siguenos en facebook siguenos en Google+ siguenos en Twitter Sígueme en Pinterest sígueme en Blogger sígueme en Blogger sígueme en Blogger sígueme en Instagram

viernes, 27 de marzo de 2020

#LecturaGratis #EnCuarentenaSeLee

#LecturaGratis #EnCuarentenaSeLee
Hoy os traigo un relato, aún inédito, que terminé hace unos meses. Y digo terminé en vez de escribí porque en esta ocasión fue un proceso de todo menos lineal: empecé a escribirlo tiempo atrás pero luego no encontraba tiempo ni ganas para continuar con la historia y ponerle fin. Así que se tiró una buena temporadita en el limbo de los relatos a medias antes de acabar. No sé por qué. Son cosas que a veces pasan. Con el tiempo he descubierto que lo que escribo tiene una vida autónoma que escapa a mi voluntad. Trato de no sufrir por ello, pero a veces me irrita esta rebeldía.
         Lo empecé para una convocatoria de temática llamada «Cachava y boina» (el nombre se lo dio la editorial promotora del concurso), esto es, con ambientación rural de la España profunda, y elementos fantásticos y/o de ciencia ficción.
         Pero como no lo terminé a tiempo, decidí reciclarlo para otra antología de realismo mágico que organizaba la misma gente, revisado, pulidito y acabado del todo. A mí me gustó el resultado pero me temo que no es muy realismo mágico. En fin... Lo importante del concurso para mí (en el que evidentemente no me comí un colín) fue que me animó a terminar un relato en el que creía y que no parecía encontrar su momento.
         Helo aquí. Con todos ustedes...



YO CUIDARÉ DE TI
L. G. Morgan 


—Manuel, las vacas. ¿Es que no las oyes?
—Ya voy, ya voy —dice él bajito, con ese toque de resignación que hace años se instaló en su boca—. ¿Pero es que no callarán nunca las malditas? —protesta a continuación—. Aún es de noche. Y hace un frío del carallo. Ve tú por esta vez. Anda, Ángela, ve tú. Por una vez en la vida, solo por una vez…
—¡Está bien, no te preocupes! —gruñe, molesto—. ¡Pero si ni siquiera ha amanecido! ¿Qué coño les pasará a estas para mugir así?
Manuel se levanta casi sonámbulo y baja al otro piso arrastrando los pies, sin encender siquiera la luz. Ya junto a la puerta de la calle coge el tabardo del perchero y se lo echa por encima. Luego sale hacia la cuadra.
Los bramidos de las reses, se dice, han de escucharse a kilómetros de distancia. ¿Qué mosca les habrá picado para levantar esta escandalera a semejante hora? Una luz se enciende en el piso alto de la casa de los Mariño, al otro lado de la carreteruca que acerca la civilización al caserío. No se ven más viviendas; pero aunque sea así, no están tan lejos como para que no les haya llegado la alarma, se dice Manuel; está seguro de que hay más durmientes que en esos momentos, como le ha pasado a él, salen del abrazo del sueño para cagarse en sus muertos y en los de sus animales. Escruta la luna, blanca y gorda, comprueba que anda bien instalada en el cielo, sin intención ninguna de desaparecer en mucho rato, y sigue murmurando para sí mientras alcanza la puerta del establo. Quita la tranca y pulsa el interruptor que hay a la derecha. No sucede nada, la oscuridad no se inmuta.
De golpe recuerda que no hay luz. Que no la hay desde hace al menos dos años. Y que tampoco tiene ya vacas. Que vendió la última hará cosa de tres otoños.
Un sudor frío empieza a correrle por la espalda. ¿Qué le pasa? ¿Cómo es que no se ha acordado de todo eso hasta ahora?
La luz de la luna filtrándose bajo el alero revela el paraíso de telarañas y mugre en que se ha convertido la cuadra desde que no se usa, con un trozo del techo sosteniéndose de milagro y el otro lleno de agujeros y goteras.
¡Pero él ha oído los mugidos! ¡Vaya si los ha oído! Se lo ha dicho a Ángela y ella…
A Ángela.
Se queda mudo y helado de pánico. ¿Será esto el principio de lo que le ha explicado la doctora, el riesgo de ir perdiendo la memoria? Ángela ya estaba muerta un año antes de vender la última res. Dos años antes de que mandara cortar la luz. Más de tres años antes de esta noche. Y que él haya podido olvidarlo, aunque sea por un instante, no tiene perdón de Dios.
«Es que no duermo bien, coño, eso es lo que me pasa», trata de consolarse, abrazándose a cualquier razón que evite la otra alternativa, la grave. «Y con esta intranquilidad no se puede pensar en condiciones. ¿Cuánto hace que no me paso un día entero tranquilo? ¿Y una noche? Eso es, eso tiene que ser; así no hay manera de que a uno le funcione bien la cabeza. El no descansar es lo que tiene, que te borra la memoria».
Respira un poco más tranquilo. Con decisión, vuelve a colocar la tranca de la puerta en su sitio y se da la vuelta para regresar a la casa. Pero vuelve a detenerse de golpe, otra vez helado de miedo, porque acaba de encontrar otro argumento para justificar su confusión. Solo que esta vez, lejos de reconfortarlo, hace que regrese el pánico. Él la ha sentido. A su lado. A Ángela.
Sacude la cabeza y se pasa la mano por la cara, como si quisiera borrar el recuerdo. No sirve de nada; no logra deshacerse de la sensación pegajosa de su cuerpo menudo junto a él, tan delgada y liviana como aquellos últimos meses en los que se le moría.
Siente un escalofrío. No hay confusión posible, él ha notado su calor. Su olor, el de Ángela. Y cómo se aferraba a él como solía hacer, buscando refugio cada vez que tenía frío o se asustaba por algo. Ha sido tan real que ahora vuelve a extrañarla igual de dolorosamente que los días tras su muerte. ¿Será porque él no deja de hablarle, porque convive con su sombra entre las demás sombras de la casa? ¿Será que no la deja marchar, que no la olvida, que todo lo sigue discutiendo y compartiendo con ella como si estuviera viva?
«Deja de darle vueltas», se regaña con enfado. «No vas a sacar nada en limpio, solo añadir más preocupaciones a las que ya tienes». Lo único que tiene claro a esas alturas de la película —¡puñetas!, más claro que el agua— es que la noche se ha acabado para él, se ha desvelado por completo.
Vuelve a la casa, va a la cocina y pone la cafetera al fuego. Y mientras espera que suba el café, sin saber cómo ni por qué cae en la cuenta de algo:
«¡Carallo!, si seré tont­o », ex­clama para sí, sentándose de golpe en la silla. Acaba de identificar el momento exacto en que empezaron los sustos y accidentes de los últimos tiempos. Justo desde que se decidió a vender la casa.
El borboteo de la cafetera de aluminio lo arranca de su asiento. Se sirve maquinalmente una taza y, mientras apura el líquido hirviente, repasa los últimos días, los últimos meses, a la luz del nuevo hallazgo; para ver que, efectivamente, desde el final del verano pasado su vida ha sido un descenso inacabable a los Infiernos.

La primera cosa extraña ocurrió el mismo día en que hizo la llamada a la inmobiliaria, después de semanas enteras dándole vueltas a la tarjetita de marras en la mano, cada vez a punto de agarrar el teléfono, y cada vez desechando la idea. Aquella tarjeta verde rectangular, con letras doradas, que le habían dado por la calle.
El caso es que llevaba un tiempo pensando en vender, en su fuero interno, pero sin atreverse nunca a articular en palabras semejante idea culpable, hasta que recibió la dichosa propaganda. Entonces se dio cuenta de lo que le venían pesando la soledad y el silencio. Y lo largas que se habían vuelto las horas desde que no tenía nada que hacer. Tanto, que hablaba con las sombras y preparaba más comida de la necesaria. Y compraba para dos. Y solo ocupaba su sitio del sofá. Y su hueco en la mitad de la cama.
Nada le entretenía. La televisión no le había gustado nunca y la lectura, que antes robaba horas a las faenas del día, ya no tenía encanto, ahora que disponía de todo el tiempo del mundo. Oía la radio, eso sí. Pero al final se ponía a contestarle al locutor en voz alta y le entraba un cabreo de la leche al pensar que se estaba volviendo un viejo chocho. Así que ese día, hacia el final del verano, se obligó a marcar el teléfono de la inmobiliaria. «Solo de prueba», le dijo a la recepcionista, «sin comprometerme a nada». Que vinieran a tasarle la casa y a ver si aparecía gente interesada. Luego ya pensaría qué hacer.
Fue al colgar. Depositó el auricular en el soporte y justo entonces cayó al suelo, de golpe, el cuadro que tenían en el salón. El grande, ese que les había regalado Emilín cuando hicieron los cincuenta años de casados, pintado a partir de una fotografía de ellos dos, Ángela y él, de jóvenes, vestidos de fiesta y sonriendo a la cámara.
Se abalanzó corriendo hacia el retrato, angustiado por que le hubiera podido pasar algo al lienzo, que constituía uno de los recuerdos más vívidos y felices que poseía de su vida con Ángela. Pero no, solo habían sido el ruido y el susto. Una tontería: la escarpia y el taco que sostenían el marco se habían salido de la pared. La humedad, seguro, se dijo Manuel para explicar el asunto. Y lo olvidó por completo.
Fue peor cuando vino la chica aquella. Lúa, se llamaba, a esas alturas ya se lo había aprendido. La mandaban de la agencia. Guapa, alta y muy desenvuelta, pese a ser tan joven. Manuel hubiera preferido un hombre, la verdad. Se habría sentido más cómodo, y pensaba que a cualquier posible comprador le hubiera dado más confianza, más sensación de profesionalidad y de saber lo que estaba vendiendo. Pero, en fin, Lúa era simpática, eso había que admitirlo. Y le encantaba la casa, o eso dijo. Más importante aún, no se impacientó con su lentitud. A Manuel le gustaba hacer las cosas despacio. Despacito y buena letra, que se decía en sus tiempos. Pero sabía que esta juventud de ahora no apreciaba las cosas bien hechas, sino las cosas hechas ya mismo. Con eficacia y sin distracciones.
Lúa no era así. Dejó que Manuel le enseñara la casa a su aire. Y también la cuadra y las tierras, deteniéndose en los detalles que consideró oportunos. Se mostró optimista sobre el precio y sobre la rapidez del negocio.
—Tampoco es que tenga mucha prisa —se apresuró a asegurarle Manuel.
—Ya me imagino —contestó Lúa—, se ve que vive usted cómodo aquí. Lo único es que está algo apartado; y lo que para unas vacaciones está bien —añadió, comprensiva— en el día a día de médicos, compras y tareas, le debe de pesar a usted.
Eso era, lo había captado a la primera. Manuel premió su acierto con una confidencia.
—Pues sí, es tal como dice usted. He pensado en irme a vivir con un hijo que tengo en la ciudad, que me lo dice siempre. Lo que pasa es que a uno le cuesta marcharse después de tantos años. Aquí murió la mujer, y antes la hija…
—Pues precisamente por eso hace usted bien en irse. No se puede vivir rodeado de recuerdos tan tristes…
Lúa no pudo terminar la frase. Un estrépito horrible se produjo en el piso de arriba, justo encima de sus cabezas, y la lámpara de techo, una hecha de cerámica y madera, se descolgó y cayó sobre la mujer, que la esquivó por muy poco.
Solo había sido un susto… Otra vez. Cosas que pasan en las casas viejas. Inspeccionaron el segundo piso y vieron qué era lo que había sucedido. Uno de los armarios roperos —el que había llevado Ángela de su casa después de la boda— se había desplomado sobre el piso. ¿Suelos desnivelados, tal vez? —sugirió Lúa.
Manuel no sabía nada de eso, nunca habían tenido semejantes problemas en la casa, pero algo tenía que haber sido. Así que gruñó un asentimiento. Lúa había recuperado a esas alturas su sangre fría y volvía a comportarse como una profesional agente inmobiliaria. Preguntó por el seguro de la casa y por las fechas de la instalación eléctrica, reformas que se hubieran hecho, certificados de esto y de aquello… Le explicó, muy amable, que no podían arriesgarse a que se produjera ningún otro accidente.
—Imagínese, Manuel, que hubiera pasado teniendo una visita. A los posibles compradores de la casa les habría hecho una sensación horrible. Que ya sé que no ha sido culpa suya —se apresuró a añadir—, pero eso no cambia las cosas. Lo más seguro es que se hubieran despedido «a la francesa» —dijo con tono jocoso, tratando de dar un tinte más ligero a su afirmación— y no volviéramos a verlos.
Manuel tuvo que asentir otra vez, y volver a disculparse otra vez también, y prometer que le daría todos los papeles necesarios cuanto antes. Y eso hizo. Con lo que la inmobiliaria dio por olvidado el incidente y siguieron adelante.
Pero ese había sido solo el primer atisbo de que algo no iba bien. Durante las siguientes citas concertadas por la agencia ocurrió un poco de todo. Acontecimientos pequeños pero que parecían irse agravando.
Olores desagradables, como de cañerías en mal estado, se extendían de improviso por toda la casa. Los muebles se caían o se rompían en cualquier momento, y cuando llegaba la siguiente visita Manuel tenía que encontrar alguna explicación convincente para el desastre, algo que no hiciera pensar que se proponía vender una casa que se caía a pedazos. En una ocasión la comida de la despensa apareció llena de moho, como si llevara meses ahí dentro, pudriéndose en los estantes. Y encontraron basura esparcida debajo de la pila, y ratones muertos en el patio de atrás. En resumen, una pesadilla.
Manuel apenas pegaba ojo, con la preocupación incrustada en su ánimo a todas horas, angustiándose por lo que pudiera pasar cada vez. Empezó a adelgazar, a tener sueños cada vez más terribles, a asustarse hasta de su sombra. Y las visitas de la agencia se fueron espaciando. Hacía ya tres semanas desde la última, y casi quince días que Lúa no llamaba para nada. Manuel temía que, con tantos problemas como les había dado, lo hubieran tachado de una vez de la lista. Era por eso que, justo ayer, se había propuesto presentarse en la oficina para preguntar por su asunto y prometer que, si era necesario, haría reformas, bajaría el precio… Lo que hiciera falta.
Se le congela el gesto a mitad de camino entre la taza y la boca. No es que Manuel sea una lumbrera, pero la conclusión lo alcanza igualmente como un rayo. Lo está castigando. Ella. Lo está haciendo pagar por esa nueva traición.
No quiere, no puede asumirlo. Se levanta muy despacio, como si temiera convocar la indeseada atención de algo o de alguien que pudiera estar acechando en el silencio de la casa vacía, y lleva la taza hasta el fregadero. Abre el grifo y se queda ensimismado contemplando el agua correr y dar vueltas en el desagüe. Y por fin se deja saber lo que en su fuero interno ya sabía, lo que lleva tiempo sabiendo. El fogonazo de luz se sucede como una flecha disparada a su cerebro contra la que no hay escudo posible. De alguna manera imprecisa él había sido consciente de la renuencia de la casa a dejarlo marchar, asumiendo con naturalidad el poder que tienen los lugares donde has vivido mucho tiempo para amarrarte y retenerte junto a ellos. Pero ahora comprende que no es la casa, sino Ángela, o la casa como prolongación de ella, como sierva de Su Voluntad. Y eso le aterra. Porque sabe de lo que es capaz, de lo resuelta que es su Ángela cuando se propone algo.

El día pasa entre nieblas y desvaríos, dormitando junto a la estufa de leña o deambulando como alma en pena por la casa, sin atreverse a hacer ruido; pese a ello, sin esperanza de poder escapar a las sombras acusadoras que ahora siente con cruel intensidad.
Y mientras, percibe cómo la sombra de Ángela se va haciendo más densa —o más intensa, no sabría explicarlo—. Y más expresiva, aunque no pronuncie una palabra. Haciéndole sentir su censura, igual que hacía en vida cada vez que él se pasaba la tarde en la taberna y volvía a casa tambaleante y un poco más pobre. Igual que entonces, ahora tampoco dice nada. Pero no hace falta. Manuel sabe interpretar sus silencios hoscos igual de bien que antes lo hacía con sus caricias, su risa pronta o su zalamería, cuando quería algo. Esos silencios que eran peor que cualquier bronca salvaje. Esas lagunas negras, capaces de tragárselo todo hasta la extinción, que él había probado a enfrentar de todas las formas posibles, sin éxito. Gritar el primero, enfadarse el primero, atacar el primero... Daba igual, nada le había servido nunca. Ángela poseía «la Razón», el poder de los justos. Y Manuel siempre fue un pecador que no estaba a la altura.
Llega la noche. Y es especialmente fría. Manuel no quiere acostarse, se resiste todo lo posible. Pero hay algo que tira de él, como si fuera un niño desobediente al que la madre arrastra a la cama de una oreja. Así va él. Se desnuda con rigidez, se pone el pijama y se mete entre sábanas frías que le hacen pensar en las mortajas de antaño. Quieto, sin apenas respirar, se gira hacia la mesilla para alcanzar el cordón de la lámpara y apagar la luz. Entonces la siente tras él, con más nitidez que nunca; su cuerpo pegado a su cuerpo, reclamando su lugar sin palabras, abrazándolo con unos brazos quebradizos y frágiles como alas de pájaro. Y su aliento en la nuca. Entonces su voz le dice: la niña tampoco quiere que te vayas.
Manuel siente terror. En gran parte se debe al tono, que tan bien conoce; ese tono engañosamente suave, engañosamente dulce, que usa su mujer cada vez que tiene que hacerle un reproche. Y después del reproche llega la venganza. Por eso se ha echado a temblar. Quiere protestar, quiere gritar ¡No!, escapar, olvidar… Morirse, si es preciso; si es que eso le va a permitir no oír, no ver, no pensar.
Afuera, en el campo, suena un trueno. Le sigue una lluvia feroz que se cuela hasta media alcoba a través de las ventanas abiertas. Él no puede moverse. Tirita, se encoge sobre sí mismo, helado de miedo y de frío, calado de desesperación hasta los huesos. Pero aguanta, ¡vaya si aguanta! El cuerpo humano, el ser humano puede, para su desgracia, con lo que le echen.
Entonces cae en una especie de extraño duermevela, o en una alucinación, mientras las palabras de Ángela, susurradas apenas, guían su viaje al mundo onírico donde su hija aún vive. Hasta los días previos a la fatídica noche.
Hace años que no sueña con aquello, se rebela Manuel, ¿por qué ahora, por qué hoy, cuando creía haberlo dejado atrás? Al instante comprende lo estúpido que ha sido. Había llegado a creer que podría librarse de los recuerdos. Pensó que había afrontado el castigo y alcanzado el perdón, pero no es cierto. Porque hay cosas que nunca se acaban de pagar.
El viento crece hasta alcanzar umbrales de tempestad y los árboles se agitan con violencia, a punto de quebrarse. Las ramas, las hojas y la lluvia cuchichean entre sí para seguir desgranando ante Manuel la misma historia de Infierno y de terror que su ingenuidad creyó haber dejado atrás. Para, de este modo, hacerlo regresar a esa noche de noviembre, de hace diez años, en la que descubrió el cuerpo rígido de Iria, oscilando colgado de una viga de la cocina.

Iria se ahorcó un veinte de noviembre. Después de una bronca terrible, una de muchas. Solo que esa resultó peor, por definitiva.
Ángela siempre le había reprochado que no entendiera a «la niña». Que la tratara con más severidad que a su Emilio. Y pronunciaba ese «tu Emilio» con una saña que resultaba más expresiva que si hubiera empleado un montón de palabras. Que quisiera más al chico, o que le pareciera bien gastar más dinero en él que en la muchacha. Manuel contestaba, con toda sinceridad, que no era una cuestión de cariño ni nada parecido. Se trataba en realidad de algo así como el instinto primario. El instinto de perpetuar el apellido, de legar las tierras y el ganado a un hijo que lo conservara, de que la vida tal y como la conocían siguiera una generación más. Que luego ya sería tarea de Emilio, cuando se convirtiera en cabeza de su propia familia, velar porque todo continuara igual. Inmutable. Una línea recta desde los orígenes familiares. Como debía ser. Y la chica… Solo la cuidaba como correspondía hacer con una mujer. No era de recibo que hiciera las mismas cosas que su hermano, no podía gozar de la misma libertad, del mismo espacio; pero solo porque era más valiosa que nada, un bien preciado que había que proteger hasta que le llegara la hora de encontrar un marido y dejara de ser parte de su responsabilidad como patriarca.
El problema es que Iria les había salido tan salvaje y cambiante como el Nordés, el helado viento que soplaba con furia del Noreste, y había que enderezarla. Se perdía por los campos y se le iba el santo al cielo. O llegaba ya anochecido, sin dar más explicación que haber estado por ahí. Canturreando a todas horas, como una loca. Soñando despierta. O sumergida en esos libros y esas ideas y sueños raros. Cada vez más extraña y lejos de su alcance, cada vez más incomprensible para él.
Según fue creciendo hubo que extremar la disciplina. Pero era por su bien, para hacer de ella una mujer honrada y feliz. Ángela no lo entendía. Se empeñó en que siguiera estudiando, en soltarle cuerda y que volara… ¡Que volara! Pues tanto voló que acabó por pasar lo que pasó. Se les torció del todo y sin remedio.
Cuando Manuel descubrió que se había enamoriscado de la maestra esa que había llegado de la capital a dar clases en el instituto de Fene ya era tarde. No sirvieron de nada razones, amenazas ni castigos. Así que tuvo que ir a ver a la maestra. Y asustarla de veras, en vista de que tampoco se avenía a razones. ¿Cómo iba a saber él lo que haría Iria después, hasta qué extremo podía llegar su desesperación? ¿Cómo habría podido adivinar nadie la clase de veneno negro que llevaba por dentro, eso que ella creía amor, capaz de hacerle apretar una cuerda alrededor de su cuello justo donde su padre la tenía que encontrar sin remedio a la vuelta de la taberna?
Ese fue su castigo. O más bien el principio del pago. Tan solo el principio.
Ángela no volvió a ser la misma. A partir de ese día no dejó que la tocara. No hubo más palabras que las precisas. Ningún cariño, ningún reproche tampoco, solo su mirada arrasada, colmada de asco y odio cuando se posaba en Manuel. Y la frialdad, tan verdadera y completa que podía sentirse en la piel y en el alma lo mismo que se sentía el orballo calándole a uno los huesos una noche a la intemperie. Se fue apagando lentamente, comida desde dentro por esa pena oscura que no hallaba reposo, devorada su luz hasta extinguirse. Solo un poco antes de morir, unos días, quizá, lo buscó de nuevo. Como si supiera que el final estaba cerca y no quisiera partir con esa herida abierta entre los dos. Buscó su amparo, como siempre había hecho. Se le acercó a tientas, a pasitos, hasta lograr su total rendición, y estuvo cobijada en su abrazo durante horas, hasta el instante en que exhaló el último aliento. Manuel no logró reunir la decisión necesaria para separarse de su cuerpo hasta horas después de saberla muerta, como si los hubieran atado con gruesas sogas de esparto y él no encontrara las fuerzas para deshacer los nudos. Así fue como pasó. Así lo recuerda. Y así parece condenado a vivir lo que le quede, reviviendo una y otra vez su crimen y su castigo.

Despierta agotado al amanecer, con luz gris y olor de lluvia colándose por las rendijas de la persiana mal ajustada, que no recuerda haber bajado. No se atreve a pensar siquiera, porque sabe que ha tomado una decisión y no quiere alertar a sus carceleras.
Baja a la cocina. Pone la cafetera al fuego y luego vuelve a subir, a echarse por encima algo de ropa, tal como suele: no le gusta ir por la casa en pijama más que lo justo.
Cree que ha sido listo, que ha disimulado bien. Pero cuando encara la puerta de la calle, con intención de marcharse para nunca volver, la silueta de Ángela, tan corpórea que distingue bien sus ojos y su pelo cano, recogido en un moño; el vestido de andar por casa y las zapatillas de pana; se interpone en su camino, para espetarle, despacio:
—Manuel, lo prometiste, ¿o es que ya no te acuerdas?
—Que no me acuerdo de qué —no tiene sentido discutir, mejor seguirle la corriente.
—Me dijiste que cuidarías de mí. Juraste que no me dejarías nunca, que nuestro amor era verdadero y sería eterno. Cuando mi padre se opuso a que nos casáramos y yo no supe qué hacer, tú prometiste que contigo estaría bien. A salvo para siempre de las palizas y el abandono. ¿No es verdad? —le grita como una descosida.
Manuel se queda callado, estupefacto.
—¿Y no lo hice? ¿Acaso no he cuidado de ti todos estos años? —consigue decir—. ¡Pero ahora estás muerta! —grita él también, como un poseso.
—¿Y qué? —espeta Ángela, inflexible—. Una promesa es una promesa. Tu deber es quedarte conmigo y seguir cumpliendo. Conmigo y con esta hija nuestra que se nos murió tan joven. Una buena madre no abandona a sus hijos. Y un buen hombre no abandona a su familia —sentencia, categórica. Y sus palabras son el veredicto y la condena. Inapelable.
Manuel comprende que es inútil, ella no va a entrar en razón. Mira por última vez esos ojos que son como ascuas ardientes del mismísimo infierno, la aparta de un empujón y sigue su camino. Pese a los gritos, pese al llanto desgarrador. Coge la zamarra del colgador y agarra el pomo helado de la puerta. Un segundo tan solo. Vacila un solo segundo, consciente de la vida que deja atrás. Y finalmente sale afuera, a la nueva vida que aguarda al otro lado de los gruesos muros de piedra entre los que ha pasado la mayor parte de sus años.
Es justo entonces. El sordo dolor que le viene acompañando ya ni sabe desde cuándo estalla en su pecho, como si fuera una hoguera aventada por el aire del exterior, robándole el aliento, haciendo que se encoja sobre sí mismo como un muñeco de trapo. Cae al suelo, se retuerce de dolor, se lleva las manos a la garganta tratando de respirar, con la tráquea atorada por un grito que no consigue salir. Un ruido. La puerta que golpea la pared. Los ojos de Manuel se abren desmesuradamente, la boca se le desencaja en mudo alarido. Y allí están. Las dos, Ángela y la niña, su Iria, Iriña, igual que el día que murió, con el rostro amoratado e hinchado y las finas manos, curvadas como garras, sujetando su carta de despedida.
Un tirón invisible. Manuel se ve arrastrado por el suelo, de vuelta a la casa, como si unas manos fuertes tiraran de su cuerpo, tan pesado y recio antes y tan indefenso ahora. La puerta se cierra tras él, tan fuerte que queda encajada en el marco, con la madera sellando el vano a perpetuidad. Y Ángela sonríe:
—Vas a seguir cumpliendo tu promesa, Manuel. Porque cuando dijiste «yo cuidaré de ti» fue un para siempre. Y ni la muerte va a ser capaz de cambiar eso.

No hay comentarios:

Publicar un comentario