiero tomarme tranquilamente mi
cerveza sin molestar a nadie. ¿He molestado a alguien? –espetó, lanzando a su
alrededor una mirada interrogativa. Como todo el mundo negara con la cabeza,
continuó–: Entonces no veo inconveniente en que me quede, ¿no?
El
tabernero cedió a regañadientes:
─Allá
usted, amigo. Pero luego no venga a lamentarse de lo que pueda suceder.
Se
dio la vuelta muy digno y se marchó tras la barra, donde se desahogó frotando
con furia la madera hasta dejarla más limpia que el día que se instaló. Pero Ó
Conaill era un tipo afable, así que al cabo de diez o doce frotaciones su
sempiterna sonrisa reapareció en su cara rubicunda e incluso se permitió silbar
un reel.
Una
hora después llegaron los músicos. Alistair comprendió entonces el uso de
aquella escueta tarima surcada de trastos que los recién venidos se apresuraron
a ocupar. Eran tres hombres y una mujer, de distintas edades y condiciones.
Había uno joven, con rastas, armado con una gaita; un viejo barbudo que cargaba
un violín, un tipo flaco con gorra de cuadros que llevaba una flauta y la mujer,
guapa moza, que cargaba con la percusión y seguramente ponía la voz. Según
pasaban por su lado, Alistair escuchó las palabras que intercambiaban con la
clientela.
─Esta
noche habrá tormenta –pronunció el joven con tono lúgubre.
─Ahá,
es seguro que habrá jaleo –contestó otro.
─Esperemos
que esta vez no sea de mucho trueno –intervino la mujer haciendo al tiempo la
señal de la cruz.
En
el mismo instante en que terminó de pronunciar la última palabra, como si
hubiera conjurado las fuerzas del mal, se escuchó afuera el eco de un retumbar
lejano que provocó en muchos un visible escalofrío de aprensión. Al instante
siguiente un batir, como guijarros lanzados contra las paredes de la vieja
taberna, dio la señal de comienzo oficial de la tormenta. El tableteo de la
lluvia se hizo más intenso y constante y la luz de un rayo iluminó la única
ventana del recinto. Contaron en silencio los segundos: uno, dos… cinco… diez,
hasta volver a oír el trueno profundo. Tan concentrados estaban en los sonidos
de la galerna que no notaron hasta pasados unos instantes que la puerta se
abría. En el quicio sombrío apareció una mujer, tan repentinamente que casi
parecía que se hubiera materializado de la nada. La desconocida entró y cerró
la puerta con suavidad. Alistair quedó anonadado en su presencia y observó que
el resto de los presentes parecían sentir también algún tipo de emoción, aunque
no asombrada e inexplicable como la suya, sino más bien una especie de respeto
y… algo parecido al alivio. La mujer era hermosa, vale, eso era indiscutible,
pero era la suya una belleza extraña y no precisamente tranquilizadora.
Alistair no encontraba las palabras, pero se dijo que era algo así como que
parecía poco hogareña o terrenal, poco… accesible. Tenía el pelo oscuro dispuesto
en apretados rizos, con reflejos que brillaban a la luz de las lámparas, los
ojos profundos y enigmáticos –ojos de gato, recordaría luego que se le ocurrió
pensar–. Y el cuerpo grácil y a la vez sinuoso, con un aplomo incomparable.
Echó un vistazo por toda la taberna hasta toparse con sus ojos, se quedó unos
segundos mirándole fijamente y luego se acercó con elegancia felina hasta
pararse delante de su mesa.
─¿Puedo
sentarme? –preguntó con una voz profunda y cálida, llena de matices. De cerca
parecía tener más edad de la que le había calculado a simple vista. No es que
tuviera la piel ajada ni nada de eso, pero había algo en su expresión que
permitía asegurar que había visto mucho, y que pocas cosas serían capaces de
sorprenderla.
Alistair
no podía creer en su suerte, entre todos los hombres de la taberna aquella
increíble y enigmática mujer le había elegido a él, había ido derecha a su mesa
y pedía permiso para sentarse… ¡con él! Le faltó tiempo para levantarse y
apartarle la silla en un gesto tan caballeroso como desacostumbrado.
─Me
llamo Moura –dijo ella.
─Alistair
Cunnings, para servirte en cualquier cosa que se te ocurra querer. –Pero, ¿qué
le pasaba, se había vuelto gilipollas? No podía haber dicho nada más estúpido o
poco original. ¡Pero si parecía un baboso de esos que no habían visto una mujer
en años! Intentó arreglarlo–: Bueno, es una frase hecha, ya sé, quiero decir
que puedes pedirme lo que quieras… aunque eso tampoco suena muy allá. Es que no
soy español, ¿sabes?, y el idioma a veces se me atasca…
La
aparición de O’Conaill, que había salido de detrás de la barra para atenderles,
le salvó de hacer más el ridículo. Moura seguía sin decir nada, mirándole atentamente
como si pudiera leer dentro de él las palabras certeras que él no conseguía
pronunciar.
─¿Este?,
¿estás segura? –preguntó el tabernero dejando al forastero perplejo.
─Sí
–dijo ella con sencillez, y no añadió más. Lo cierto es que no hablaba mucho,
no.
Para Ó Conaill, al parecer, fue suficiente. Se limitó a asentir y dejó ante ella
una pinta de cerveza, lo que le indicó a Alistair dos cosas evidentes: que era clienta
asidua del local, y además, una entusiasta bebedora de cerveza. Al mismo tiempo
que pensaba aquello observó con estupor algo más: los clientes de la taberna
habían seguido la escena con atención y después de ese momento, sin saber por
supuesto por qué, tuvo que admitir que contaba con el beneplácito de todos
ellos. Algo así como “si para Moura está bien, también lo está para nosotros”.
¿Qué
hacer cuando te ocurren cosas semejantes? Desde luego solo hay una opción
posible: beber. Y eso es exactamente lo que hizo Alistair, y lo hizo a
conciencia, vaya que sí. Dejó de resistirse, de intentar comprender aquella
taberna tan extraña y sus gentes más extrañas aún, desistió de hallar la frase
ingeniosa y la actitud amistosa. "Si en realidad no le hacía ninguna falta", se
dijo con cierto pasmo. Y se sumergió de lleno en la atmósfera cargada, en los
vapores de la espuma y en los acordes de la música, que se extendía sobre el
local como el manto mágico de un sueño.
Pero
la tormenta no pensaba seguir siendo ignorada.
Durante breves instantes se habían
olvidado de ella y ahora reclamaba su atención con la sutileza de una carga de
caballería. Truenos y relámpagos empezaron a sucederse sin solución de
continuidad, la lluvia azotó sin piedad cristales y paredes, formando una
espesa cortina que les aislaba del mundo por completo. Y en el punto más álgido
de aquella climatológica sinfonía tuvo que ocurrir lo que los buenos
parroquianos que ocupaban La vieja sirena
más temían. La puerta se abrió con estruendo y una caterva de hombres mojados y
vociferantes irrumpió en el lugar y se instaló por doquier, como si hubieran
decidido tomarlo al asalto y no dejar prisioneros. Había viejos y había
jóvenes, barbudos, lampiños, con largas greñas o calvos, pero todos con pinta
de malhechores o contrabandistas, hombres curtidos en quién sabía qué mil
negocios turbios. A grandes voces reclamaron la cerveza que Ó Conaill tenía ya
preparada, y la tragaron como si tuvieran que apagar la sed de un millón de
años de penalidades y desiertos. Maruxa, la tabernera, iba entre ellos
repartiendo los vasos con el estoicismo de quien ha presenciado lo mismo muchas
veces y sabe que no tiene remedio. Capeaba bromas y pellizcos con dignidad y
algún que otro guantazo, repartido al osado que se pasaba demasiado de la raya.
El resto de la clientela y los músicos parecían también al cabo de la calle, aguantando
con resignación el tipo hasta que la situación se solucionara de algún modo,
establecido de antemano. Entonces, de golpe, el que parecía el capitán de
aquellos desaliñados filibusteros apuró de un trago su tercera pinta y se
volvió a los parroquianos.
─Bien,
¿quién va a ser esta vez? –preguntó con su vozarrón áspero de sal y viento,
mientras se secaba la boca con la manga.
La
música cesó y todos a una señalaron a Alistair Cunnings, el forastero más
perplejo que hubieran contemplado aquellas paredes. Moura solo le dirigió una
sonrisa tranquilizadora y le hizo gesto de que callara. El maldito capitán se
acercó hasta su mesa, tambaleante como si se hallara en la cubierta de su barco,
y se plantó firmemente enfrente del hombre.
─Un
pulso –rugió–, un pulso a vida o muerte. –Dicho esto agarró el vaso de Cunnigs,
le dio un largo trago y se lo pasó, instándole a beber. Cuando el joven lo hizo,
el marino prorrumpió en alegres carcajadas, a las que se unieron de buena gana los
demás miembros de su tripulación y, más por compromiso que por otra cosa, el
resto de la concurrencia al completo–. ¡Tabernero! –gritó mientras volvía a la
barra-, da de beber a los sedientos, que necesito combustible para que rinda el
acero –y con nuevas risas se señaló el bíceps contraído que le marcaba la
camisa.
Alistair
soltó un suspiro de alivio. Por un momento y dada la calaña de esa gente había
pensado que se trataría de otra cosa, un desafío en toda regla con
consecuencias mortales o algo parecido. Pero si se trataba de un simple pulso… Va,
eso no eran más que fanfarronadas y rivalidades por la hombría, trasnochados
vestigios del pasado.
Un
viejo que andaba cerca llamado Eustaquio, uno de los clientes habituales de la
taberna, arrimó su silla entonces a la del forastero y le susurró entre
dientes:
─Mira
bien lo que te juegas, rapaz, que no es cosa de risa.
─¿Un
pulso? –sonrió el hombre confiado-, lo peor que puede pasar es que me gane.
─¡Insensato!
–masculló el Eustaquio mirando con pavor hacia los bárbaros marinos–. Si
pierdes tendrás que irte con ellos de vuelta, ¿te parece poco?
─¿Cómo
de vuelta, de vuelta dónde?
─A
la tumba –respondió el viejo con solemnidad. Al ver que Alistair no comprendía
volvió a insistir–: ¿De dónde te crees que vienen, pues?
Alistair
estuvo a punto de reírse con ganas, pero la vista de la expresión sentenciosa
de Eustaquio le cortó la carcajada en seco.
─No
puede ser, ¿estás loco?
─Loco no, muchacho, es solo que soy sabio y esto lo he visto ya muchas veces. Estos malditos piratas son los muertos del mar, marineros arrojados a estas costas y ahogados en el agua salada de la ría. Las noches de tormenta el mar nos los devuelve y tenemos que sufrir sus rapiñas de almas, a no ser… A no ser que nuestro paladín sea capaz de vencerlos en buena lid.
¡Joder, joder, joder…!, pensó Alistair, agitando la cabeza por si lograba despejársela. En vista de que no, optó por empinar el codo hasta ver el fondo del vaso.
─¿De qué crees que sabe así nuestra cerveza? –preguntó de repente el viejo–. ¿No te has preguntado de dónde puede venir tan magnífico brebaje, ese sabor profundo, esa textura y ese color…? Ó Conaill la trae de Éire, eso dicen por ahí. Pero es aquí –afirmó–, mi querido forastero, donde obtiene sus cualidades especiales, en la tierra madre de las sirenas y los náufragos, con el fermento del mar, su sangre y sus huesos. Claro que el brebaje les llama a ellos también, ¿sabes, rapaz? –añadió señalando a los ruidosos visitantes. Muertos, auténticos fiambres si había que creerle–. Sí, ya lo creo que les llama, es ambrosía para ellos. –Se quedó un momento pensativo y luego siguió–: Tardamos un poco en darnos cuenta de lo que pasaba, y entonces ya fue tarde, así que nos resignamos a nuestra suerte. Después de todo qué son unas cuantas noches molestas de tormenta al año, y unas pocas vidas echadas a los peces, ¿no lo crees también? Todo a cambió de este elixir –dijo mirando con adoración su vaso mediado, el líquido castaño que relucía contra la luz, coronado de espesa espuma blanca–, esta cerveza gloriosa.
─¿Y ella? –preguntó Alistair volviéndose a contemplar a la misteriosa mujer que, ensimismada, parecía contemplar un punto indeterminado del vacío–, ¿dónde encaja en todo esto?
─¿Moura? Es la Guardiana, la mujer sabia que custodia la cerveza. Ella vigila el proceso y cuida de la taberna entera. Por eso ella elige nuestro paladín cada vez. Esta noche te eligió a ti, por algo será –añadió con más dudas de las que permitían adivinar sus palabras–. Pero no te preocupes, si ganas, los muertos se irán y Moura te dará tu recompensa. Y si no ganas… Bueno, entonces ya no tendrás que preocuparte por las mezquindades de este mundo.
Alistair iba a replicar con ironía sobre que ya le había dejado más tranquilo, cuando vio venir hacia él al energúmeno oscilante que le había retado. Al mismo tiempo Moura le apretó la mano con calidez y se levantó de la banqueta para dejar sitio al capitán. Segundos después los dos hombres se hallaban frente a frente y a Alistair no le quedó más remedio que remangarse y agarrar la mano de su contrario, rezando en silencio y dirigiendo una sonrisa insegura a los espectadores, arracimados todos en torno al torneo que estaba a punto de celebrarse.
─¡Ánimo! –le guiñó un ojo Eustaquio–, que tú puedes, campeón.
─Más nos vale –respondió en voz baja y tragando saliva un paisano que gastaba lentes y luenga barba, y que miraba a los intrusos con una aprensión muy cercana al terror.
Alistair Cunnings no tuvo tiempo de preguntarse por el significado de aquello, pues ya la tenaza de su oponente amenazaba partirle la muñeca. Concentró toda su energía en ese puño de acero que significaba la muerte. Se puso a sudar como no recordaba, notando los músculos del brazo tensos como cuerdas de violín, apretando, apretando... La misma tensión creciente se podía apreciar en el local, como si todo el mundo contuviera la respiración a la espera del resultado. Alistair no creía poder resistir mucho más, el puño del capitán barbudo no se había desplazado ni un milímetro. Claro que su rostro expresaba el mismo esfuerzo que el del forastero, el sudor hacía brillar sus mejillas y su frente pálidas, y el aliento con vapores de cerveza se le escapaba en ráfagas cortas y cada vez más rápidas. El joven creyó percibir un ligerísimo titubeo en el puño del capitán, una disminución en su resistencia, y con esa motivación apretó los dientes aún más y se empleó a fondo hasta creer que le estallarían los tendones del brazo. Un grito ajeno le reveló lo que sus ojos no se atrevían a creer: que había vencido. El puño de su oponente golpeó sobre la tabla rugosa y un rugido salió expelido de decenas de gargantas, todos aquellos que poblaban cada tarde la taberna a riesgo de que algunas se convirtieran en tormenta.
La mirada de odio que recibió Alistair del capitán pirata fue de esas que te asaltan en las noches de pesadilla, robándote el aliento. Pero, ¡qué diantre!, había vencido, y ni el capitán pirata ni ninguno de los demonios de los abismos que le acompañaban le iban a amargar aquel momento.
─¡Cerveza para todos! –gritó fuera de sí–, ¡cerveza para los vivos, y cerveza para los muertos!
Por un momento todo el mundo quedó en suspenso, nunca se había producido cosa semejante, ¿estaría bien?, ¿sería de recibo eso de convidar a los fantasmas? Consultaron a Moura con la mirada, tripulación incluida, como sabia que era entre los sabios, y ella asintió sonriente:
─Es lo justo –dijo–. Si hubieran ganado los náufragos se habrían llevado un alma y toda la cerveza de la temporada. –Al oír eso Alistair miró a Eustaquio con indignación, vocalizando en silencio: ─Eso no me lo habías dicho. Pero el viejo se hizo el loco y le indicó que se callara y escuchara a Moura. ─Que beban ahora a nuestra salud ya que el paladín así lo quiere.
Durante un buen rato todo volvió a ser trajinar de pintas y música de gaita, risas ruidosas y palmadas en la espalda, vértigo y etílica exaltación de la amistad. Hasta que amainó la tormenta. Los réprobos marineros parecieron desinflarse con las últimas gotas de lluvia, la animación de antes les abandonó de golpe y por completo, y pasaron a ser triste desfile de rostros cenicientos y miradas vacías. Uno por uno abandonaron la taberna, según se extinguía el eco del último trueno de la noche. Y por un momento Alistair sintió un vacío en el pecho que no llegaba a comprender, como el juerguista que ve desaparecer tras la esquina a los últimos camaradas con quienes compartió noche y conversación, en ese estado intermedio entre la realidad y la inconsciencia que solo puede ser reconstruido en parecidas circunstancias.
Moura se acercó a él y le tomó de la mano. Le miró intensamente a los ojos grises mientras tiraba de él hacia las escaleras que llevaban al piso superior de la taberna. Ó Conaill se acercó a ellos y se encaró con el forastero:
─Si vas con ella –le dijo casi con dulzura– no habrá vuelta atrás. Serás para siempre uno de los nuestros. –Luego se volvió a la mujer y añadió casi como una disculpa–: Se lo debemos, ¿no crees?, tiene derecho a elegir a sabiendas. –De nuevo concentró su atención en el forastero–. Muchacho, es mejor que sepas que Moura no es de nadie y nunca lo será. Ella pertenece solo a este lugar. Así que tú decides lo que quieres hacer.
Alistair no se lo pensó dos veces, ¡a por todas, como si no hubiera un mañana! ¡Qué demonios!, con que fuera cierto la mitad de lo que podía leer en los ojos profundos de Moura iba a ser una noche antológica, de esas que hacen época. Y él de ningún modo estaba dispuesto a perdérsela.
Tenía el resto de su vida para arrepentirse… O no.
─Loco no, muchacho, es solo que soy sabio y esto lo he visto ya muchas veces. Estos malditos piratas son los muertos del mar, marineros arrojados a estas costas y ahogados en el agua salada de la ría. Las noches de tormenta el mar nos los devuelve y tenemos que sufrir sus rapiñas de almas, a no ser… A no ser que nuestro paladín sea capaz de vencerlos en buena lid.
¡Joder, joder, joder…!, pensó Alistair, agitando la cabeza por si lograba despejársela. En vista de que no, optó por empinar el codo hasta ver el fondo del vaso.
─¿De qué crees que sabe así nuestra cerveza? –preguntó de repente el viejo–. ¿No te has preguntado de dónde puede venir tan magnífico brebaje, ese sabor profundo, esa textura y ese color…? Ó Conaill la trae de Éire, eso dicen por ahí. Pero es aquí –afirmó–, mi querido forastero, donde obtiene sus cualidades especiales, en la tierra madre de las sirenas y los náufragos, con el fermento del mar, su sangre y sus huesos. Claro que el brebaje les llama a ellos también, ¿sabes, rapaz? –añadió señalando a los ruidosos visitantes. Muertos, auténticos fiambres si había que creerle–. Sí, ya lo creo que les llama, es ambrosía para ellos. –Se quedó un momento pensativo y luego siguió–: Tardamos un poco en darnos cuenta de lo que pasaba, y entonces ya fue tarde, así que nos resignamos a nuestra suerte. Después de todo qué son unas cuantas noches molestas de tormenta al año, y unas pocas vidas echadas a los peces, ¿no lo crees también? Todo a cambió de este elixir –dijo mirando con adoración su vaso mediado, el líquido castaño que relucía contra la luz, coronado de espesa espuma blanca–, esta cerveza gloriosa.
─¿Y ella? –preguntó Alistair volviéndose a contemplar a la misteriosa mujer que, ensimismada, parecía contemplar un punto indeterminado del vacío–, ¿dónde encaja en todo esto?
─¿Moura? Es la Guardiana, la mujer sabia que custodia la cerveza. Ella vigila el proceso y cuida de la taberna entera. Por eso ella elige nuestro paladín cada vez. Esta noche te eligió a ti, por algo será –añadió con más dudas de las que permitían adivinar sus palabras–. Pero no te preocupes, si ganas, los muertos se irán y Moura te dará tu recompensa. Y si no ganas… Bueno, entonces ya no tendrás que preocuparte por las mezquindades de este mundo.
Alistair iba a replicar con ironía sobre que ya le había dejado más tranquilo, cuando vio venir hacia él al energúmeno oscilante que le había retado. Al mismo tiempo Moura le apretó la mano con calidez y se levantó de la banqueta para dejar sitio al capitán. Segundos después los dos hombres se hallaban frente a frente y a Alistair no le quedó más remedio que remangarse y agarrar la mano de su contrario, rezando en silencio y dirigiendo una sonrisa insegura a los espectadores, arracimados todos en torno al torneo que estaba a punto de celebrarse.
─¡Ánimo! –le guiñó un ojo Eustaquio–, que tú puedes, campeón.
─Más nos vale –respondió en voz baja y tragando saliva un paisano que gastaba lentes y luenga barba, y que miraba a los intrusos con una aprensión muy cercana al terror.
Alistair Cunnings no tuvo tiempo de preguntarse por el significado de aquello, pues ya la tenaza de su oponente amenazaba partirle la muñeca. Concentró toda su energía en ese puño de acero que significaba la muerte. Se puso a sudar como no recordaba, notando los músculos del brazo tensos como cuerdas de violín, apretando, apretando... La misma tensión creciente se podía apreciar en el local, como si todo el mundo contuviera la respiración a la espera del resultado. Alistair no creía poder resistir mucho más, el puño del capitán barbudo no se había desplazado ni un milímetro. Claro que su rostro expresaba el mismo esfuerzo que el del forastero, el sudor hacía brillar sus mejillas y su frente pálidas, y el aliento con vapores de cerveza se le escapaba en ráfagas cortas y cada vez más rápidas. El joven creyó percibir un ligerísimo titubeo en el puño del capitán, una disminución en su resistencia, y con esa motivación apretó los dientes aún más y se empleó a fondo hasta creer que le estallarían los tendones del brazo. Un grito ajeno le reveló lo que sus ojos no se atrevían a creer: que había vencido. El puño de su oponente golpeó sobre la tabla rugosa y un rugido salió expelido de decenas de gargantas, todos aquellos que poblaban cada tarde la taberna a riesgo de que algunas se convirtieran en tormenta.
La mirada de odio que recibió Alistair del capitán pirata fue de esas que te asaltan en las noches de pesadilla, robándote el aliento. Pero, ¡qué diantre!, había vencido, y ni el capitán pirata ni ninguno de los demonios de los abismos que le acompañaban le iban a amargar aquel momento.
─¡Cerveza para todos! –gritó fuera de sí–, ¡cerveza para los vivos, y cerveza para los muertos!
Por un momento todo el mundo quedó en suspenso, nunca se había producido cosa semejante, ¿estaría bien?, ¿sería de recibo eso de convidar a los fantasmas? Consultaron a Moura con la mirada, tripulación incluida, como sabia que era entre los sabios, y ella asintió sonriente:
─Es lo justo –dijo–. Si hubieran ganado los náufragos se habrían llevado un alma y toda la cerveza de la temporada. –Al oír eso Alistair miró a Eustaquio con indignación, vocalizando en silencio: ─Eso no me lo habías dicho. Pero el viejo se hizo el loco y le indicó que se callara y escuchara a Moura. ─Que beban ahora a nuestra salud ya que el paladín así lo quiere.
Durante un buen rato todo volvió a ser trajinar de pintas y música de gaita, risas ruidosas y palmadas en la espalda, vértigo y etílica exaltación de la amistad. Hasta que amainó la tormenta. Los réprobos marineros parecieron desinflarse con las últimas gotas de lluvia, la animación de antes les abandonó de golpe y por completo, y pasaron a ser triste desfile de rostros cenicientos y miradas vacías. Uno por uno abandonaron la taberna, según se extinguía el eco del último trueno de la noche. Y por un momento Alistair sintió un vacío en el pecho que no llegaba a comprender, como el juerguista que ve desaparecer tras la esquina a los últimos camaradas con quienes compartió noche y conversación, en ese estado intermedio entre la realidad y la inconsciencia que solo puede ser reconstruido en parecidas circunstancias.
Moura se acercó a él y le tomó de la mano. Le miró intensamente a los ojos grises mientras tiraba de él hacia las escaleras que llevaban al piso superior de la taberna. Ó Conaill se acercó a ellos y se encaró con el forastero:
─Si vas con ella –le dijo casi con dulzura– no habrá vuelta atrás. Serás para siempre uno de los nuestros. –Luego se volvió a la mujer y añadió casi como una disculpa–: Se lo debemos, ¿no crees?, tiene derecho a elegir a sabiendas. –De nuevo concentró su atención en el forastero–. Muchacho, es mejor que sepas que Moura no es de nadie y nunca lo será. Ella pertenece solo a este lugar. Así que tú decides lo que quieres hacer.
Alistair no se lo pensó dos veces, ¡a por todas, como si no hubiera un mañana! ¡Qué demonios!, con que fuera cierto la mitad de lo que podía leer en los ojos profundos de Moura iba a ser una noche antológica, de esas que hacen época. Y él de ningún modo estaba dispuesto a perdérsela.
Tenía el resto de su vida para arrepentirse… O no.
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