—¿Cariño?...¡¡Cariño, te escucho
fatal!!... sí, ahora un poco mejor. ¿A las siete? De acuerdo, allí estaremos. No
puede ser ¡un gato! Pero ¿estás loco? ¿Qué hacemos con un gato en casa?... De
la raza bobtail, ya, ¿y con eso piensas convencerme? Ya hablaremos mañana… Sí,
te quiero.
Amanda colgó el teléfono
negando con la cabeza y llamó a su hija desde la puerta. Una chiquilla de unos
siete años, equipada con casco y rodilleras, apareció montando una bicicleta
que arrastraba una caja de cartón llena de muñecas que, sin duda, en algún otro
momento habían ofrecido mejor aspecto que el que presentaban ahora.
—Mamá, ya no jugaré más
con estas muñecas —desenganchó la cuerda que la ataba a la bicicleta y con aire
decidido la tiró al contenedor de basuras—. ¿A que Jorge no jugaba con muñecos?
—No tesoro, Jorge no
jugaba con muñecos, pero eso es porque Jorge era un chico mayor.
—Yo también soy mayor. —Se
zafó del intento de abrazo de su madre y corrió hacia el interior de su casa.
Desde que su hijo mayor
había muerto, Amanda veía crecer a Silvia demasiado deprisa. En aquellos ocho
meses, la ausencia de su hermano había cambiado su forma de actuar, era como si
hubiera quemado una parte de su infancia que debería haber permanecido intacta
y para Amanda se hacía duro ver como su hija pequeña dejaba de serlo. Félix,
sin embargo, la trataba como siempre, como si no se diera cuenta del cambio o
como si el no demostrarlo le convenciera de que no se había producido. Silvia
se dejaba hacer, no rechazaba esos mimos de niña pequeña… sólo lo hacía cuando
provenían de su madre como si, a esa edad tan temprana, tuviera asimilado que
para su padre nunca crecería, seguiría siendo siempre su princesita.
—¿Te has lavado las manos?
Comeremos enseguida
—¿Pollo asado?
Amanda sonrió.
—Siempre quieres pollo
asado, Silvia. Haremos un trato, si te comes hoy toda la merluza, mañana para
cenar haré pollo asado… a papá también le gusta mucho.
La cara de Silvia se
iluminó y corrió a lavarse las manos. Su padre volvería mañana y eso era más
importante que todos los pollos asados del mundo.
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—Recuérdame que la próxima
vez que vayas a Japón te haga una lista con los regalos que no puedes traernos
¿tú sabes la de pelos que suelta un gato?
Félix le acalló el
reproche con un beso.
—¿Has visto la cara de
Silvia? Está encantada, si hasta ha querido que duerma en su cuarto. —Volvió a
besarla—. Le ayudará a superar la ausencia de su hermano, ya lo verás… Anda,
ponte el kimono que te he traído y hazle a tu marido un recibimiento como Dios
manda.
La risa picarona acabó con
la conversación y las caricias hicieron olvidar los reproches.
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—Qué bonito es, papá ¿has
visto su rabo?
—Parece el de un conejo
¿verdad? —habló Amanda viendo cómo su hija acariciaba el lomo de Nekomata, que
era el nombre que le habían recomendado en la tienda a Félix, asegurándole que
el nombre de una mascota era muy importante y que a aquel gato no se le podría
llamar de otra manera—. ¿Y te has fijado cómo saluda? Jajaja es un gato de lo
más educado.
Nekomata pertenecía a la
raza bobtail japonesa. Su rabo mediría unos 10 centímetros pero
lo tenía tan enrollado y tan peludo que parecía un pompón en vez de la cola de
un gato. Tenía el pelo blanco con manchas negras, unas orejas anchas y una
costumbre curiosa que hizo las delicias de Silvia: cuando Nekomata se sentaba,
levantaba una patita delantera de tal manera que parecía imitar un saludo
humano.
—Sí, a Jorge también le
gusta.
—Claro, a Jorge le hubiera
gustado, princesita —contestó Félix sin darle importancia al tiempo presente
utilizado en la frase, sin embargo, Amanda reparó en la cara de su hija cuando
su padre le corrigió y en la mirada de complicidad que dirigió al gato.
Aquella fue la primera
noche que Amanda durmió mal. Se levantaba sobresaltada para despertar en la
oscuridad de su dormitorio, sin saber qué la había arrancado del sueño pero con
una sensación extraña que no conseguía quitarse de encima. Entraba en la
habitación de Silvia para comprobar que dormía y que había vuelto a dejarse abierta
la puerta del armario. Bajaba a la cocina a beber un trago de agua y cerraba
los ojos de nuevo envuelta entre sus sábanas. Pero aquella sensación nunca se
iba, sólo la normalidad de la luz del día apaciguaba el instinto que la
mantenía insomne.
Una mañana, Silvia se puso
a enredar en el garaje y se llevó a su habitación los trofeos que Jorge había
ganado en el instituto. Una medalla de ping-pong y dos copas de fútbol sala
ocuparon la estantería que antes llenaban sus muñecas.
Cuando Amanda se encontró
con el cambio de decoración supo que había encontrado el tope de sus fuerzas.
Ni los lloros de Silvia, ni las razonables palabras de Félix la disuadieron de
que aquellos objetos acabaran de nuevo en el fondo del garaje. No podría
soportarlo y no estaba dispuesta a que cada día le recordaran su pérdida.
Silvia intentó encontrar
en su padre un aliado.
—Son de Jorge y él quiere
verlos.
—Sí princesita, son de
Jorge pero ya no puede verlos.
—Sí que puede, Nekomata lo
trae a mi cuarto por las noches, papá. Se pondrá triste si no los ve en la
estantería.
—No, cariño, si se ponen
en la estantería es mamá la que se pondrá muy, muy triste y no queremos que
llore ¿verdad?
—Pero papá…
Félix arropó a su hija y
le deseó buenas noches, dejándola con la palabra en la boca y temiendo que la
idea de la mascota no hubiera paliado la carencia de su hermano como él
esperaba.
Cuando llegó a su cama,
Amanda lloraba.
—No soporto a ese gato, me
da malas vibraciones y Silvia está aún más extraña desde que lo tiene. Por
favor Félix, deshazte de él, no lo quiero en casa, no lo quiero en casa… no lo
quiero en casa.
Por toda respuesta su
marido la abrazó. Amanda estaba al borde de la depresión nerviosa y no era la
primera vez que pasaban por eso. Ningún gato, por muy japonés que fuera, valía
el que sus nervios saltaran por los aires, después de todo, Silvia era pequeña
y podrían recurrir a mil excusas que explicaran la desaparición de Nekomata.
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Amanda se levantó
sobresaltada, pero esta vez estaba segura que un ruido la había despertado.
Félix dormía su lado, lo movió un poco pero cambió de postura sin despertarse,
estaba completamente dormido.
Volvía a tener aquella sensación de alerta en
su cerebro, algo intangible que le advertía de que algo iba mal, Nekomata
llevaba tres días sin aparecer por casa —los
gatos son muy curiosos y se escapan para ver mundo, princesita— y allí
estaba ella, de pie en el pasillo, con los cinco sentidos alerta y una
intuición negra y pesada que le hacía arrastrar los pies.
Algo dobló la esquina que
conducía a la escalera. No pudo verlo, una silueta confusa entre las sombras
que, sin embargo, estaba cargada de familiaridad.
Bajó con cautela, temiendo
encontrarse con cualquier cosa menos con lo que se encontró. No estaba
preparada para aquel golpe.
Sentado en el último
peldaño de la escalera, iluminado por la luz de la luna que entraba por la
ventana de la cocina, esperándola como si no tuviera otra cosa que hacer,
estaba Jorge. Su Jorge. Con la ropa que le gustaba ponerse los fines de semana
que no tenía pensado salir, con el pelo recién cortado, con los ojos más
tristes que había visto en su vida.
Amanda trató de abrazarlo
y su hijo se desvaneció entre las sombras, con sus ojos fijos en los de ella. Y
entonces Amanda gritó. Un grito desgarrado, profundo y totalmente silencioso,
como en la peor de sus pesadillas.
Subió a gatas la escalera,
ahogándose en sus propias lágrimas, con la garganta dolorida por el esfuerzo y
el alma desgarrada por la imagen.
Silvia tampoco dormía.
Incorporada en su cama miraba la puerta abierta del armario y ni se inmutó al
verla entrar. La ventana del cuarto enseñaba un cristal hecho pedazos y Amanda
recordó el sonido que la había despertado. Lo que sus ojos vieron a
continuación la mantuvo paralizada, literalmente, sin capacidad alguna de
reacción.
De la puerta abierta del
armario volvió a aparecer su hijo y esta vez sus ojos tristes miraban a su
hermana. Con las manos extendidas se dirigió a la niña y las sábanas se
deslizaron sobre su cuerpo por sí solas. Silvia no parecía asustada, su vista
se perdía en el interior del armario como si esperara que algo más saliera de
allí.
Amanda observaba aterrada,
pensó que su hija no veía a su hermano y eso la tranquilizó pero sus temores se
vieron realizados cuando sus manos se agarraron. Silvia continuaba sentada pero
ahora su cuerpo no tocaba la cama como si el contacto con la mano de Jorge la
posibilitara para flotar en el aire. Su madre se negaba a ver aquel espectáculo
siniestro, intentó cerrar los ojos, pero ni siquiera sus párpados la obedecían.
Sus hijos seguían atentos
al interior oscuro y desordenado del armario hasta que, de una forma totalmente
inexplicable para Amanda, Nekomata salió de él con sus andares elegantes y su
mirada de gato japonés.
Cuando llegó frente a sus
hijos, el gato se sentó levantando la pata delantera —ahora estará saludando a los niños de todo el mundo, princesita— y
dejó sonar su maullido suave, ocultó su saludo y se sentó como todos los gatos
normales del mundo —habrá ido a visitar a
sus amigos los otros gatos, princesita— y de pronto aquella cola tan
parecida a la de un conejo, comenzó a crecer y a dividirse en dos.
Amanda no podía creer lo
que estaba viendo. Las dos mitades de aquella cola se movían formando una danza
diabólica y aquel ser, que antes podía pasar por un gato japonés de la raza
bobtail, ahora se erguía y era capaz de caminar sobre sus dos patas traseras.
Amanda lloraba. Lo único
que se movía en su cuerpo eran sus lágrimas resbalando y su corazón
martilleándole las sienes. Los brazos y las colas de Nekomata bailaban en una
coreografía absurda que hacía que sus hijos lo siguieran a través de la ventana
rota que daba al callejón, donde los gatos normales revolvían en los cubos de
basura. Sus dos hijos, su hijo muerto y su pequeña viva.
Cuando Félix despertó y
vio que Amanda no estaba en la cama fue en su busca, a través de la casa
silenciosa, entre las sombras del pasillo y la encontró en la habitación de
Silvia, arrodillada frente a la ventana, totalmente inmóvil, con unos ojos
vaciados de miradas y la cara ensuciada por el llanto.
Amanda nunca más volvió a
hablar. Ni siquiera cuando escuchó el grito sonoro y desgarrado de Félix al
descubrir el cuerpo de su princesita abajo en la acera.
UNA MASCOTA ESPECIAL
Brutal. Sencillamente eso, brutal. Ni más, ni menos.
ResponderEliminarA mí también me lo parece. Se me ha quedado una congoja...
EliminarLo siento >.< jajjajajjaj
EliminarGracias por la lectura, Ramón. Me parece una gran suerte poder mostrar el trabajo de todas estas estupendas escritoras que tengo la fortuna de conocer, y las que espero encontrarme en el futuro.
ResponderEliminarHola, me agradó la inclusión del nekomata en el cuento. Saben si tiene la autora cosas parecidas? saludos
ResponderEliminarLe traslado su pregunta y ya le contesto por aquí. Muchas gracias por leer y comentar.
ResponderEliminarLa autora Ángeles Mora agradece su interés y me facilita un enlace donde puede leer un relato suyo, de próxima publicación, con temática japonesa que ha sido seleccionado en el V Concurso homenaje a John William Polidori: http://www.ociozero.com/foro/39648/no-hay-lobos-en-japon
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