Hoy os traigo un relato, aún inédito, que terminé hace unos meses. Y digo terminé en vez de escribí porque en esta ocasión fue un proceso de todo menos lineal: empecé a escribirlo tiempo atrás pero luego no encontraba tiempo ni ganas para continuar con la historia y ponerle fin. Así que se tiró una buena temporadita en el limbo de los relatos a medias antes de acabar. No sé por qué. Son cosas que a veces pasan. Con el tiempo he descubierto que lo que escribo tiene una vida autónoma que escapa a mi voluntad. Trato de no sufrir por ello, pero a veces me irrita esta rebeldía.
Lo empecé para una convocatoria de temática llamada «Cachava y boina» (el nombre se lo dio la editorial promotora del concurso), esto es, con ambientación rural de la España profunda, y elementos fantásticos y/o de ciencia ficción.
Pero como no lo terminé a tiempo, decidí reciclarlo para otra antología de realismo mágico que organizaba la misma gente, revisado, pulidito y acabado del todo. A mí me gustó el resultado pero me temo que no es muy realismo mágico. En fin... Lo importante del concurso para mí (en el que evidentemente no me comí un colín) fue que me animó a terminar un relato en el que creía y que no parecía encontrar su momento.
Helo aquí. Con todos ustedes...
YO CUIDARÉ DE TI
L.
G. Morgan
—Manuel, las vacas. ¿Es que no las oyes?
—Ya voy, ya voy —dice
él bajito, con ese toque de resignación que hace años se instaló en su boca—. ¿Pero
es que no callarán nunca las malditas? —protesta a continuación—. Aún es de
noche. Y hace un frío del carallo. Ve
tú por esta vez. Anda, Ángela, ve tú. Por una vez en la vida, solo por una vez…
…
—¡Está bien, no te
preocupes! —gruñe, molesto—. ¡Pero si ni siquiera ha amanecido! ¿Qué coño les
pasará a estas para mugir así?
Manuel se levanta casi sonámbulo
y baja al otro piso arrastrando los pies, sin encender siquiera la luz. Ya
junto a la puerta de la calle coge el tabardo del perchero y se lo echa por
encima. Luego sale hacia la cuadra.
Los bramidos de las reses,
se dice, han de escucharse a kilómetros de distancia. ¿Qué mosca les habrá
picado para levantar esta escandalera a semejante hora? Una luz se enciende en
el piso alto de la casa de los Mariño, al otro lado de la carreteruca que
acerca la civilización al caserío. No se ven más viviendas; pero aunque sea así,
no están tan lejos como para que no les haya llegado la alarma, se dice Manuel;
está seguro de que hay más durmientes que en esos momentos, como le ha pasado a
él, salen del abrazo del sueño para cagarse en sus muertos y en los de sus animales.
Escruta la luna, blanca y gorda, comprueba que anda bien instalada en el cielo,
sin intención ninguna de desaparecer en mucho rato, y sigue murmurando para sí mientras
alcanza la puerta del establo. Quita la tranca y pulsa el interruptor que hay a
la derecha. No sucede nada, la oscuridad no se inmuta.
De golpe recuerda que
no hay luz. Que no la hay desde hace al menos dos años. Y que tampoco tiene ya vacas.
Que vendió la última hará cosa de tres otoños.
Un sudor frío empieza a
correrle por la espalda. ¿Qué le pasa? ¿Cómo es que no se ha acordado de todo
eso hasta ahora?
La luz de la luna
filtrándose bajo el alero revela el paraíso de telarañas y mugre en que se ha
convertido la cuadra desde que no se usa, con un trozo del techo sosteniéndose
de milagro y el otro lleno de agujeros y goteras.
¡Pero él ha oído los
mugidos! ¡Vaya si los ha oído! Se lo ha dicho a Ángela y ella…
A Ángela.
Se queda mudo y helado
de pánico. ¿Será esto el principio de lo que le ha explicado la doctora, el
riesgo de ir perdiendo la memoria? Ángela ya estaba muerta un año antes de
vender la última res. Dos años antes de que mandara cortar la luz. Más de tres
años antes de esta noche. Y que él haya podido olvidarlo, aunque sea por un
instante, no tiene perdón de Dios.
«Es que no duermo bien,
coño, eso es lo que me pasa», trata de consolarse, abrazándose a cualquier
razón que evite la otra alternativa, la grave. «Y con esta intranquilidad no se
puede pensar en condiciones. ¿Cuánto hace que no me paso un día entero
tranquilo? ¿Y una noche? Eso es, eso tiene que ser; así no hay manera de que a
uno le funcione bien la cabeza. El no descansar es lo que tiene, que te borra
la memoria».
Respira un poco más
tranquilo. Con decisión, vuelve a colocar la tranca de la puerta en su sitio y
se da la vuelta para regresar a la casa. Pero vuelve a detenerse de golpe, otra
vez helado de miedo, porque acaba de encontrar otro argumento para justificar
su confusión. Solo que esta vez, lejos de reconfortarlo, hace que regrese el
pánico. Él la ha sentido. A su lado. A Ángela.
Sacude la cabeza y se
pasa la mano por la cara, como si quisiera borrar el recuerdo. No sirve de
nada; no logra deshacerse de la sensación pegajosa de su cuerpo menudo junto a
él, tan delgada y liviana como aquellos últimos meses en los que se le moría.
Siente un escalofrío. No
hay confusión posible, él ha notado su calor. Su olor, el de Ángela. Y cómo se
aferraba a él como solía hacer, buscando refugio cada vez que tenía frío o se
asustaba por algo. Ha sido tan real que ahora vuelve a extrañarla igual de dolorosamente
que los días tras su muerte. ¿Será porque él no deja de hablarle, porque
convive con su sombra entre las demás sombras de la casa? ¿Será que no la deja
marchar, que no la olvida, que todo lo sigue discutiendo y compartiendo con
ella como si estuviera viva?
«Deja de darle vueltas»,
se regaña con enfado. «No vas a sacar nada en limpio, solo añadir más preocupaciones
a las que ya tienes». Lo único que tiene claro a esas alturas de la película —¡puñetas!,
más claro que el agua— es que la noche se ha acabado para él, se ha desvelado
por completo.
Vuelve a la casa, va a
la cocina y pone la cafetera al fuego. Y mientras espera que suba el café, sin
saber cómo ni por qué cae en la cuenta de algo:
«¡Carallo!, si seré
tonto », exclama para sí, sentándose de golpe en la silla. Acaba de
identificar el momento exacto en que empezaron los sustos y accidentes de los
últimos tiempos. Justo desde que se decidió a vender la casa.
El borboteo de la
cafetera de aluminio lo arranca de su asiento. Se sirve maquinalmente una taza y,
mientras apura el líquido hirviente, repasa los últimos días, los últimos meses,
a la luz del nuevo hallazgo; para ver que, efectivamente, desde el final del
verano pasado su vida ha sido un descenso inacabable a los Infiernos.
La primera cosa extraña ocurrió el mismo
día en que hizo la llamada a la inmobiliaria, después de semanas enteras
dándole vueltas a la tarjetita de marras en la mano, cada vez a punto de
agarrar el teléfono, y cada vez desechando la idea. Aquella tarjeta verde rectangular,
con letras doradas, que le habían dado por la calle.
El caso es que llevaba un
tiempo pensando en vender, en su fuero interno, pero sin atreverse nunca a
articular en palabras semejante idea culpable, hasta que recibió la dichosa propaganda.
Entonces se dio cuenta de lo que le venían pesando la soledad y el silencio. Y
lo largas que se habían vuelto las horas desde que no tenía nada que hacer. Tanto,
que hablaba con las sombras y preparaba más comida de la necesaria. Y compraba
para dos. Y solo ocupaba su sitio del sofá. Y su hueco en la mitad de la cama.
Nada le entretenía. La
televisión no le había gustado nunca y la lectura, que antes robaba horas a las
faenas del día, ya no tenía encanto, ahora que disponía de todo el tiempo del
mundo. Oía la radio, eso sí. Pero al final se ponía a contestarle al locutor en
voz alta y le entraba un cabreo de la leche al pensar que se estaba volviendo
un viejo chocho. Así que ese día, hacia el final del verano, se obligó a marcar
el teléfono de la inmobiliaria. «Solo de prueba», le dijo a la recepcionista,
«sin comprometerme a nada». Que vinieran a tasarle la casa y a ver si aparecía
gente interesada. Luego ya pensaría qué hacer.
Fue al colgar. Depositó
el auricular en el soporte y justo entonces cayó al suelo, de golpe, el cuadro
que tenían en el salón. El grande, ese que les había regalado Emilín cuando
hicieron los cincuenta años de casados, pintado a partir de una fotografía de
ellos dos, Ángela y él, de jóvenes, vestidos de fiesta y sonriendo a la cámara.
Se abalanzó corriendo
hacia el retrato, angustiado por que le hubiera podido pasar algo al lienzo, que
constituía uno de los recuerdos más vívidos y felices que poseía de su vida con
Ángela. Pero no, solo habían sido el ruido y el susto. Una tontería: la escarpia
y el taco que sostenían el marco se habían salido de la pared. La humedad, seguro,
se dijo Manuel para explicar el asunto. Y lo olvidó por completo.
Fue peor cuando vino la
chica aquella. Lúa, se llamaba, a esas alturas ya se lo había aprendido. La
mandaban de la agencia. Guapa, alta y muy desenvuelta, pese a ser tan joven.
Manuel hubiera preferido un hombre, la verdad. Se habría sentido más cómodo, y
pensaba que a cualquier posible comprador le hubiera dado más confianza, más
sensación de profesionalidad y de saber lo que estaba vendiendo. Pero, en fin,
Lúa era simpática, eso había que admitirlo. Y le encantaba la casa, o eso dijo.
Más importante aún, no se impacientó con su lentitud. A Manuel le gustaba hacer
las cosas despacio. Despacito y buena
letra, que se decía en sus tiempos. Pero sabía que esta juventud de ahora
no apreciaba las cosas bien hechas, sino las cosas hechas ya mismo. Con eficacia y sin distracciones.
Lúa no era así. Dejó
que Manuel le enseñara la casa a su aire. Y también la cuadra y las tierras,
deteniéndose en los detalles que consideró oportunos. Se mostró optimista sobre
el precio y sobre la rapidez del negocio.
—Tampoco es que tenga
mucha prisa —se apresuró a asegurarle Manuel.
—Ya me imagino
—contestó Lúa—, se ve que vive usted cómodo aquí. Lo único es que está algo
apartado; y lo que para unas vacaciones está bien —añadió, comprensiva— en el
día a día de médicos, compras y tareas, le debe de pesar a usted.
Eso era, lo había
captado a la primera. Manuel premió su acierto con una confidencia.
—Pues sí, es tal como
dice usted. He pensado en irme a vivir con un hijo que tengo en la ciudad, que
me lo dice siempre. Lo que pasa es que a uno le cuesta marcharse después de
tantos años. Aquí murió la mujer, y antes la hija…
—Pues precisamente por
eso hace usted bien en irse. No se puede vivir rodeado de recuerdos tan
tristes…
Lúa no pudo terminar la
frase. Un estrépito horrible se produjo en el piso de arriba, justo encima de
sus cabezas, y la lámpara de techo, una hecha de cerámica y madera, se descolgó
y cayó sobre la mujer, que la esquivó por muy poco.
Solo había sido un
susto… Otra vez. Cosas que pasan en las casas viejas. Inspeccionaron el segundo
piso y vieron qué era lo que había sucedido. Uno de los armarios roperos —el
que había llevado Ángela de su casa después de la boda— se había desplomado
sobre el piso. ¿Suelos desnivelados, tal vez? —sugirió Lúa.
Manuel no sabía nada de
eso, nunca habían tenido semejantes problemas en la casa, pero algo tenía que
haber sido. Así que gruñó un asentimiento. Lúa había recuperado a esas alturas su
sangre fría y volvía a comportarse como una profesional agente inmobiliaria.
Preguntó por el seguro de la casa y por las fechas de la instalación eléctrica,
reformas que se hubieran hecho, certificados de esto y de aquello… Le explicó,
muy amable, que no podían arriesgarse a que se produjera ningún otro accidente.
—Imagínese, Manuel, que
hubiera pasado teniendo una visita. A los posibles compradores de la casa les
habría hecho una sensación horrible. Que ya sé que no ha sido culpa suya —se
apresuró a añadir—, pero eso no cambia las cosas. Lo más seguro es que se hubieran
despedido «a la francesa» —dijo con tono jocoso, tratando de dar un tinte más
ligero a su afirmación— y no volviéramos a verlos.
Manuel tuvo que asentir
otra vez, y volver a disculparse otra vez también, y prometer que le daría
todos los papeles necesarios cuanto antes. Y eso hizo. Con lo que la
inmobiliaria dio por olvidado el incidente y siguieron adelante.
Pero ese había sido solo
el primer atisbo de que algo no iba bien. Durante las siguientes citas
concertadas por la agencia ocurrió un poco de todo. Acontecimientos pequeños
pero que parecían irse agravando.
Olores desagradables, como
de cañerías en mal estado, se extendían de improviso por toda la casa. Los
muebles se caían o se rompían en cualquier momento, y cuando llegaba la
siguiente visita Manuel tenía que encontrar alguna explicación convincente para
el desastre, algo que no hiciera pensar que se proponía vender una casa que se
caía a pedazos. En una ocasión la comida de la despensa apareció llena de moho,
como si llevara meses ahí dentro, pudriéndose en los estantes. Y encontraron basura
esparcida debajo de la pila, y ratones muertos en el patio de atrás. En resumen,
una pesadilla.
Manuel apenas pegaba
ojo, con la preocupación incrustada en su ánimo a todas horas, angustiándose
por lo que pudiera pasar cada vez. Empezó a adelgazar, a tener sueños cada vez
más terribles, a asustarse hasta de su sombra. Y las visitas de la agencia se fueron
espaciando. Hacía ya tres semanas desde la última, y casi quince días que Lúa
no llamaba para nada. Manuel temía que, con tantos problemas como les había
dado, lo hubieran tachado de una vez de la lista. Era por eso que, justo ayer,
se había propuesto presentarse en la oficina para preguntar por su asunto y prometer
que, si era necesario, haría reformas, bajaría el precio… Lo que hiciera falta.
Se le congela el gesto a
mitad de camino entre la taza y la boca. No es que Manuel sea una lumbrera,
pero la conclusión lo alcanza igualmente como un rayo. Lo está castigando. Ella.
Lo está haciendo pagar por esa
nueva traición.
No quiere, no puede
asumirlo. Se levanta muy despacio, como si temiera convocar la indeseada atención
de algo o de alguien que pudiera estar acechando en el silencio de la casa
vacía, y lleva la taza hasta el fregadero. Abre el grifo y se queda ensimismado
contemplando el agua correr y dar vueltas en el desagüe. Y por fin se deja
saber lo que en su fuero interno ya sabía, lo que lleva tiempo sabiendo. El
fogonazo de luz se sucede como una flecha disparada a su cerebro contra la que
no hay escudo posible. De alguna manera imprecisa él había sido consciente de
la renuencia de la casa a dejarlo marchar, asumiendo con naturalidad el poder que
tienen los lugares donde has vivido mucho tiempo para amarrarte y retenerte
junto a ellos. Pero ahora comprende que no es la casa, sino Ángela, o la casa
como prolongación de ella, como sierva de Su Voluntad. Y eso le aterra. Porque
sabe de lo que es capaz, de lo resuelta que es su Ángela cuando se propone
algo.
El día pasa entre nieblas y desvaríos, dormitando
junto a la estufa de leña o deambulando como alma en pena por la casa, sin
atreverse a hacer ruido; pese a ello, sin esperanza de poder escapar a las
sombras acusadoras que ahora siente con cruel intensidad.
Y mientras, percibe
cómo la sombra de Ángela se va haciendo más densa —o más intensa, no sabría
explicarlo—. Y más expresiva, aunque no pronuncie una palabra. Haciéndole sentir
su censura, igual que hacía en vida cada vez que él se pasaba la tarde en la
taberna y volvía a casa tambaleante y un poco más pobre. Igual que entonces,
ahora tampoco dice nada. Pero no hace falta. Manuel sabe interpretar sus
silencios hoscos igual de bien que antes lo hacía con sus caricias, su risa
pronta o su zalamería, cuando quería algo. Esos silencios que eran peor que
cualquier bronca salvaje. Esas lagunas negras, capaces de tragárselo todo hasta
la extinción, que él había probado a enfrentar de todas las formas posibles,
sin éxito. Gritar el primero, enfadarse el primero, atacar el primero... Daba igual,
nada le había servido nunca. Ángela poseía «la Razón», el poder de los justos.
Y Manuel siempre fue un pecador que no estaba a la altura.
Llega la noche. Y es
especialmente fría. Manuel no quiere acostarse, se resiste todo lo posible.
Pero hay algo que tira de él, como si fuera un niño desobediente al que la
madre arrastra a la cama de una oreja. Así va él. Se desnuda con rigidez, se
pone el pijama y se mete entre sábanas frías que le hacen pensar en las mortajas
de antaño. Quieto, sin apenas respirar, se gira hacia la mesilla para alcanzar el
cordón de la lámpara y apagar la luz. Entonces la siente tras él, con más
nitidez que nunca; su cuerpo pegado a su cuerpo, reclamando su lugar sin
palabras, abrazándolo con unos brazos quebradizos y frágiles como alas de
pájaro. Y su aliento en la nuca. Entonces su voz le dice: la niña tampoco quiere que te vayas.
Manuel siente terror.
En gran parte se debe al tono, que tan bien conoce; ese tono engañosamente
suave, engañosamente dulce, que usa su mujer cada vez que tiene que hacerle un
reproche. Y después del reproche llega la venganza. Por eso se ha echado a
temblar. Quiere protestar, quiere gritar ¡No!, escapar, olvidar… Morirse, si es
preciso; si es que eso le va a permitir no oír, no ver, no pensar.
Afuera, en el campo, suena
un trueno. Le sigue una lluvia feroz que se cuela hasta media alcoba a través
de las ventanas abiertas. Él no puede moverse. Tirita, se encoge sobre sí
mismo, helado de miedo y de frío, calado de desesperación hasta los huesos.
Pero aguanta, ¡vaya si aguanta! El cuerpo humano, el ser humano puede, para su
desgracia, con lo que le echen.
Entonces cae en una
especie de extraño duermevela, o en una alucinación, mientras las palabras de
Ángela, susurradas apenas, guían su viaje al mundo onírico donde su hija aún
vive. Hasta los días previos a la fatídica noche.
Hace años que no sueña
con aquello, se rebela Manuel, ¿por qué ahora, por qué hoy, cuando creía
haberlo dejado atrás? Al instante comprende lo estúpido que ha sido. Había llegado
a creer que podría librarse de los recuerdos. Pensó que había afrontado el
castigo y alcanzado el perdón, pero no es cierto. Porque hay cosas que nunca se
acaban de pagar.
El viento crece hasta
alcanzar umbrales de tempestad y los árboles se agitan con violencia, a punto
de quebrarse. Las ramas, las hojas y la lluvia cuchichean entre sí para seguir
desgranando ante Manuel la misma historia de Infierno y de terror que su
ingenuidad creyó haber dejado atrás. Para, de este modo, hacerlo regresar a esa
noche de noviembre, de hace diez años, en la que descubrió el cuerpo rígido de
Iria, oscilando colgado de una viga de la cocina.
Iria se ahorcó un veinte de noviembre. Después
de una bronca terrible, una de muchas. Solo que esa resultó peor, por
definitiva.
Ángela siempre le había
reprochado que no entendiera a «la niña». Que la tratara con más severidad que a
su Emilio. Y pronunciaba ese «tu Emilio» con una saña que resultaba más
expresiva que si hubiera empleado un montón de palabras. Que quisiera más al
chico, o que le pareciera bien gastar más dinero en él que en la muchacha. Manuel
contestaba, con toda sinceridad, que no era una cuestión de cariño ni nada
parecido. Se trataba en realidad de algo así como el instinto primario. El
instinto de perpetuar el apellido, de legar las tierras y el ganado a un hijo
que lo conservara, de que la vida tal y como la conocían siguiera una
generación más. Que luego ya sería tarea de Emilio, cuando se convirtiera en
cabeza de su propia familia, velar porque todo continuara igual. Inmutable. Una
línea recta desde los orígenes familiares. Como debía ser. Y la chica… Solo la
cuidaba como correspondía hacer con una mujer. No era de recibo que hiciera las
mismas cosas que su hermano, no podía gozar de la misma libertad, del mismo
espacio; pero solo porque era más valiosa que nada, un bien preciado que había
que proteger hasta que le llegara la hora de encontrar un marido y dejara de
ser parte de su responsabilidad como patriarca.
El problema es que Iria
les había salido tan salvaje y cambiante como el Nordés, el helado
viento que soplaba con furia del Noreste, y había que enderezarla. Se perdía
por los campos y se le iba el santo al cielo. O llegaba ya anochecido, sin dar
más explicación que haber estado por ahí.
Canturreando a todas horas, como una loca. Soñando despierta. O sumergida en
esos libros y esas ideas y sueños raros. Cada vez más extraña y lejos de su
alcance, cada vez más incomprensible para él.
Según fue creciendo hubo
que extremar la disciplina. Pero era por su bien, para hacer de ella una mujer
honrada y feliz. Ángela no lo entendía. Se empeñó en que siguiera estudiando,
en soltarle cuerda y que volara… ¡Que volara! Pues tanto voló que acabó por
pasar lo que pasó. Se les torció del todo y sin remedio.
Cuando Manuel descubrió
que se había enamoriscado de la maestra esa que había llegado de la capital a
dar clases en el instituto de Fene ya era tarde. No sirvieron de nada razones,
amenazas ni castigos. Así que tuvo que ir a ver a la maestra. Y asustarla de
veras, en vista de que tampoco se avenía a razones. ¿Cómo iba a saber él lo que
haría Iria después, hasta qué extremo podía llegar su desesperación? ¿Cómo
habría podido adivinar nadie la clase de veneno negro que llevaba por dentro,
eso que ella creía amor, capaz de hacerle apretar una cuerda alrededor de su
cuello justo donde su padre la tenía que encontrar sin remedio a la vuelta de
la taberna?
Ese fue su castigo. O
más bien el principio del pago. Tan solo el principio.
Ángela no volvió a ser
la misma. A partir de ese día no dejó que la tocara. No hubo más palabras que
las precisas. Ningún cariño, ningún reproche tampoco, solo su mirada arrasada,
colmada de asco y odio cuando se posaba en Manuel. Y la frialdad, tan verdadera
y completa que podía sentirse en la piel y en el alma lo mismo que se sentía el
orballo calándole a uno los huesos
una noche a la intemperie. Se fue apagando lentamente, comida desde dentro por
esa pena oscura que no hallaba reposo, devorada su luz hasta extinguirse. Solo
un poco antes de morir, unos días, quizá, lo buscó de nuevo. Como si supiera
que el final estaba cerca y no quisiera partir con esa herida abierta entre los
dos. Buscó su amparo, como siempre había hecho. Se le acercó a tientas, a
pasitos, hasta lograr su total rendición, y estuvo cobijada en su abrazo
durante horas, hasta el instante en que exhaló el último aliento. Manuel no logró
reunir la decisión necesaria para separarse de su cuerpo hasta horas después de
saberla muerta, como si los hubieran atado con gruesas sogas de esparto y él no
encontrara las fuerzas para deshacer los nudos. Así fue como pasó. Así lo
recuerda. Y así parece condenado a vivir lo que le quede, reviviendo una y otra
vez su crimen y su castigo.
Despierta agotado al amanecer, con luz
gris y olor de lluvia colándose por las rendijas de la persiana mal ajustada,
que no recuerda haber bajado. No se atreve a pensar siquiera, porque sabe que
ha tomado una decisión y no quiere alertar a sus carceleras.
Baja a la cocina. Pone
la cafetera al fuego y luego vuelve a subir, a echarse por encima algo de ropa,
tal como suele: no le gusta ir por la casa en pijama más que lo justo.
Cree que ha sido listo,
que ha disimulado bien. Pero cuando encara la puerta de la calle, con intención
de marcharse para nunca volver, la silueta de Ángela, tan corpórea que distingue
bien sus ojos y su pelo cano, recogido en un moño; el vestido de andar por casa
y las zapatillas de pana; se interpone en su camino, para espetarle, despacio:
—Manuel, lo prometiste,
¿o es que ya no te acuerdas?
—Que no me acuerdo de
qué —no tiene sentido discutir, mejor seguirle la corriente.
—Me dijiste que
cuidarías de mí. Juraste que no me dejarías nunca, que nuestro amor era
verdadero y sería eterno. Cuando mi padre se opuso a que nos casáramos y yo no
supe qué hacer, tú prometiste que contigo estaría bien. A salvo para siempre de
las palizas y el abandono. ¿No es verdad? —le grita como una descosida.
Manuel se queda callado,
estupefacto.
—¿Y no lo hice? ¿Acaso
no he cuidado de ti todos estos años? —consigue decir—. ¡Pero ahora estás
muerta! —grita él también, como un poseso.
—¿Y qué? —espeta Ángela,
inflexible—. Una promesa es una promesa. Tu deber es quedarte conmigo y seguir
cumpliendo. Conmigo y con esta hija nuestra que se nos murió tan joven. Una
buena madre no abandona a sus hijos. Y un buen hombre no abandona a su familia —sentencia,
categórica. Y sus palabras son el veredicto y la condena. Inapelable.
Manuel comprende que es
inútil, ella no va a entrar en razón. Mira por última vez esos ojos que son
como ascuas ardientes del mismísimo infierno, la aparta de un empujón y sigue
su camino. Pese a los gritos, pese al llanto desgarrador. Coge la zamarra del
colgador y agarra el pomo helado de la puerta. Un segundo tan solo. Vacila un
solo segundo, consciente de la vida que deja atrás. Y finalmente sale afuera, a
la nueva vida que aguarda al otro lado de los gruesos muros de piedra entre los
que ha pasado la mayor parte de sus años.
Es justo entonces. El
sordo dolor que le viene acompañando ya ni sabe desde cuándo estalla en su
pecho, como si fuera una hoguera aventada por el aire del exterior, robándole
el aliento, haciendo que se encoja sobre sí mismo como un muñeco de trapo. Cae
al suelo, se retuerce de dolor, se lleva las manos a la garganta tratando de
respirar, con la tráquea atorada por un grito que no consigue salir. Un ruido.
La puerta que golpea la pared. Los ojos de Manuel se abren desmesuradamente, la
boca se le desencaja en mudo alarido. Y allí están. Las dos, Ángela y la niña,
su Iria, Iriña, igual que el día que murió, con el rostro amoratado e hinchado
y las finas manos, curvadas como garras, sujetando su carta de despedida.
Un tirón invisible.
Manuel se ve arrastrado por el suelo, de vuelta a la casa, como si unas manos
fuertes tiraran de su cuerpo, tan pesado y recio antes y tan indefenso ahora.
La puerta se cierra tras él, tan fuerte que queda encajada en el marco, con la
madera sellando el vano a perpetuidad. Y Ángela sonríe:
—Vas a seguir
cumpliendo tu promesa, Manuel. Porque cuando dijiste «yo cuidaré de ti» fue un
para siempre. Y ni la muerte va a ser capaz de cambiar eso.
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