La peste era
bestial y el zumbido de las moscas insoportable. El intenso calor ayudaba a
ello. Los escuadrones de la muerte son los primeros en llegar a la escena del
crimen. Poseen una alarma para detectar a los fiambres. Tras equiparnos y
rechazar la mascarilla que me ofrecía Estrada, entramos a la vivienda. Nos
sorprendimos por la cantidad de billetes de quinientos euros esparcidos por el
suelo; un sendero que recorría el largo pasillo de entrada hasta el estudio de
pintura. Terminaba en una montaña humana bañada de malvas. El cadáver se había
quedado de rodillas, vencido sobre su lado derecho. Estaba desnudo. Presentaba
una herida transversal en el abdomen y otra en vertical hacia el esternón. El
sable corto yacía junto a su mano izquierda. Aquel metal era el único testigo
del lugar de los hechos; el causante de dos palmos de tajo y del charco de
sangre que nos esforzábamos en no pisar. Sobre su superficie flotaban pétalos
marchitos y fichas del casino. Parte de los intestinos reposaban en la bandeja
que el finado sujetaba entre las rodillas. Me pareció inconcebible teniendo en
cuenta su larga agonía antes de morir. Costaba creer que un ser humano
conservara la compostura en tales circunstancias sin apenas moverse.
—¿Quién coño
se suicida después de ganar un montón de pasta? —arguyó
Estrada.
Ordoñez, el experto en simbología, se apresuró a
mostrarme un billete. En ambas caras pude leer: «Ella es mi dueña».
No era la única frase que se repetía hasta la
extenuación, había versos escritos por las paredes, en el suelo, en el techo: «Y amar es herir, es trasnochar en tu herida y humedecer
con la sangre mis labios de adormidera.»
La prueba con luminol dio positivo.
Calculé que rondaría los treinta años. A pesar de que
el rigor mortis había remitido, su rostro conservaba una expresión de pánico;
como si en el último momento se hubiese arrepentido de poner fin a su vida. Los
ojos estaban ligeramente hundidos y el iris era un borrón opaco. La mancha
verde se extendía ya hasta los pectorales y de sus oídos rezumaba la
cadaverina. Tenía exóticos tatuajes en ambos bíceps y en la cara interna de los
muslos. Aunque lo que más llamó mi atención fue la estrangulación que exhibía
en la raíz del pene, realizada con hebras de cabello. No presentaba necrosis
pero sí un importante edema. El caso hubiera hecho las delicias de cualquier
especialista en urología.
Observé una línea rojiza en el cuello y marcas de
ligaduras en muñecas y tobillos. También quemaduras de diverso tamaño por el
cuerpo.
Tomé notas mentales del tiempo estimado de su muerte.
Cuatro o cinco días. Era solo orientativo. Seguramente el asfixiante calor
aceleró el proceso de putrefacción y mi rápido dictamen tendría que completarse
con la autopsia.
—¿Quién se
clava en las tripas un sable después de follar con una diosa? —escuché decir a mi espalda al tiempo que Estrada me
alargaba varias polaroid que acababa de encontrar amontonadas en un rincón. La
fecha aparecía en negrita en una de las esquinas. Fueron tomadas siete días
antes.
En ellas aparecían aquel pobre diablo y una mujer. Lo
único que llevaba encima era una extraña careta y unas botas de tacón de aguja,
altas hasta los muslos. Le pisaba la cara, mientras que con un cordón de cuero
intentaba estrangularlo.
Me quedó claro que todo formaba parte de un juego
sexual previo al suicidio. Siervo y ama se deleitaban salvajemente. Visualicé
varias fotos de fechas anteriores. El affaire
duró más de cinco años. En ninguna de ellas se esclarecía la identidad de
la femme fatale. Siempre aparecía con
la cara tapada, pero tenía un precioso cabello rojizo que le llegaba a la
cintura y una silueta fascinante.
—Es una
máscara de teatro kabuki —me explicó Ordoñez—. Representa
a un Oni, una criatura demoniaca de
la mitología japonesa. Puede guardar relación con el seppuko, llamado vulgarmente hara-kiri.
El suicida quiso, de alguna manera, restablecer su honor. Utilizó un tantō
para abrirse el vientre y una bandeja para contener los intestinos.
Tampoco pasó por alto el poema que los samuráis escribían en su abanico de
guerra, aunque no lo haya escrito en el sitio correcto. Llevó a cabo casi todo
el protocolo exigido en el rito. Quedaría saber si hubo alguien que contemplara
el sacrificio, pues debe ser realizado en un lugar público, ante testigos y con
un hombre de su confianza para ayudarlo a morir. También cometió otro error: la
dirección del primer corte; de izquierda a derecha y no a la inversa. Se
aprecia en la profundidad inicial de la herida.
—Era zurdo y
estaba solo —atajé.
Decidí echar un vistazo por el estudio. Me ayudaría a
indagar sobre el origen del suicidio. Sus causas. Su anatomía.
Los lienzos colgaban anárquicamente por doquier y
tapizaban gran parte del suelo cercano a la amplia cristalera. Eran retratos al
oleo de una muchacha de rasgos orientales. Parecían seguir una extraña
secuencia que imprimía movimiento a la figura, como fotogramas en orden
cronológico. Según mi opinión, el artista había intentado plasmar en la modelo
una enigmática sonrisa de gioconda o
de geisha, pero me sugirió más una
exótica criatura sacada de un cartelón de Toulouse-Lautrec. Había algo
anacrónico en su mirada. Un misticismo imposible. Estaban llenos de brochazos
oscuros.
—Son
excrementos humanos —apuntó
Ordoñez.
Enarqué una ceja.
Varias prendas femeninas descansaban sobre la cama y
por el suelo. Tuve que hacer verdaderos malabarismos para no pisar nada. El
reguero de enseres terminaba en el cuarto de baño, donde docenas de velas
consumidas se apiñaban en torno a una tina llena de agua y flores de loto.
La voz en of de
Ordoñez prosiguió dándome sus impresiones.
—Todo el taller en sí mismo es un altar de sacrificios
erigido en honor de algún dios perdido en la memoria de los paganos o puede que
la antesala al mismísimo inframundo, cuyo precio de entrada fue la inmolación
del sujeto. Qué mayor sacrificio que despojarse de las riquezas materiales y
poner fin a la propia vida para ganarse el beneplácito de dioses o diablos,
restaurando así el honor quebrantado. Por otra parte, los excrementos son el
deseo del artista de alcanzar la inmortalidad. Las flores también podrían asociarse
a ello. Su color blanco significa pureza, renovación, nacimiento...
Sonreí. No. No lo hice con indulgencia, sus
conclusiones no carecían de lógica, pero no pude evitar mascullar sobre lo
ambiguo de ciertos simbolismos ligados a la defecación y al arte conceptual. La
mierda seguía siendo mierda aunque nos las sirvieran enlatada y un cuadrado
negro sobre fondo blanco era solo eso: un puñetero cuadrado negro.
—Tu mente
analítica te impide ver la belleza –me dijo mordazmente Estrada, lanzando una
pulla a nuestro compañero que, como de costumbre, ni se inmutó.
Salimos del cuarto de baño y volví a inspeccionar la
zona del dormitorio. Mis ojos recorrieron la estancia buscando algo que no
alcanzaba a ver. No. No era la belleza. Era más simple que todo eso. No
encontraba la anatomía del suicidio; el cuerpo del delito.
En la pared del fondo y en el suelo había varios
tapices antiguos y un altar con una figurilla central. Los inciensos se habían
consumido, solo las lamparillas de aceite seguían brillando ajenas al horror. A
mí me parecieron testigos mudos, desenhebrados de la realidad.
—Es un bodhisattva
—apuntó—, creo que
se trata de Guān Yīn, «El que oye
los lamentos del mundo».
Di unos pasos hasta detenerme en el centro del altar.
Noté un cambio extraño en el pavimento. Lo comprobé con unos pisotones y pedí
ayuda a Estrada para levantar la alfombra. Había una trampilla. Tiré de la
argolla y pedí luz a uno de los agentes que pululaban tomando pruebas. El haz
de la linterna dejó al descubierto unas precarias escaleras de metal. Era más
un zulo que un sótano en sí. Estaba lleno de trastos y el hedor era tan
nauseabundo que demandé con urgencia una mascarilla. Algunos agentes más
acudieron a mi reclamo.
Un rastro de coleópteros nos dio la situación exacta
de la procedencia de la fetidez. Se trataba de un baúl de grandes dimensiones
con taraceas en marfil.
Al abrirlo, una vaharada de moscas inició un errático
vuelo. Tras disiparse, pudimos contemplar un cadáver en posición fetal cubierto
con una sábana de raso blanco. Su cabeza descansaba sobre un almohadón, como si
el reducido cubil fuese la cuna de un recién nacido.
Costaba reconocer en aquel cuerpo hinchado y mordido
por las ratas a la bellísima mujer del cuadro. Su boca, las fosas nasales, sus
lagrimales… servían de nido para las larvas. Tenía una enorme tajadura en el
cuello.
Las imprecaciones de la brigada se dejaron sentir como
la plegaria de un pecador en el desierto. Imposible no sentirse sobrecogido.
Los flashes de los analistas lo llenaron todo. A cada destello, la piel de la
muchacha tomaba matices escalofriantes.
—Quien metió
su cuerpo aquí sentía afecto por ella —dijo Ordoñez—. Es como si durmiera. La posición fetal es un claro
indicativo. Hay una huida hacia el seno materno, una búsqueda de paz, de
cobijo…
Asentí. Ahí lo había clavado.
Me centré en la herida de la garganta. Estimé que no
fue ella quien se seccionó la carótida. El corte era limpio y certero. Los
suicidas tienden a ser bruscos. Se desgarran con demasiada fuerza presas de un
impulso desmañado; temiendo no ser lo suficientemente contundentes en su
intento y causándose verdaderos destrozos. Dada la profundidad y trayectoria,
el asesino en cuestión era zurdo. El estado de putrefacción del cuerpo y la
evolución de las larvas, me indicaban que había muerto antes que el pintor. Tal
vez con una diferencia de 48 horas.
Dejé a los analistas recogiendo muestras. Para mí
aquel ya era un caso cerrado. Ordoñez y Estrada me fueron a la zaga.
Ambos me miraron interrogantes. Querían mi veredicto.
—Ella se
cansó de su juguete y él no pudo soportarlo —respondí.
Sus gestos no variaron un ápice. Querían los detalles
escabrosos.
—Hay rehenes
que se niegan a ser liberados —aclaré—. Siervos que no son nada sin sus amos. Pero no hay
que equivocar jamás ser sumiso con la falta total de narcisismo. Un sumiso
sexual, repudiado en la vida real puede «liberar» al peor de los depredadores. Cambian su rol y
despellejarán sin piedad al que fue su dueño. Una vez pasado el shock emocional
y el vacío que queda tras la pérdida, llegarán la reflexión, el arrepentimiento
y la falta de motivación para continuar viviendo. La vida de nuestro artista
carecía de sentido sin su leitmotiv.
El hara-kiri solo fue un medio para
seguir a su ama en la muerte, más que para limpiar su honor. Se reunió con su
dueña y señora.
Ordoñez meditó unos segundos antes de chasquear los
dedos. Asintió con vehemencia.
—Es un oibara…
El samurái sigue a su amo feudal en la muerte. El rol de ejecutor se invirtió
tras asesinarla y pasó a ser de nuevo siervo.
—O sea —arguyó Estrada—, resumiendo
y en cristiano: que a ella le importó una mierda que él acabara de ganar una
millonada en el casino. Quería abandonarlo. Es un crimen pasional, vaya.
—Asesinato
seguido de suicidio —puntualizó
nuestro quisquilloso compañero.
Mientras saludábamos al juez que acababa de llegar
para ordenar el levantamiento de los cadáveres, pensé que, en el fondo, todos
tenemos algo de románticos y aquello de que el amor ni se compra ni se vende,
todavía quedaba genial en este jodido mundo. Eso sí, con el fundido en negro de
una película muda. Nunca estaba de más ser artístico.
© Luisa
Fernández
Guau!.
ResponderEliminarAbsorbente de principio a fin!.
Con lo que me gustan las lecturas negras, he disfrutado un montón de este magnífico relato.
Me encanta la fusión entre racionalismo y erotismo que se desgrana en su líneas y cómo el final te aboca a una realidad que rompe los esquemas que te has formado durante toda su lectura.
Es genial Luisa!.
Gracias Morgan por traer a tu casa a esta pedazo de escritora.
Un abrazo desde Pueblo poeta.
Un relato excelentemente escrito, sin duda, que añade variedad a los ya publicados. Una de las cosas que me está encantando en la sección es descubrir (o más bien confirmar) la pluralidad de voces femeninas con que contamos.
ResponderEliminarQuizá solo falta, como apunta Luisa, que vayamos encontrando hueco y poder vencer el dicho de que nadie es profeta en su tierra.