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viernes, 22 de noviembre de 2013

El Tiki

Sandra Parente.



Cooper O’Donnell todavía estaba incrédulo ante lo sucedido. Lo ocurrido semejaba una vorágine de acontecimientos que se habían entrelazado hasta aquel punto de inflexión, aquella ruptura siniestra en la paz que regía en su plácido pueblo natal de New Hampshire, en Nueva Inglaterra. La vida de policía en Wentworth nunca había sido verdaderamente apasionante, y Cooper, a veces, se había lamentado de la enervante tranquilidad que dominaba su existencia. Sin embargo, nunca hubiera deseado que algo así acaeciera.
         Coop, tal como le llamaban sus amigos, era un hombre espigado, de delgada constitución. Siempre había destacado por el color cobrizo de sus cabellos y las pecas que salpicaban su rostro ovalado. Entró en los terrenos de la mansión decimonónica que se alzaba en lo alto de una prominente colina. Los automóviles y carruajes de la policía que se afanaban cual abejas se iban ya retirando. Un agente se acercó a él entregándole un paquete.
         —Es su diario y el informe que esperaba —afirmó escueto.
         Cooper lo guardó en el bolsillo interior de su gabán y acortó la distancia que le separaba del porche de la casa, en el que tantas veces se había sentado a hablar con su amigo de infancia, William. Tomó una profunda calada de su cigarrillo, lo tiró con despreocupación al suelo y llamó entonces a la puerta.
         Una mujer delgada, de unos treinta y cinco años, fue quien le abrió. Tenía un iris verde profundo que destacaba sobre su enrojecida retina y su pulcra piel blanca. Encima de sus hombros, caía en cascada una cabellera morena.
         —Coop, eres tú —expresó con cierto alivio—. No paran de entrar y de salir policías. Todo es un caos. Todo.
         Cooper ingresó tras ella en la mansión.
         —Tranquila, Helen. Estoy aquí para ayudarte.
         —Pero no entiendo nada de lo acontecido, Coop. No puede ser, aún no me lo creo. No de él.
         — Yo tampoco entiendo nada de lo sucedido. William…—continuó el hombre titubeando—. En verdad, me preocupaba últimamente. Luego de que se hundiera la bolsa no parecía el mismo. Pero nunca pensé… —El policía tomó una honda bocanada de aire negando—. Siento mucho no haber podido llegar antes —Ya lo había repetido y se había disculpado hasta la saciedad. Helen iba a interrumpirlo pero Cooper negó—. En verdad, Helen, no solemos hacer esto, pero los trabajos de registro en vuestra mansión dieron sus frutos y resulta que William tiene un diario. Estuve a punto de empezar a leerlo en la oficina pero… me sentía mal haciendo esto a tus espaldas y luego de lo ocurrido. Sé que no debería hacerlo pero creo que deberíamos leerlo juntos.
         Helen asintió seriamente. —Vamos entonces hasta el estudio, estaremos más cómodos.
         Le guió por la mansión hasta llegar a aquella habitación en la que William siempre recibía a sus invitados. Cooper, tras sentarse, y mientras Helen le estaba sirviendo una copa de whisky, no pudo dejar de observar aquel lugar. Estaban rodeados de libros, cuya temática el policía sabía recurrente: vudú, embrujos, mal de ojo, cultos primitivos. Una multitud de objetos extravagantes saltaban a la vista.
         William, tras hacer fortuna, se había empecinado en querer coleccionar toda clase de artefactos exóticos y variopintos, desde tótems indios, pasando por estatuillas mesoamericanas, máscaras cultuales africanas, ídolos amazónicos o extraños jeroglíficos egipcios. Cooper, aún avergonzado por los acontecimientos, se perdió un instante en su vaso hasta que alzó su mirada preocupada hacia Helen. Tomó un nuevo cigarrillo, lo encendió a continuación y, tras el chispazo del fósforo, sacó de su bolsillo el diario de William Wilshire. Con cierta curiosidad y aprehensión, empezó a leerlo.

Me llamo William Wilshire, nací en Wentworth, Nueva Inglaterra, en 1896. Desde mi más tierna infancia he sido un idealista, un soñador, dueño de una fortuna desigual, vehemente, incapaz de seguir unos estudios tradicionales. Durante veintiún años viví a la sombra de mi hermano Christopher, e incluso, de la de mi amigo Cooper. Christopher siempre era el mejor de los tres, víctima de una adulación social sin igual. Él era superior en los deportes, en los estudios e incluso en el amor, pues hasta me había arrebatado a Helen. Veintiún largos años… Ese fue el tiempo en el que la suerte no quiso acompañarme, en el que la fortuna ambicionó serme esquiva. Sin embargo, todo cambió una noche de junio de 1917. Ese fue mi mayor logro, el don que quiso proporcionarme la vida, pues esa noche conseguí el Tiki”.

Cooper levantó un instante los ojos, recordando aquellos sucesos. Su mente se escapó mientras leía el relato de William.
         Era una noche cálida, tanto que, aunque fuera paradójico, se agradecían las gotas de sudor que resbalaban por la piel. Estaban en los trópicos, enrolados en la marina en plena Gran guerra, él y sus dos amigos inseparables de infancia. Habían desembarcado en la pequeña y exótica capital de la isla de Raiatea, Uturoa. Sólo pensaban en divertirse y olvidar los días de encierro en el barco. Christopher era el que tenía más papeletas para granjearse el favor de una de las bellas lugareñas de tez olivácea, aunque William, según pensaba Cooper, no tenía mucho que envidiarle. Era un chico alto, de profundos ojos oscuros que contrastaban con el dorado de sus cabellos. Will era dueño de una sonrisa perfecta que podía encandilar a cualquiera.
         Habían decidido entrar en una animada cantina para tomarse unas copas. Los efluvios del alcohol se habían ido acumulando y los tres jóvenes estaban ciertamente acalorados. Fue en ese instante cuando un indígena desgarbado se había acercado a ellos, enseñándoles una pequeña estatuilla de madera tallada con rasgos tribales incisos. Entre las toscas manos del fetiche, unidas sobre el abdomen de la figura, se hallaba una lanza prominente.
         —Es un tiki —afirmó el indígena— Es un objeto sagrado en las islas bajo el viento. Lo encontré en el antiguo marae de la isla —dijo refiriéndose a los templos, en los que, antiguamente, los indígenas adoraban a sus dioses por aquellas latitudes—. Os dará suerte. Dice la leyenda que con un sacrificio humano el tiki entregará fortuna a su portador. Pero eso lo dicen las leyendas. Mi abuelo contaba que nunca conoció a nadie que tuviese un tiki que no tuviera suerte.
         Los tres chicos se lo habían tomado a broma y empezaron a burlarse de aquel hombre.
         —Yo te lo compraré —se adelantó William interrumpiendo— Así me acostaré con todas las putas de Raiatea. Si te bajas los pantalones, yo te la compro.
         Aquella frase había suscitado las carcajadas de sus amigos. El hombre parecía desesperado por obtener dinero e hizo lo que William le sugería. Cooper no dejaba de tener ciertos remordimientos por la forma en que se habían aprovechado de él, escudándose su consciencia, en su ebriedad. La mente del policía volvió a hundirse en el relato de William.

No le di mayor importancia a aquel objeto, hasta una noche en la que estábamos a punto de arribar al puerto de Nueva York. Estábamos en nuestros camarotes, limpiando nuestras armas tras un ejercicio. Comentábamos algunos sucesos del día, y, de repente, nos acordamos de aquel hombre en Raiatea, y de cómo se había humillado ante nosotros. Saqué el tiki del fondo de mi mochila para que todos lo observáramos un instante, y tras reírnos por las ocurrencias de mi hermano sobre su grotesco aspecto, seguimos limpiando nuestras armas. Todavía recuerdo nítidamente mi pensamiento en aquel instante. Christopher estaba frente a mí, sonriendo y hablando mientras pasaba un paño por su revólver. Una idea había acudido con fuerza a mi mente… ¿Y si el arma de Christopher se disparaba, cambiaría mi suerte? ¿El tiki lo consideraría un sacrificio?”.

En aquel instante, Cooper tomó una profunda bocanada de su cigarrillo.

Repentinamente, se escuchó un estruendo. La sangre y la carne salpicaban cada rincón de aquel camarote. No había sido el arma de Christopher, sino la de Cooper la que se había disparado. Mi amigo estaba llorando desconsoladamente, tirándose sobre el cuerpo inanimado de Christopher, mientras mi vista, como llevada por una fuerza superior, se había clavado sobre el tiki teñido de rojo por la sangre de mi hermano. Aquello fue ciertamente un regalo del destino, y de facto, mi vida cambió gracias a aquel hecho fortuito…”.

—¿Pero cómo? —preguntó Helen totalmente anonadada ante lo que estaba escuchando.
         Cooper, por su parte, se estaba arrepintiendo por no haberse dado cuenta antes, echándose una mano sobre la cabeza.
         —¡Maldito loco! —No pudo evitar jurar. Aquellos sucesos se habían convertido en una losa que nunca había sido capaz de dejar de arrastrar. William le había apoyado, pretendiendo sacudir aquel sentimiento de culpabilidad que, según decía, era absurdo dada la naturaleza accidental de los hechos. Pero conforme transcurría la lectura, parecía que William desvelaba algo más.
         —¡Estaba agradecido! —exclamó Cooper negando repetidamente y mirando entonces a Helen que temblaba horrorizada. Posó su mano sobra el trémulo brazo de la mujer. —Es difícil creerse esto. Hay que ser fuertes Helen. La verdad es dura pero entenderemos mejor lo que pasó y a lo mejor podremos descansar.
         —No puedo Coop, no puedo, al menos ahora no. —Lamentó negando reiteradamente—. Todo es demasiado reciente para mí… Y esto... Esto supera mis fuerzas. Sigue aquí leyendo, te esperaré abajo.
         Helen, tiritando, se levantó sin dar opciones a Cooper, escapando de las palabras de William y de la verdad.
         Cooper, tras quedarse solo, tomó otro largo trago de su copa de Whisky para asimilar la lectura. Decían que ese alcohol era un buen digestivo, así que insistió dando otro trago para volver a inmiscuirse en los recuerdos y pensamientos de su desconocido amigo William.

De hecho, no estoy tan seguro de que lo sucedido fuera fortuito. En mis investigaciones, he descubierto que el espíritu de un tiki, sintiéndose en manos seguras, puede revelarse ante su dueño. Eso fue, sin duda, lo que ocurrió en aquel camarote. El Dios liberó a mi mente de sus ataduras para darle su sacrificio, castigando a Chris por sus palabras blasfemas.
         Mi vida dio entonces un giro drástico. Todavía no era consciente de mi suerte, y me sentía atormentado por la muerte de mi hermano, así como por mis pensamientos previos a ésta. Me di a la bebida y al juego. Aquello hubiera tenido que llevarme a la ruina, pero provocó mi fortuna. Tenía una suerte inaudita en el azar, y pronto me hice rico. Eso me ayudó a volver a asentar la cabeza, convirtiéndome también en el pilar en el que se apoyaba Helen que, finalmente, acabó saliendo conmigo. Todos aquellos hechos no podían ser meras coincidencias. Todo aquello era obra y gracia de mi preciado Tiki.


Me casé con Helen e invertí mi entonces pequeña fortuna en bolsa. Mis acciones subían como la espuma hasta que un día, empecé a obtener malos resultados. Fue entonces cuando recibí mi primera visión. Pude presenciar un fenómeno muy extraño, una ensoñación que no se asemejaba a nada conocido previamente. Me vi frente a un gran templo, de características similares al gran Marae de Raiatea, al que tantas noches de estudio he dedicado, pero las piedras hincadas que conformaban su cierre tenían proporciones descomunales. El templo poseía una extraña textura y color, y sobre éste se alzaba un enorme sol rojizo cuya luz ígnea lo inundaba todo. Me aproximé al gran marae y advertí cómo, ante mis ojos, se definía su monolítico y ciclópeo altar. Ahí reconocí al Dios Tiki, cuyos ojos llameantes se habían posado sobre mí. Me vi preso de un profundo terror. El pavor a lo ignoto inundaba cada rincón de mi alma. El Tiki no podía hacerme daño. Yo era y seguiría siendo su protegido. Yo lo cuidaría hasta mi último aliento. Sin embargo, su actitud no por ello dejó de ser intimidatoria. Finalmente, sus labios se despegaron y formularon un pedido, casi un ruego. Mi preciado Tiki volvía a necesitar sangre.
         Me desperté con el cuerpo bañado en sudor, dirigiéndome hacia mi biblioteca cada vez más nutrida en libros. Estudié, detalladamente, cada pormenor de los sacrificios rituales que realizaban los indígenas de las islas bajo el Viento. No me fue muy difícil, a la noche siguiente, contratar los servicios de una prostituta, y borrar todo rastro de mi oblación”.

Cooper tomó una honda calada del cigarrillo que estaba fumando, seguido de otro trago del digestivo whisky. Estaba incrédulo ante lo que estaba viendo. No conocía a William, sólo un espejismo suyo. Siguió leyendo aquel diario, aquellas oscuras confesiones que se sucedían una tras otra. William, su querido y apreciado amigo William, no era otro que el asesino de Concord. Toda la policía de Nueva Inglaterra había sido alertada de sus minuciosos métodos. Nunca habían encontrado ni la más mínima pista sobre su autoría. Los crímenes se sucedían sin que los investigadores hubieran podido establecer un patrón, aunque el asesino actuaba siempre siguiendo el mismo modus operandi. Los cadáveres aparecían rodeados de piedras, con una puñalada en el corazón y dos cortes en las muñecas, sin que hubiera ningún tipo de abuso sexual. El perturbado, el famoso “asesino de Concord”, no era otro que William Wilshire, quien a costa de la vida de esas mujeres había, según sus afirmaciones reiteradas en aquella abominación de diario, mantenido su buena suerte.
         Y era verdad que William poseía una extraordinaria fortuna, pues la bolsa se había convertido en su fiel aliada, habiéndose hecho inmensamente rico. Por otra parte, la vida le había dado dos preciados hijos. Nadie hubiera apostado por un tan terrible desenlace, pero el 24 de octubre de 1929, la fortuna le había dado la espalda a su más fiel discípulo. El llamado «jueves negro» había devastado y dilapidado buena parte de las acciones de Wilshire & Co. Un atormentado William hablaba a través de su diario.

No puede creerlo, lo he hecho todo por él, pero cada vez me pide más y se me aparece más a menudo. Alza su lanza contra mí, reclamándome la sangre de los míos. Me castigó. No podía hacer lo que me pedía, no podía siquiera creerlo. Pero ahora, no me queda más remedio que cumplir con sus designios. Amo a Helen, amo a mis hijos, Christopher y Kenneth, pero él lo quiere así, y me ha demostrado cuán grande es su poder. Esta noche lo haré”.

Cooper se tocó un instante la sien. Helen llegó a llamarlo por teléfono gritando aterrada. El policía acudió con presteza, pero sólo pudo salvar a la mujer de la demencia de su marido. Aquel hombre que poseía los rasgos de su mejor amigo estaba a punto de asesinarla, reparando rápidamente en los dos cuerpos cándidos y desfigurados por la muerte, tumbados sobre las finas alfombras persas.
         Las imágenes de aquel rito cruento, el tacto del gatillo del arma cediendo bajo sus dedos, los gritos, llantos, el eco de sus disparos, el olor a pólvora quemada y a sangre que lo impregnaban todo, lo acosaban y no dejaban de atormentarlo. Cooper no podía detener el cauce desbocado de sus recuerdos, ni atajar el infame remordimiento por no haber sido capaz de salvar aquellas dos vidas inocentes sesgadas por la inconsciencia de William. Un William poseído con el que él mismo, atónito y asqueado por lo que estaba viendo, había tenido que acabar. Entre las manos del cadáver del obcecado asesino había encontrado aquella maldita estatuilla.
         Ahora se daba cuenta de que la obsesión, del que había sido su amigo, por aquellos cultos extravagantes, iba más allá de la razón. Había consumido la vida de William Wilshire, un hombre desconocido, un demente asesino al que hubiera confiado su propia vida sin dudar, durante tres décadas.
         Cooper se sintió presa de una terrible furia impotente e iracunda, empezando a tirar aquellos objetos que William había reunido con tanta avidez. Rompía, destrozaba, asolaba, aniquilaba todo lo que caía bajo sus manos. Exhausto y jadeante, se sentó, tomándose la cabeza entre las manos mientras sentía la sal entre sus labios. Se quedó callado e inmóvil, salvo por los leves temblores espasmódicos que lo sacudían de vez en cuando. Tras unos largos minutos, con la mirada perdida se sirvió otra copa de whisky que se tomó de un expedito trago. Helen, que había acudido con presteza al escuchar el ruido de los destrozos, parecía una estatua de sal bíblica que lo observaba silenciosa y angustiada. ¿Tampoco él era quién creía?
         Cooper se pasó la mano por su perlada frente, sintiendo la necesidad imperiosa de encender otro cigarrillo, y tras el fulminante repiqueteo de la cerilla contra el rugoso cuerpo oxidante, insufló una honda bocanada expulsando una nube de humo. Tomó entonces el segundo sobre que estaba en el paquete entregado por el agente al llegar a la mansión. Abrió el esperado informe pericial que ahora le era indiferente y tras leer su contenido, se echó a reír, poseído por una carcajada lúgubre.
         —¿Qué te pasa Cooper?— preguntó la mujer asustada.
         El policía fijó sus ojos en los de ella, arrugando el sobre con la mano mientras bufaba.
         —El maldito tiki, es falso Helen. El tiki es falso.

Dibujo de Damián Geisser

5 comentarios:

  1. El final es un giro fantástico y todo el relato es atrapante. Hay que ver lo que consigue la mente humana con sus creencias. Gracias por compartirlo. He pasado un rato divertido. Insisto en que el final es formidable.

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  2. Impresionante. Magnífico relato. Y me uno a las palabras de Ricardo, el giro final es genial. Nuestra mente puede llegar a ser nuestra mejor aliada o nuestra peor enemiga.

    Mis respetos. Un saludo.

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  3. Me gusta, me gusta, me gusta. Y si el final es fabuloso. Pero a mi desde el primer párrafo ya me atrapó y así hasta el último momento. Hay algo mejor que eso? Pues a lo mejor el poder de la mente.............

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  4. Me alegra que os gustase el relato y su giro final. Muchas gracias por los comentarios.

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