El bosque se abría ante las carretas como las fauces de un lobo de pelaje
erizado en medio de la oscuridad. De día, el serpenteante camino podía ser
incluso agradable; a esas horas en que la tarde empezaba a declinar, estaba
impregnado de un halo de amenaza. Tanto, que ninguna de las tres carretas
parecía decidirse a seguir su sinuosa trayectoria. En el pescante de la que
lideraba la marcha, una pareja de mediana edad miraba el camino, sin decidirse
a espolear los caballos.
—¿Estás seguro? —la voz de la mujer temblaba tanto o más que las copas de
los árboles mecidas por el viento.
—¿Acaso habrías preferido que nos quedásemos en la aldea? —se limitó a
contestar el hombre.
La esposa sacudió la cabeza, al recordar a las gentes del pueblo donde se
habían detenido dos horas antes. La vida de artista nómada la había
acostumbrado a los semblantes hoscos y los gestos de desprecio. En las miradas
de aquellas gentes había algo más: codicia al ver la bolsa que Alain portaba al
cinto, lujuria al mirarla a ella y otras mujeres, sobre todo a la bella Marie
Ange; amenaza, en sus palabras amables. No. No deseaba volver a la aldea. Sin
embargo, el bosque no le despertaba más simpatías. Estaba demasiado silencioso
como para no ocultar amenazas en su interior.
—¿Y qué hay de los lobos?
Por toda respuesta, el hombre tomó una ballesta que, desde la salida de la
aldea, había descansado cerca de sus pies.
—No conozco a ningún lobo que sea inmune a una buena flecha o a la
mordedura de un hacha bien afilada —dijo, mirando al arma que descansaba cerca
de los pies de su esposa—. Toma tú las riendas.
Las tres carretas se adentraron en el camino. El trayecto trascurría más
tranquilo de lo que nadie se temía; sin embargo, la mujer seguía intranquila.
De vez en cuando, lanzaba ojeadas a ambos lados del sendero, como si esperase
ver unos ojos taladrándola desde la espesura. Los caballos también estaban
inquietos. Los hombros empezaban a dolerle de tanto tirar de las riendas para
que avanzasen, manteniendo el rumbo.
—Para —ordenó el marido.
Caído en medio del sendero yacía el cuerpo de un hombre. No se movía, ni
hacia ademán de atraer la atención de los carros detenidos a pocos metros de
él. Sin soltar la ballesta, el marido se bajó del carro. La mujer contuvo el
impulso de decirle que no hiciese tal cosa y tomó el hacha, con pulso
tembloroso. De haber sabido lo que su marido iba a encontrarse, habría
espoleado los caballos para que pasasen por encima del cuerpo, olvidando todos
los deberes de buenos samaritanos.
Las facciones del caído estaban
paralizadas en una mueca de espanto. No hacía falta preguntarse el por qué de
semejante gesto. Si bien la cara estaba libre de heridas, el resto de su ser
era un mapa de carnes abiertas y sangre. Alguien había arrancado jirones de
músculo de su cuello, sus brazos estaban rotos y su torso abierto por decenas
de surcos, algunos tan profundos que dejaban el hueso a la vista. En las
pantorrillas se veían marcas de lo que podían ser mordiscos.
El hombre aún estaba contemplando el cuerpo cuando un aullido resonó en la
soledad del bosque. Pronto, le respondió todo un coro.
—¿Alain qué...?
El aludido no tuvo tiempo a contestar. Mientras el coro de aullidos se iba
haciendo más ensordecedor, algo saltó sobre él. No podía decir si era animal o
humano; disparó una flecha que se clavó en pleno pecho de su atacante. Sin
embargo, no se oyó grito de dolor alguno brotando de la garganta del ser; en su
lugar, se arrancó el dardo y lo lanzó al suelo. En su pecho, apenas se veía un
hilo de sangre.
—Las armas de los hombres nada pueden hacer contra mí y mis hermanos
—gruñó, antes de caer sobre Alain,
estampándolo contra el suelo.
Ahora que lo tenía encima podía ver el rostro del salteador, más lupino que
humano, al igual que todo su ser. Una capa de hirsuto pelaje cubría el cuerpo
desnudo del hombre lobo y sus garras y dientes estaban muy afilados, comprobó
Alain cuando las primeras se hundieron en sus hombros. Un grito de dolor se
mezcló con una nausea, provocada por el fétido aliento del licántropo, cuyo
morro estaba ahora a pocos centímetros de su cuello.
—¿Sabes? Tu esposa será un delicioso bocado para mis hermanos. Saciarán con
ella su hambre y su lujuria —proclamó, mientras los gritos se adueñaban de la
caravana. Si es que no lo habían hecho hacía tiempo y Alain no se había
percatado hasta entonces.
El lobisome, le giró el cuello, permitiéndole ver cómo la jauría bípeda
sometía a sus compañeros. Su mujer aún lograba mantenerse fuerte en el
pescante, hacha en mano, pero varias bestias habían lanzado ya a Marie Ange
sobre el suelo; ahora uno de ellos le arrancaba la ropa a dentelladas. Antes de
que el artista pudiese gritar, las fauces del hombre lobo se hundieron en su
garganta.
Lo último que Alain escuchó, fueron los alaridos de terror de su mujer.
Arlette se detuvo para recuperar el resuello. Lanzó una mirada suplicante
al cielo. Ya había amanecido por completo. Incluso después del festín de la
noche anterior, sus padres no tardarían en levantarse y se darían cuenta de su
ausencia. Y verían el jergón teñido de carmesí. De sangre. A sus dieciséis años
no la atemorizaba la sangre de la luna; esta era ya una visitante conocida para
ella. Pero sí lo otro. La marca.
La muchacha sacudió la cabeza y retomó su huida hacía el único destino
posible: el bosque. Era el territorio de caza de Ellos, pero también el único
lugar donde podría esconderse. Había tres o cuatro familias normales en el
pueblo, gentes honradas que no formaban parte de la Manada. Pero todos
desconocían, o se obligaban a desconocer, la oscura naturaleza de sus vecinos.
Y, además, poco o nada podrían hacer por ayudarla en caso de compadecerse de su
situación. No, el bosque era la única salida.
«Si es que logro llegar.»
Aún no había recorrido ni la mitad del camino hacia la espesura y el
aliento le fallaba; además, le dolía el vientre y no podía dejar de pensar en
la marca. La había palpado al despertarse cuando notó la humedad carmesí en sus
piernas. Su primer impulso había sido llorar. Nunca había deseado tenerla, pero
ahora se daba cuenta de que era algo inevitable. Como inevitable era que su
madre se enterase, pues siempre le miraba los muslos cuando la sangre de la
luna bajaba. Y cuando la viese, la mandaría a visitar a la Abuela.
Como si semejante pensamiento le infundiese vida, Arlette apresuró su paso.
No se cruzó con nadie en el camino. Otros días algunos de sus vecinos estarían
cumpliendo con las tareas del campo, encaminándose hacia el bosque en busca de
caza o leña, desarrollando aquella imitación de vida normal que tanto odiaban.
Sin embargo, la noche anterior habían tomando un suculento botín y aún
dormitaban en sus lechos, henchidos de carne humana y saciada su codicia con
las riquezas ajenas.
El camino permanecía completamente solitario cuando se adentró en el
bosque. Su corazón desbocado palpitaba con una súplica. «Por favor, que no me
encuentren».
La Cazadora caminaba con paso tranquilo, sin desviar la mirada del suelo
cubierto de hojas secas. Su rostro, más propio de una ninfa que de una mujer de
armas, mostraba una expresión tranquila, nada acorde con la preocupación
anidada en su seno. En su mano derecha, sostenía un arco plateado; del costado izquierdo, visible al llevar la
mujer la capa ligeramente retirada, pendía un carcaj lleno de flechas de
idéntico tono. No temía a las fieras, sino a otras criaturas que no eran ni
hombre ni bestia y cuyos dones los hacían peligrosos incluso a la luz de día,
contrariamente a lo contado en las leyendas de los hombres.
De repente, detuvo su paso. Sus ojos acababan de identificar una pista
invisible para un humano. Un amontonamiento de hojas y ramajes que no era del
todo natural. La Cazadora se apresuró hasta el lugar que captara su atención.
Dejó el arco a un lado y apartó la cubierta de hojarasca. No se había
equivocado. Allí, parcialmente sumergida en un agujero, yacía una joven. O su
cadáver más bien. En otros tiempos podría haber sido hermosa, pero ahora había
perdido casi por completo el rostro, además de los senos; la carne de los
muslos estaba roída, en algunos casos hasta el hueso. Los dedos de la
aventurera se pasearon por las heridas. Aunque hablar con los muertos no estaba
entre sus dones, podía ver que a la muchacha le habían arrebatado la inocencia
por la fuerza, con la misma claridad que «veía» la naturaleza de quienes la
habían agredido.
Su instinto no la había traicionado. En las muchas desapariciones que
estaban sucediendo en los bosques de Averoigne habían intervenido criaturas
oscuras, lobisomes que, en lugar de agradecer semejante comunión con la
naturaleza, usaban al lobo para complacer la codicia del humano. Pero sus días
de matanza habían terminado, pensó la Cazadora poniéndose en pie, tras volver a
cubrir el cadáver. Ella los detendría.
No tardó en volver a detener su caminar. No estaba sola; su olfato le
devolvía el aroma de una o varias bestias y el de una presa asustada.
Arlette se aovillaba entre dos altos robles. Sus piernas no deseaban seguir
avanzando. Por primera vez era consciente de que, en su huida, se había
preocupado de tomar una capa oscura, capaz de camuflarla entre la espesura,
pero nada de comida ni agua.
«Ni paños».
El que se había puesto para huir estaba ya teñido de sangre. Tal vez podría
dejarlo allí. Alejarse de esa zona del bosque y dejar que ellos siguiesen el
rastro de sangre pensando que era ella. Pero eso no evitaría que la sangre
siguiese bajando por sus muslos.
«Tal vez la capa», pensó, antes de empezar a desproveerse de la misma. Una
cascada de oro cayó sobre su espalda, rodeando un dulce rostro, transido por el
sufrimiento. La joven miró la prenda con gesto confuso, valorando cómo usarla
para paliar la sangría, sin que le impidiese caminar.
No llegó a resolver sus dudas. Un segundo después de que ella se percatase
del sonido de una respiración tensa a su espalda, una garra le atrapó el brazo,
cortando todo conato de escapada.
—Mi pequeña Arlette, ¿de verdad creías que no nos enteraríamos de tu
ausencia?
Por toda respuesta, la muchacha se desvaneció sobre la hierba.
III
Una música monótona la envolvía; no podía moverse y el colchón de hojas
secas crujía cada vez que intentaba revolverse en sus ligaduras. Sus ojos
estaban cerrados pues no deseaba identificar el origen de aquella música
siniestra, ni menos aún el de los olores que la rodeaban. Aromas que, hasta
entonces, jamás había captado con tanta nitidez.
Una mano seca y correosa le acarició el rostro.
—Despierta, pequeña Arlette. Es hora de que asumas tu verdadera naturaleza
—susurró la voz áspera de la Abuela.
Contra su voluntad, la muchacha obedeció. Media docena de figuras embozadas
en capas rojas rodeaban el lecho en el que estaba atada. Su padre había
adoptado ya forma lupina; los otros aún conservaban el aspecto humano. El de
sus parientes. Su hermano mayor, André, y su madre estaban sentados en el suelo
tocando tambores, elaborados en piel humana. Sus tíos, Georges y Anne Marie,
vigilaban a una criatura sollozante, encadenada a la recia pata de hierro de la
cocina. Su padre la miraba desde los pies del lecho; la Abuela desde la cabecera. Se inclinaba sobre Arlette, con la capa semiabierta, otorgándole una visión de
su seco cuerpo desnudo de senos bamboleantes.
—Sí, mi pequeña Arlette, por fin vas a ser digna de tu estirpe.
Los dedos secos de la anciana limpiaron la sangre de la cara interior del
muslo derecho de la prisionera, dejando a la vista la blanca silueta de un
pentáculo.
—Cuando la marca se vuelva roja, tú serás uno de nosotros.
Las lágrimas se agolpaban en los ojos de Arlette mientras, ignorando el
contacto cálido de la sangre, la Abuela empezaba a extender esta por sus
inocentes carnes.
—La carne del inocente tu verdadero yo despertará, y la inocencia usurpada
por el patriarca de la familia entre nosotros lo mantendrá.
La Abuela le tomó la cabeza y la obligó a girarla hacia donde estaban sus
tíos y la niña encadenada. Arlette pugnó por volver la cabeza hacia otro lado,
pero la presa de aquellas manos huesudas era demasiado firme. Las lágrimas
anegaban sus ojos; no obstante, no le impedían reconocer a la inocente criatura:
la hija de una de las pocas parejas del pueblo que no formaban parte de la
Manada. Gente buena y, como tal, candidatos a escapar de la aldea o ser
víctimas de sus propios vecinos.
Su tía tomó a la niña por el pelo y le echó la cabeza hacia atrás, dejando a
la vista la garganta, a la par que su compañero extraía un largo cuchillo de su
capa. La hoja cortó limpiamente la carne infantil, dejando caer un reguero de
sangre sobre un caldero de bronce. Embriagados por el aroma, su madre y André
dejaron de tocar, mientras adoptaban un aspecto más lupino a cada momento;
caoba era el pelaje que iba recubriendo a su madre; negro, el de su hermano,
al igual que lo fuera el de su progenitor en la juventud. Su tía tampoco era
inmune al hechizo de la sangre y, de su boca lobuna, brotaban gruñidos
hambrientos. Ya solo su tío Georges y la Abuela conservaban el aspecto
humano. Pero esta última jamás había
sido vista en su aspecto lobuno, por lo que Arlette sabía.
—¡Contened vuestras ansias! —rugió la Abuela—. Luego podréis alimentaros,
pero el primer tajo habrá de ser para nuestra Arlette.
Como si aquello fuese una orden, su tío cortó un largo trozo de carne del
torso de la niña. Luego lo tomó entre sus manos y se lo tendió a la Abuela.
—Saborea la carne, mi pequeña Arlette —proclamó la anciana mientras la
obligaba a abrir la boca y le deslizaba el tajo de carne dentro de ella. La
joven intentó cerrar los labios, debatirse, pero las manos de su tío, ya
parcialmente convertidas en garras, le trabaron la mandíbula y solo se la
cerraron cuando la carne se deslizó por completo en su boca.
Arlette intentó no masticar, pero,
con la boca cerrada, no acertaba siquiera a respirar.
—Saborea la carne y descubre el mayor manjar del que nuestra naturaleza nos
permite disfrutar.
Contra su voluntad, la muchacha empezó a masticar la carne cruda y gomosa,
entre fuertes arcadas. La música había dejado de sonar, para ser sustituida por
un siniestro canto de carne deglutida y crujir de huesos. Solo su padre y la
Abuela permanecían ajenos al festín. Tampoco era extraño. Nadie había visto a
la anciana alimentarse nunca como loba y había sido la Abuela de generaciones de
miembros de La Manada. En cuanto a su padre, este esperaba un plato más suculento
que la carne, admitió, mientras las lágrimas arroyaban por su rostro.
En el exterior, la tarde empezaba a declinar. Un aullido anunció el avistamiento de una
nueva presa.
—Eres afortunada, pequeña Arlette, el día de tu bautismo cazarás por vez primera.
El aullido no heló la sangre de la Cazadora. Hacía horas que era consciente
del acecho de sus enemigos, mientras exploraba el bosque en busca de un rastro
útil. Eran demasiados, demasiado entremezclados y confusos.
Tal vez ahora alguno de sus atacantes pudiese darle la pista que
necesitaba. Si es que lograba dejar a alguno vivo. Con calma, extrajo una
flecha del carcaj y la colocó en el arco. Sus ojos habían identificado la
llegada del líder de la manada aún antes de ver su pelaje grisáceo asomando
entre los matorrales. Ni él ni los otros atacaban. Jugaban con ella.
La aventurera elevó el arco y tensó la cuerda, mientras sus enemigos salían
de la espesura, formando alrededor de ella un amenazador anillo multicolor.
—Tus armas nada pueden hacer contra nosotros, humana.
La voz del licántropo estaba por completo deshumanizada, rota de codicia y
tan vacía de sentir como el corazón que latía en el pecho de la criatura. Ni
hombre ni animal, solo un ente desnaturalizado gobernado por la codicia. La
conciencia del lobo había sido arrinconada de tal forma que era incapaz de
identificar a quién o qué tenía delante.
—Yo no estaría tan segura —replicó ella, soltando la cuerda.
La saeta atravesó el aire para hundirse con total precisión en el corazón
del enemigo. El hombre lobo miró confundido el río escarlata que manaba por su
pecho.
—Qué... —acertó a murmurar mientras sus hermanos aullaban plañideros,
clamando venganza para el compañero caído.
La Cazadora no satisfizo la duda del lobisome. En su lugar, mientras éste
aún agonizaba en el suelo, cargó una nueva flecha en su arco. Lo que sucedió a
continuación llenó de terror a la Manada. Los licántropos cargaron contra
aquella desconocida capaz de abatir a uno de los suyos. No los guiaba el miedo,
sino la rabia. Estaban seguros de una cosa: la arquera podía matar a uno de
ellos, pero no a una jauría atacando a un tiempo.
¡Qué equivocados estaban!
La Cazadora pareció intuir sus intenciones. Su primera flecha abatió al más
avanzado de los lobos y ella aún tuvo tiempo para saltar y esquivar el ataque de
otras bestias; apenas hubo puesto pie a tierra, otras dos saetas partían de su
arma. Más que una lucha, los lobisomes vivían una ejecución en masa; aunque en
ocasiones sus garras llegasen a alcanzar a la mujer, solo parecían capaces de
arañar sus ropas. La forastera era más rápida que cualquiera de ellos; su
puntería, infalible. Antes de que la Manada tuviese tiempo de asimilar lo
ocurrido, once cadáveres alfombraban el bosque. El duodécimo atacante aún vivía
—Tus amigos han cazado a una presa. Sé que aún vive y tú vas a decirme
dónde está.
En realidad no lo sabía. Solo lo sentía, como si los dones de su hermano la
acompañasen y fuese capaz de ver el destino ajeno.
—¿Por qué he de decir nada a una vulgar humana? —escupió el herido.
Por toda respuesta, la Cazadora se saco un cuchillo del cinto.
—Porque, si no lo haces, esta noche descubrirás cuánto tiempo puedes
permanecer consciente mientras te arranco el pellejo.
................................ Continuará .................................
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