L. G. Morgan
Merceditas siempre había querido ser puta. Claro que su idea sobre la naturaleza de dicho oficio distaba mucho de la realidad. La había ido moldeando con el correr de los años, a base de comedias románticas y novelas de índole similar, y se creía que Pretty Woman era el perfecto ejemplo de esa vida de aventura, lujuria y desenfreno que ella asociaba con tan abnegada ocupación. Después de ver, siendo adolescente, a Shirley McLane trabajándose el París de los años 40, se le metió en la cabeza que todo el mundo tenía que llamarla Irma, el no va más del chic loco en que quería convertir su vida, a pesar de que sus padres y demás parientes insistieran una y otra vez en que la niña se había quedado tonta, seguramente por efecto de algún golpe.
La vida no había sido generosa con ella a ese respecto y, primero aislada en la ñoña escuela de monjas donde la habían mandado a estudiar, y luego metida en el claustro de su casa, cuidando de una madre casi inválida; su esperanza de cumplir algún día su anhelo se fue tornando más y más imposible.
De este modo, cuando un primo lejano solicitó de su padre que acogiera durante el período vacacional al vago redomado de su hijo, estudiante de notarías a la sazón, el desastre se desencadenó inevitablemente. Poco podía imaginar el incauto joven que aquella prima llamada Irma, con aspecto de beata de pueblo ya entrada en años, se iba a transformar por las noches en una fiera en celo, que le enseñó con esmero todo lo que no está escrito y unas cuantas cosas de las que sí lo están. Se conducía de un modo que a él le hacía pensar en refinadas cortesanas de algún improbable harén oriental, con una práctica adquirida capaz de causar deleite a cualquier sultán, por experto que pudiera ser. Pero cuando al final de cada noche, calmados sus ardores con pericia claramente vocacional, le pedía dinero por sus servicios… El pobre primo no sabía qué pensar.
Pasó el verano y, sin excusas para continuar allí de huésped, tuvo que regresar a casa... Para volver a suspender por quinta vez el examen de marras. La experiencia sin embargo no habría de ser en vano, pues estaba a punto de cambiar su vida de un modo que no alcanzaba a imaginar, proporcionándole la idea para lograr el negocio de su vida.
Lo peor fue convencer a su padre para que le prestara el dinero, lo demás fue cosa fácil. Con la primera muestra de iniciativa que revelaba en su apática existencia, montó en el centro del pueblo una peluquería de señoras. Y en la trastienda del local amplió el negocio con infalible olfato. El consejo y la colaboración de la prima Irma fueron indispensables; juntos, él y ella, convirtieron la empresa en el emporio del pueblo, dando incluso trabajo a dos o tres parroquianas, de las más solas y tristes que había, que hasta ese momento no habían descubierto su auténtica vocación.
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