Cuando Laedia murió, las estrellas
dejaron de brillar; era como si se hubieran apagado todas a la vez, dejando ver
lo que había detrás: un millar de estrellas mucho más lejanas, mucho más
pequeñas, que parecían moverse en el cielo nocturno como hojas arrastradas por
el viento, porque las estrellas que ahora estaban apagadas se veían siempre
quietas, inmóviles, como faros vigilantes en la noche.
La
oscuridad las rodeaba ahora y ese era el momento más triste, cuando abrían su
pecho para sacarle el corazón y disponer el cuerpo sin vida en la cripta del
santuario, junto a las carcasas de las otras sacerdotisas que la habían
precedido.
El corazón
nunca se enterraba, porque el corazón de una sacerdotisa nunca dejaba de latir.
Debía unirse a las estrellas, seguir su propio camino y alumbrar el mundo desde
el cielo. Los pequeños acólitos, torpes figuras achaparradas de brazos cortos,
lo envolvían en un paño blanco y lo llevaban a la más alta de las doce torres
del santuario, aquella que siempre había estado oscura, hasta en el principio
de los tiempos. Allí, sobre un pequeño recipiente de madera, depositaban el
corazón para que pudiera volar hacia las estrellas. Ninguno de ellos sabía qué
le ocurría al corazón de la sacerdotisa difunta, tampoco les importaba. Sólo
hacían lo que les habían ordenado hacer.
Las cinco
sacerdotisas restantes miraban ahora el sillón vacío de Laedia. Las cinco se
cubrían el rostro con finos velos de noche, negros y turbios, que no dejaban
distinguir sus facciones. Las cinco se cogían de las manos, en silencio, y
volvían sus cabezas hacia ese cielo en el que ninguna de las estrellas
familiares brillaba. Ninguna sabía por qué hacían eso, sólo era un torpe remedo
de algo que no conocían, que les habían inculcado los dioses y que realizaban
de forma monótona, porque era lo que debían hacer.
Alcistea se
soltó de pronto, rompiendo el círculo, sus manos cálidas contrastaban con las
de las demás, tan frías. Se arrancó el velo que ocultaba sus facciones y lo
dejó caer al suelo, mostrando un rostro surcado por las lágrimas, un rostro
pálido y triste donde sólo destacaban los ojos, verdes e intensos. Alcistea
estaba allí por elección propia, era la única que había elegido. Las demás no
lo hacían. Eran los dioses los que señalaban con el dedo para que los
siguieran, pero hacía mucho que los dioses se habían marchado y ahora eran
ellas las que debían elegir una sucesora. Ese era el momento en el que tendrían
que salir y buscar entre los cuerpos metálicos, que sólo las miraban si una de
ellas señalaba con el dedo. Era lo que habían hecho todas las veces anteriores,
sólo que ya no había más cuerpos metálicos a los que señalar.
Cuando las
damas llegaron del cielo, el abuelo de Alcistea aún no había nacido, los
abuelos de sus abuelos eran pequeños entonces y de ellos provenían las
historias que contaban cómo habían bajado del cielo aquellas figuras, de metal
brillante y largos brazos, que cabalgaban sobre altos caballos de metal con
grandes hocicos que horadaban el suelo. Entonces eran muchas, incontables, como
también eran muchos los pequeños acólitos de cuerpos achaparrados que se movían
entre ellas, sirvientes sin piernas que andaban sobre ruedas y no emitían
sonidos. Construyeron el templo en pocos meses, en medio del desierto. Las doce
altas torres que se perdían más allá del cielo y donde ninguno de los
antepasados de Alcistea había entrado jamás. Las historias habían pasado de
generación en generación y contaban que las estrellas también habían llegado
con ellos.
En aquel
entonces brillaban once de las torres, la luz parecía subir y bajar, se
descomponía en los colores del arco iris, parecían estar vivas y sus
antepasados se pasaban horas escondidos contemplándolas. Ahora sólo brillaban
seis de las torres y la luz era blanca y monótona, largos cilindros
fluorescentes que relucían en la noche. Alcistea sabía que eran las
sacerdotisas las que se encargaban de que brillaran, poniendo sus manos sobre
un panel de metal, presionando los salientes que se hundían en él cuando los
tocaba. Ahora una de las torres era suya, Alcistea había aprendido todos los
rituales, todas las variantes, llevaba muchos años estudiándolas,
conociéndolas. Ahora era una de ellas pero, en el fondo, sabía que por mucho
que se esforzara nunca lo sería del todo.
Su pueblo
había observado a las damas que bajaban del cielo y habían temido acercarse a
ellas, les resultaba fácil esconderse en el desierto, lo conocían bien, sabían
moverse con las dunas y permanecer ocultos entre la arena. Ocultos y en
silencio, así las observaban. Ellas no
parecían darse cuenta nunca de su presencia o, si acaso los veían, a ellas no
les importaban más que los lagartos que se tumbaban al sol. Alcistea recordaba
tiempos pasados, cuando era pequeña y caminaba al lado de su abuelo, dejando
que sus pies se hundieran en la arena; su abuelo le había enseñado a moverse
con el desierto, a tumbarse en la arena y a quedarse muy quieta hasta que su
cuerpo quedaba casi cubierto y parecía dorado, como la tierra. Esperaban hasta
que el cielo se oscurecía, las estrellas empezaban a brillar y era entonces
cuando llegaban las damas, avanzaban con sus caballos a través del desierto,
los poderosos hocicos perforaban hasta el centro de la tierra que, a veces, se
revolvía asustada y temblaba. Las damas caminaban a veces entre los caballos,
cuando se detenían; pronto Alcistea comenzó a distinguirlas de las
sacerdotisas.
Las
sacerdotisas cubrían sus esbeltos cuerpos de metal con túnicas de plata y nunca
subían a los caballos. Señalaban y los movimientos monótonos de las damas
cambiaban de dirección. Eran órdenes. Alcistea pensaba que los dioses que ella
nunca había visto debían ser así. Altos y vestidos de plata. ¿Existieron de
verdad aquellos dioses? No estaba segura, las historias se habían transmitido
de generación en generación, pero la memoria de los ancianos flaqueaba a veces
entre lo que sabían y lo que imaginaban y Alcistea no creía en todo lo que le
contaban.
A su
alrededor todo era triste, los ancianos morían, los jóvenes enfermaban con el
agua turbia que ahora llegaba de los ríos, las damas se detenían de pronto y se
dejaban caer al suelo, nadie se atrevía a tocarlas. Sólo las sacerdotisas
parecían inmutables, sólo ellas se movían y señalaban, sólo ellas podían apagar
las estrellas y traer oscuridad a la noche.
Alcistea
las miraba desde lejos, aquellas torres altas donde no podía entrar, aquel
mundo mágico que cada vez interesaba menos a su pueblo pero que a ella le
fascinaba.
Una noche,
las torres habían permanecido oscuras, las estrellas no relucían en el cielo y
Alcistea dejó de esconderse. Se acercó a ellas, avanzando entre los hocicos de
las grandes moles de metal que habían detenido su avance, esperando la llegada
de las sacerdotisas. Las damas también esperaban, esbeltas con sus cuerpos de
metal, Alcistea pasó entre ellas, buscando a las sacerdotisas que ahora se
cubrían con paños negros. Sabía que su cuerpo era blando y débil, dorado como
la arena, tan distinto al de ellas, pero tenía los brazos largos y había pasado
muchas horas observándolas, había aprendido a moverse como ellas, a imitarlas,
podía pasar junto a los acólitos sin que se dieran cuenta de la diferencia,
podía pasar junto a las damas sin que nadie notara extraña su presencia.
Entonces no sabía que cada uno de ellos tenía una tarea que realizar y que no
miraban nunca a los demás.
Sólo las
sacerdotisas miraban, sólo las sacerdotisas buscaban. Entre las damas elegían a
la siguiente que las acompañaría y le darían la túnica de plata. Y la elegida
sólo tenía que seguirlas y obedecer su nueva rutina, porque siempre era todo
igual.
Eran pocas,
cada vez menos. Sus abuelos referían que, cuando habían llegado, las damas eran
incontables y tan parecidas que era imposible distinguir a unas de otras.
Ahora, en cambio, Alcistea las diferenciaba a todas, les había puesto nombres y
se preguntaba qué se sentiría al tocarlas y qué pensarían de ella si la
descubrían observándolas. Por eso, cuando vio que las torres no tenían luz esa
noche, cuando dejó de contemplar las estrellas del cielo, salió a la vista de
todos y se acercó a ella, a Laedia.
Podía
reconocerla a pesar de que cubría su rostro con el velo negro. Era la más alta,
sus movimientos eran siempre lentos, como si tuviera que pensarlos antes de
hacerlos, era la sacerdotisa que más se alejaba de las torres, la que más veces
veía caminando entre los acólitos y los caballos de metal, sus ojos eran negros
y nada se reflejaba en ellos. Ahora que la tenía tan cerca le parecía más alta
aún de lo que había imaginado, podía distinguir sus facciones a través del fino
velo de gasa que la cubría, se dio cuenta de que sus ojos eran facetados como
los de una avispa, que su boca era una fina línea que parecía dibujada sobre el
metal y que nunca se abría, no pronunciaba palabras. Laedia extendió uno de los
brazos hacia ella y la señaló, era la indicación de que la siguiera. Alcistea
sabía lo que tenía que hacer, lo había visto más de una vez. Avanzó con la
cabeza alta hacia las torres, detrás de la sacerdotisa.
Ninguna de
las damas que quedaba se quejó, ninguna dijo no reconocer a la desconocida como
a una de ellas, todas volvieron a sus quehaceres mientras las sacerdotisas
volvían al templo, oscuras con sus largos vestidos negros.
Le
enseñaron cual era su torre, le dieron una túnica de color plateado, la instruyeron
en los ritos que llevaban a cabo todo los días y descubrió que los dioses que
adoraban tenían nombres que ella no era capaz de pronunciar. De las estrellas
bajaba el alimento de los dioses, bajaba el agua fresca y clara, un sonido, un
nombre, hasta seis distintos, uno por cada una de las torres apagadas, como si
los dioses siguieran estando allí. Alcistea se preguntaba si las sacerdotisas
se daban cuenta de que los dioses no estaban.
Ahora era
ella la que paseaba entre los acólitos, la que presionaba el metal saliente de
los caballos cuando se detenían, aunque no siempre se ponían en marcha de
nuevo. El desierto estaba ahora cubierto de esqueletos metálicos, pues cuando
morían los dejaban ahí, a la vista, en el lugar donde habían caído. Alcistea pensaba
que era adecuado, el desierto se encargaría de enterrarlos poco a poco, hasta
que la arena volviera a ser la dueña del mundo. Sólo a las sacerdotisas las
llevaban a la cripta. Alcistea terminó comprendiendo que no era por ningún
motivo especial, simplemente no habían recibido ninguna orden para los
cadáveres de los demás.
Sólo los
dioses daban órdenes, pero los dioses no estaban allí, se habían marchado y no
regresaban. Ahora era ella una de las seis, se cubría con la túnica plateada y
sus pasos avanzaban junto a los de sus hermanas. Sus abuelos contaban que al
principio eran doce, seis dioses que avanzaban delante y seis sacerdotisas que
los seguían detrás, después los dioses se fueron y las torres se apagaron, las
sacerdotisas seguían caminando, haciendo lo que les habían ordenado.
Alcistea se
preguntaba por qué no rezaban pidiendo que volvieran.
***
***
El recipiente colgaba sobre un
precipicio y estaba sola. Ella era la única de las preferentes originales que
seguía en funcionamiento. Sólo habían traído seis réplicas del modelo X2Y y,
aunque el modelo N7V podía suplirlas en gran parte, no tenían la complejidad de
programación de su modelo. Era capaz de notar la diferencia y eso la hacía una
verdadera preferente, el resto no lo notaba, no percibían los matices,
obedecían, tenían un nivel aceptable de autonomía, pero su capacidad de
respuesta estaba muy mermada. Eso era lo que la hacía diferente, lo que las
había hecho ser elegidas para sustituir a los creadores cuando estos
desaparecieron.
Sabía que estaba muerta, pero no
entendía dónde estaba. Sentía la madera a su alrededor, notaba cómo se
balanceaba el recipiente, mientras ella mandaba impulsos eléctricos para que
sus brazos se agarraran al borde, pero sus brazos no actuaban, era como si no
los tuviera. Sus sensores no percibían calor a su alrededor, como cuando era de
día, sus cuerpos no estaban preparados para caminar de día, el extremado calor
de ese mundo afectaba sus circuitos, por eso las preferentes sólo salían de
noche.
X2Y-Z11, ese era su número, impreso
en la carcasa de metal que debía estar ya en la sala de desechos, vacía,
observada por el resto. Su carcasa hubiera debido ser engalanada con flores y
hojas secas, como hacían los creadores, pero allí sólo había arena. Había
dispuesto en la sala de desechos a los seis creadores, sus cuerpos frágiles no
permanecían allí, se deshacían. Los cuerpos de las preferentes perduraban para
siempre, el metal dejaba de brillar y se oxidaba, pero no desaparecían. Sabía
que habrían extraído el cilindro de Oxiritron de su pecho y que lo habrían
llevado a la torre. Uno de los satélites estaría esperando el momento para
recogerlo, todo se aprovechaba. La energía que aún llevaba dentro serviría para
aumentar su luz y entonces ella ya no sería ella. Estaba muerta.
No debería estar repasando cada uno
de los pasos que tenía que seguir el que había sido su cuerpo. Algo no iba
bien. Sentía que todavía tenía cuerpo, que tenía extremidades que podía mover y
que no era luz brillante, como lo eran ahora el resto de las preferentes que
habían dejado de funcionar. ¿O sería siempre así? ¿Seguiría sintiendo que tenía
cuerpo aunque pasara a formar parte del satélite?
Hizo un amago de extender la mano
hacia el borde del recipiente, un último impulso eléctrico que no sirvió para
nada, estaba programada para eso, para analizar y reaccionar. El recipiente se
movía cada vez más, balanceándose como una barca. Quería llamar a las otras,
pero las preferentes nunca subían hasta allí. Ya no podía dar órdenes, ya no la
obedecerían. Sólo Alcistea correría hacia ella, pero Alcistea no era capaz de
entender los impulsos eléctricos que sí podría mandar a los demás, y ahora, por
mucho que lo intentaba, no conseguía acceder a la base de datos del
transmutador de códigos. No era seguro que la comprendiera, Alcistea no siempre
entendía las traducciones, era frágil como los creadores, no obedecía, no
entendía, curioseaba, por eso la había elegido. X2Y-Z11 era la última
preferente, estaba programada para reaccionar.
La muerte llegaba poco a poco, lo
había visto en las demás y ahora lo comprobaba en sus viejos engranajes. Había
sentido cómo los brazos se agarrotaban y chirriaban cada vez que se movían, sus
piernas se negaban a caminar, los sensores se apagaban o se iluminaban cuando
no debían. Eran los síntomas, los había visto muchas veces, sólo los creadores
hubieran podido arreglarla, sólo los creadores eran capaces de abrir su cuerpo
y hacer correr de nuevo los impulsos eléctricos por sus cables de forma
correcta; pero ya no había creadores, se habían descompuesto en la sala de
desechos y ella sólo podía seguir cumpliendo sus órdenes, eternamente.
Miraba a Alcistea y su memoria la
comparaba con las grabaciones que tenía de ellos. Alcistea curioseaba, tocaba
sin saber qué estaba haciendo, se distraía, incapaz de mantener la
concentración. Las miraba a todas con sus ojos verdes y brillantes, como si
tuviera pequeñas estrellas atrapadas en ellos. Tocaba los brazos y buscaba los
engranajes, pero sus apéndices eran torpes y no sabía reparar lo que estaba
estropeado. Le parecía que había sido la elección correcta, pero, con el
tiempo, había incorporado a su base de datos una nueva información. No se es un
creador sólo por tener la piel blanda.
Alcistea tenía voz, era la única que
la tenía. Los sensores transformaban su voz al sistema binario que ellos
comprendían. Ellas podían trasladar también sus órdenes a voz, que salía por
los altavoces, distorsionada, confusa, muchas veces incomprensible. Alcistea no
sabía que podían oírla, ni que la entendían, que la obedecerían si alguna vez
se atrevía a dar una orden. Durante todos esos años había esperado que la diera
pero nunca lo había hecho, podía haber sido un creador pero sólo intentaba
aparentar que era una más.
Algunos satélites habían dejado de
producir luz, sus computadoras ya no emitían señales, debían estar muertos,
como ella. Aún quedaban algunos en el espacio, girando con el planeta, luces
fijas, cercanas, perennes, que a veces podían verse incluso de día, no
parpadeaban como las estrellas, no se movían como lo hacían ellas. Formaban
siempre el mismo dibujo en el cielo nocturno. A veces miraba el cielo y veía a
uno apagarse, incapaz de hacerle llegar la energía que lo mantenía funcionando,
otras veces eran las grúas las que dejaban de moverse. La habían programado
para darse cuenta de que las cosas iban mal, le habían otorgado cierta
capacidad de reacción, pero no tenía la mente de un creador, no podía hacer que
las cosas volvieran a funcionar, no podía plantearse alternativas que no
estuvieran recogidas en su base de datos. Su memoria virtual repasaba una y
otra vez los datos que tenía de los creadores, recordaba sus reacciones cuando
algo salía mal. Las voces se elevaban y se distorsionaban en un discurso
incomprensible, salía líquido de sus ojos, aumentaban su producción de energía
interna, para ella eran reacciones caóticas y sin sentido, pero que a ellos los
llevaba a una resolución. No podía imitarlos en eso, sólo podía coger el legado
que le habían dejado y tomar las decisiones respecto a la información que
tenía. No sabía si las decisiones que había tomado eran las correctas, ni si
las había tomado cuando ya era demasiado tarde.
Ya no podía hacer nada, ahora estaba
muerta. Podía dejar de pensar, de reaccionar, ahora era sólo Oxiritron que
daría energía a alguno de los satélites que quedaba en funcionamiento.
Le costaba
respirar, la altura la mareaba, sentía la presión en su cabeza. A su alrededor
sólo había vacío. Una plataforma metálica por la que caminaba intentando que el
viento que soplaba a su alrededor no la hiciera caer. No había nada a lo que
agarrarse, tan solo un pequeño recipiente de madera que se balanceaba entre dos
postes metálicos en el centro de la plataforma. Dentro estaba el corazón,
latiendo, siempre latiendo. Avanzó hacia él con pasos firmes, preguntándose por
qué no era de metal como todo lo demás que la rodeaba. Todo era de metal
excepto ella misma y aquel pequeño recipiente.
Llegó hasta
él y puso su mano sobre el corazón, era un cilindro estrecho y alargado, estaba
frío. Se preguntó si su corazón sería igual que ese, oscuro, gris, frío.
Hubiera deseado que fuera así.
***
Sentía sobre ella la mano del
creador, agarrándola, sosteniéndola, una mano grande y blanda que la cubría
completamente, ya no percibía el resplandor de las estrellas lejanas. El rayo
de tracción incidiría en la madera vacía y no encontraría nada que llevarse, la
madera era el aislante que impedía que siguiera descendiendo hasta tropezar con
la plataforma de metal. Era una distorsión en la rutina pero no se preocupó, el
creador era el que decidía su destino.
***
Alcistea
miró el cielo, el cielo negro que ya no estaba cubierto de luces brillantes,
las estrellas continuaban apagadas, el recipiente de madera se balanceaba,
movido por el viento, pero ahora Alcistea sujetaba el corazón en la mano. El
cilindro alargado había comenzado a brillar débilmente. Observó cómo algo
bajaba del cielo, un largo hilo plateado que parecía terminar en forma de garra
y que se introdujo en el cuenco de madera, lo observó durante unos minutos,
después el rayo despareció, como si el viento se lo hubiera llevado. Había roto
el ritual, el corazón seguía con ella, no había subido a las estrellas.
Bajó de
nuevo, nerviosa, con el corazón brillando en la mano, sin saber porqué lo había
hecho, quizás porque sin Laedia se sentía sola.
Abajo la
esperaban las cuatro, la miraban a través de sus velos negros, desconcertadas
al cambiar la rutina habitual. Alcistea las ignoró y bajó a la cripta, donde el
cuerpo metálico de Laedia reposaba sobre una plancha metálica, abrió la carcasa
e introdujo de nuevo el corazón en el pecho. El cadáver chirrió un segundo,
pero no se movía.
Las cuatro
habían bajado detrás de ella, parecían esperar algo. Alcistea pensó que no
podían entenderla, ni sus compañeras ni los pocos parientes que le quedaban,
escondidos entre la arena sin atreverse a acercarse a ella. No podía hacer
nada, sabía que las estrellas se apagarían, que ya no había más damas entre las
que escoger una nueva sacerdotisa. Ella sería la última, la sacerdotisa del
corazón rojo.
Cerró la
carcasa y acarició la deslucida piel metálica, que hacía años que no brillaba.
Los dioses habrían sabido qué hacer, pero ella no sabía, sólo podían seguir la
rutina, salir a la noche y caminar por aquel cementerio de metal. Volver al
amanecer, solas.
La noche
siguiente sólo se iluminaron cinco de las torres.
A la
siguiente vio un niño jugando entre los altos caballos de metal que ya no se
movían. No lo reconocía, llevaba demasiado tiempo alejada de sus parientes. El
niño huyó al verla, pero se detuvo un instante a mirarla, como si dudara de lo
que estaba viendo. Alcistea se estremeció, sintió miedo.
Las cuatro
sacerdotisas se situaron delante de ella, en actitud protectora, era algo que
no habían hecho nunca. Alcistea tuvo que buscar en sus recuerdos, recordar las
historias de sus abuelos, aquellas viejas historias que no creía del todo. Y oyó al niño gritar asustado: «¡Los dioses han vuelto!»
Alcistea
extendió los brazos hacia el niño, sorprendida al entender sus palabras, quiso
correr hacia él, gritarle que ella no era un dios, pero sus movimientos eran
ahora bruscos, llevaba demasiado tiempo intentando ser una de ellas. Las
sacerdotisas no tuvieron ninguna dificultad en sujetarla. No le hacían daño,
sólo le impedían echar a correr.
***
N7V-422 era ahora la más antigua de
las preferentes, su orden se transmitió a las otras unidades: Proteger al
creador.
***
Alcistea se
dejó llevar de nuevo hacia las torres, sin poder reaccionar. Las puertas se
cerraron tras ella herméticamente, sabía que no se volverían a abrir. Bajó a la
cripta, donde el cuerpo de Laedia emitía chirridos de vez en cuando, como si
intentara mover los engranajes de su cuerpo, sin conseguirlo.
Se sentó a
su lado y empezó a rezar, rogando a esos dioses desconocidos que volviera.
Qué bien me lo he pasado, Rae. Pero quiero más, ¡cómo me gustaría que fuera una parte de una novela! A muerte con Alcistea!!! XDD
ResponderEliminarEste relato nació en un taller de escritura automática del Muti, bueno, el primer borrador era un caos y no tenía nada que ver con el resultado final xDD pero fue el germen, nunca se me ocurrió hacer novela. Sí formó parte de una antología que al final no se publicó. ¡¡Gracias!!! :D
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