(Extracto)
"Los pensamientos caían de su
espíritu dolorosamente, como quien va guardando uno a uno sus tesoros en una
caja que se ve forzado a enterrar, por miedo a ser desposeído.
Y en todos sus recuerdos, Olwen,
siempre nítida y brillante, su sonrisa contagiosa. Su voluntad de curar los
ánimos adversos.
Era la misma tarde en que Ciarán
había cumplido los diez años y se había marchado a celebrarlo, él solo, a la
parte baja del río. Las brumas, en el cielo, se cerraban lentamente en las
cimas de las montañas. Tendían sus brazos formando un círculo perfecto, como si
nunca se hubieran desgajado. El verde de la tierra se mostraba misteriosamente vivo,
como si una magia antigua, subterránea, lo preservara así.
Cabalgaba sin riendas y era la
primera vez que lo había sentido: que podía formar uno con el caballo, que
podía fundirse con el mundo. «La corriente universal, el vuelo. La sangre de
Cuchillo era su sangre y él ya no existía más.» Olwen estaba allí, junto al
río, sentada en una piedra tan grande como ella misma y, al verle llegar al
galope, saltó y le esperó en el agua. Él fue disminuyendo el brío del caballo
para ir a su encuentro, salpicando a un lado y al otro del camino. Tenía solo
diez años y ella ocho, pero aquella era su imagen más clara de lo que era un
hogar. Ella estaba allí, esperándole, en mitad del río. El olor de la Llanura,
del que ya no quedaba el miedo la desconfianza, sino tan solo el abrazo de
Olwen, que había ido a buscarle.
—Ya están aquí —era la voz de
Murchad, anunciando el regreso.
La noche había caído sobre ellos.
El sonido de la caja al cerrarse
de un golpe."
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