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miércoles, 1 de febrero de 2017

FAHRENHEIT 451

Ray Bradbury

Como reza en la Wiki, Fahrenheit 451 es una novela (novelón, añado yo) distópica escrita en 1953 por Ray Bradbury. El título hace referencia a la temperatura a la que el papel de los libros se inflama y arde. Existe una película basada en la novela que lleva el mismo título. Fue dirigida por François Truffaut en 1966.

Yo diría que este es uno de esos libros que son, sobre todo, para pensar. Sí, eso que se hace (o debería hacerse) de vez en cuando, quedándose uno en silencio simbólico (y digo simbólico porque a mí la música, por ejemplo, me suele acompañar en esos trances y en vez de distraerme podría decir que me centra); concentrado uno en sí mismo y en su universo de ideas. Liberando la mente para dejar que vaya de un aspecto a otro, ahondando cuanto crea menester, y dé a luz hijos-conclusiones a menudo inesperados y luminosos.
         Toda la tesis del libro puede resumirse con las palabras que el Capitán Beatty le dirige a Montag cuando este se finje enfermo. La miga de la novela, por así decirlo. Beatty le explica por qué es necesario quemar los libros, básicamente, debido a que no te dejan ser ***estúpidamente feliz; un término que he leído en un artículo de Josep Giralt para El País y que me ha entusiasmado, ya que describe perfectamente ese estado bobalicón y alienado del que es feliz, o más bien no es infeliz, debido a que no piensa, a que se deja llevar o se limita a estar en el mundo.

Lo que dice Beatty:



«En cierta época, los libros atraían a alguna gente... Podían permitirse ser diferentes. Pero luego, fueron adquiriendo un bajo nivel, una especie de vulgar uniformidad.
         Imagínalo. El hombre del siglo XIX con sus caballos, sus perros, sus coches, sus lentos desplazamientos. Luego, en el siglo XX, acelera la cámara. Los libros, más breves, condensaciones. Resúmenes. Todo se reduce a la anécdota, al final brusco.
         Los clásicos reducidos a una emisión radiofónica de quince minutos. Después, vueltos a reducir para llenar una lectura de dos minutos. Por fin, convertidos en diez o doce líneas en un diccionario.
         Acelera la proyección, Montag, aprisa. Selecciones de selecciones. ¿Política? ¡Una columna, dos frases, un titular! Luego, en pleno aire, todo desaparece. La mente del hombre gira tan aprisa a impulsos de los editores, explotadores, locutores, que la fuerza centrífuga elimina todo pensamiento innecesario, origen de una pérdida de valioso tiempo.
         Los años de Universidad se acortan, la disciplina se relaja, la Filosofía, la Historia y el lenguaje se abandonan, el idioma y su pronunciación son gradualmente descuidados. Por último, casi completamente ignorados. La vida es inmediata, el empleo cuenta, el placer lo domina todo después del trabajo. ¿Por qué aprender algo, excepto apretar botones, enchufar conmutadores, encajar tornillos y tuercas?».

Todo esto ya lo estamos viendo. Bradbury, con sus poderes de visionario, anticipaba en el año 1953 lo que iba a marcar toda una era. La velocidad con que se consume todo, lo que deriva en el valor efímero de las cosas, concebidas para no durar; la exclusión del curriculum académico de toda materia que no sea «práctica», la especialización que hace que cada uno sepa solo de un área cada vez más pequeña, y no se le ocurra extrapolar sus conocimientos o sus razonamientos a ninguna otra. El placer por encima de todo. La superficialidad...

«Vaciar los teatros excepto para que actúen payasos, e instalar en las habitaciones paredes de vidrio y bonitos colores que suben y bajan, como confeti, sangre, jerez o sauterne.
         Más deportes para todos, espíritu de grupo, diversión, y no hay necesidad de pensar, ¿eh? Organiza y superorganiza superdeporte. Más chistes en los libros. Más ilustraciones. La mente absorbe menos y menos. Impaciencia. Autopistas llenas de multitudes que van a algún sitio, a algún sitio, a algún sitio, a ningún sitio. El refugio de la gasolina. Las ciudades se convierten en moteles, la gente siente impulsos nómadas y va de un sitio para otro, siguiendo las mareas...».

«Clarisse: mi tío dice que los arquitectos prescindieron de los porches delanteros... porque no querían que la gente se sentara de esta manera, sin hacer nada, meciéndose y hablando. Este era el aspecto malo de la vida social. La gente hablaba demasiado. Y tenía tiempo para pensar. Entonces, eliminaron los porches. Y también los jardines. Ya no más jardines donde poder acomodarse. Y fíjese... ya no hay mecedoras. Resultan demasiado cómodas. Lo que conviene es que la gente se levante y ande por ahí».

Así es. No pararse, no detenerse a pensar ni a descansar, que a lo mejor te asalta un pensamiento y la fastidiamos.  Continua huída hacia adelante. Que nos convenzan de que ellos, los otros, los que dirigen saben lo que nos gusta y necesitamos.

«Ahora consideremos las minorías en nuestra civilización. No hay que meterse con los aficionados a los perros, a los gatos, con los médicos, abogados, comerciantes, cocineros, mormones, bautistas, unitarios, chinos de segunda generación, suecos, italianos, tejanos... Cuanto mayor es el mercado, menos hay que hacer frente a la controversia».

La dictadura de lo políticamente correcto. Enseñemos a la gente, desde la cuna, en el seno de las familias, que la confrontación es mala. Y el debate. Que no se molesten en argumentar. No necesitamos aprender a respetar realmente a nadie, ni a ninguna opción. Basta con que nos abstengamos de hablar de cualquier tema conflictivo.


«Si no quieres que un hombre se sienta políticamente desgraciado, no le enseñes dos aspectos de una misma cuestión, para preocuparle; enséñale solo uno. O, mejor aún, no le des ninguno.
         Dale a la gente concursos que puedan ganar. Atibórralo de datos no combustibles, lánzales encima tantos hechos que se sientan abrumados, pero totalmente al día en cuanto a información. Entonces, tendrán la sensación de que piensan, tendrán la impresión de que se mueven sin moverse. Y serán felices. No les des ninguna materia delicada como Filosofía o Sociología para que empiecen a atar cabos. Por ese camino se encuentra la melancolía».


La desinformación de la sobreinformación.


«Los libros dejaron de venderse. Pero el público permitió la supervivencia de los libros de historietas Y de las revistas eróticas tridimensionales, claro está. Ahí lo tienes, Montag. No era un imposición del Gobierno. No hubo ningún dictado, ni declaración, ni censura, no. La tecnología, la explotación de las masas y la presión de las minorías produjo el fenómeno, a Dios gracias. En la actualidad, gracias a todo ello, uno puede ser feliz continuamente.
         Como las universidades producían más corredores, saltadores, boxeadores, aviadores y nadadores, en vez de profesores, críticos, sabios y creadores, la palabra «intelectual» se convirtió en el insulto que merecía ser. Siempre se teme a lo desconocido. Sin duda, te acordarás del muchacho de tu clase que era excepcionalmente inteligente. Ese al que escogían para pegar después de clase. Claro. Hemos de ser todos iguales. No todos nacimos libres e iguales, como dice la Constitución, sino todos hemos de ser hechos iguales. Cada hombre, la imagen de cualquier otro. Entonces, todos son felices, porque no pueden establecerse diferencias ni comparaciones desfavorables.
         UN LIBRO ES UN ARMA CARGADA EN LA CASA DE AL LADO. Quémalo. Quita el proyectil del arma. Domina la mente del hombre. ¿Quién sabe cuál podría ser el objetivo del hombre que leyese mucho? ¿Yo? No los resistiría ni un minuto.
         A los bomberos se nos dio la misión de quemar los libros. Somos custodios de nuestra tranquilidad de espíritu, de nuestro pequeño, comprensible y justo temor de ser inferiores. Censores oficiales, jueces y ejecutores. Eso eres tú, Montag. Y eso soy yo».

Ahí está el quid de la cuestión. Como en esa fantástica cita de Isaac Asimov, todos iguales en nuestra ignorancia y, por tanto, felices:

Isaac Asimov

¿Cuál es entonces nuestra única oportunidad? Pues yo creo que la encontramos en lo que le decía su abuelo escultor a Granger, el hombre que es La República de Platón.


 «Decía que cuando muere, todo el mundo debe dejar algo detrás. Un hijo, un libro, un cuadro, una casa, una pared levantada o un par de zapatos. O un jardín plantado. Algo que tu mano tocará de un modo especial, de modo que tu alma tenga algún sitio a donde ir cuando tú mueras, y cuando la gente mire ese árbol, o esa flor, que tú plantaste, tú estarás allí.
         No importa lo que hagas, en tanto que cambies algo respecto a como era antes de tocarlo, convirtiéndolo en algo que sea como tú después de que separes de ello tus manos.

Llena tus ojos de ilusión —decía el abuelo de Granger—. Vive como si furas a morir dentro de diez segundos. Ve al mundo. Es más fantástico que cualquier sueño real o imaginario. No pidas garantías, no pidas seguridad. Nunca ha existido algo así.

Unas buenas instrucciones, creo yo. Dejemos este mundo un poco mejor de como lo encontramos.

Un último apunte sobre Fahrenheit 451, esta vez a nivel formal.
         Hace tiempo leí una novela de Bradbury que me pareció pura magia. «De la ceniza volverás», 2001. Es más bien un pequeño cuento, peculiar y extraño, cuyo carácter fantástico descansa en gran medida en la forma en que está narrada. En el lenguaje y los personajes. 
         Pues bien, por comparación Fahrenheit me parece una novela con una prosa algo «tosca», si se me permite la expresión. Descarnada, simple y efectiva. Y creo que es así porque eso es lo que le pegaba a la historia. Porque cuando Montag se aleja de la ciudad a través del río y emerge en plena naturaleza, todo cambia. El lenguaje se hace más poético y los detalles cobran más relevancia. Las descripciones se hacen vívidas, ricas. Hay un pasaje concreto que me ha encantado:

Recordó una granja que había visitado de niño, una de las pocas veces en que había descubierto que, más allá de los siete velos de la irrealidad, más allá de las paredes de los salones y de los fosos metálicos de la ciudad las vacas pacían la hierba, los cerdos se revolcaban en las c iénagas a mediodía y los perros ladraban a las blancas ovejas, en las colinas.
         Ahora, el olor a heno seco, el movimiento del agua, le hizo desear echarse a dormir sobre el heno en un solitario pajar, lejos de las ruidosas autopistas, detrás de una tranquila granja y bajo un antiguo molino que susurrara sobre su cabeza como el sonido de los años que transcurrían.

Que susurrara el sonido de los años que transcurrían... Precioso, ¿no? Y poético. Exactamente lo que yo considero literatura. Una combinación de palabras y contenido que te lleva en volandas a otro mundo, el universo único que algunos autores tienen dentro de sí y que nos permiten compartir de vez en cuando.
         Esta transformación del tipo de prosa corre pareja al cambio de escenario y de personajes. Lo que resulta también todo un canto a la naturaleza. Como si Bradbury quisiera decirnos que la belleza y la esencia de las cosas se encuentran en nosotros pero solo pueden surgir de vuelta a los orígenes y al mundo natural.


Y por último...
*** Algunas perlas del artículo que os comentaba más arriba:

El poder siempre ha sabido que leer obliga a pensar por uno mismo, y por lo tanto, impide ser estúpidamente feliz

...después de leer la fábula de Bradbury siempre me he hecho la siguiente reflexión: la cultura, el arte, la literatura y por ende la reflexión y el conocimiento ¿nos hace obligatoriamente mejores personas? 

¿Se puede leer a Dovstoievski, Wilde, Machado o Lorca y no comprender nada? ¿Con qué autores se identifican esta gente? Lo que más me sigue sorprendiendo es la capacidad de indolencia de aquellos que ostentan el poder. Es como si llevaran permanentemente un impermeable por el que les resbalan las emociones, sentimientos y necesidades de aquellos a los que deberían servir. 
¿Qué les han enseñado en sus casas y en sus prestigiosas universidades? ¿Qué han aprendido realmente? ¿Qué han leído? ¿A quién sirven en realidad? ¿Qué les afecta?

Josep Giralt para El País.

Yo digo que sí, que se pueden leer un montón de libros, aprenderlos de memoria y que te resbalen en tu vida diaria. Se pueden tener títulos universitarios, másters cada vez más especializados, haber viajado y hablar varios idiomas sin reflexionar una sola vez sobre las cuestiones esenciales del ser humano. Se puede, porque hay gente que ha desarrollado un eficiente caparazón que le aisla del resto y de su propio interior. Gente que come sin masticar y sin digerir. Que guarda todo lo que recibe en cajitas estancas e independientes. Así, lo que lee y lo que escucha simplemente le resbala. O, si considera que tiene algún uso académico o profesional, lo coloca en el cajón de lo académico y profesional, cajón que solo abre cuando toca.

4 comentarios:

  1. Para mi no se trata de leer mucho, si no que lo que sea lea llene las neuronas con la información necesaria, tanto a nivel intelectual como el simple disfrute de una lectura. Y cierto es que este libro lo tengo pendiente desde hace mucho tiempo. ¿Y sabes que es lo que pasa? Que siempre llega otro y se cuela...

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  2. XDD Te entiendo muy bien. Yo tengo siempre una pila considerable de pendientes y a veces llega un listo que resulta molón por lo que sea, y adelanta al personal por la izquierda jajajajaaaa
    Pienso igual, no es la cantidad sino la calidad. Y el encontrar las cosas que vayan con uno.
    Gracias por comentar.

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    Respuestas
    1. Uno de mis libros Top-Ten y clave en mi vida. El libro que me enganchó definitivamente a la lectura y al hábito de pensar.

      Un abrazo Morgan.

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    2. El hábito de pensar, sí señor, y qué hábito tan saludable :-)
      Otro abrazo de vuelta, amigo.

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