He aquí mi...
TRIBUTO A LAS OLAS
L. G. Morgan
No podía seguir ignorándolo más, aquello
venía a por él. Había recibido advertencias de sobra, pero él se había empeñado
en negar la evidencia. Ya estaba bien, mejor que terminase de una vez, llevaba
demasiados años esperando el desenlace.
Desde su puesto en la
biblioteca del faro, a un piso tan solo de donde se encontraba el dispositivo
luminoso que servía para mantener a salvo a los barcos, veía cómo el mar se iba
tiñendo de rojo, el color de la sangre, el color de las vidas que había
arrebatado en esas costas, el color de la furia por no poder llevarse más. Y
veía también, como cada tarde desde hacía ocho días, tomar cuerpo a la bruma.
Empezaba a surgir del agua y se iba apoderando del aire alrededor de Bell Rock,
el faro que habían construido en contra de todo pronóstico, en aquel arrecife
sumergido que solo dejaba trabajar durante breves períodos cada vez.
Esa bruma espesa y
antinatural le producía pavor. Y no es que no hubiera visto nieblas iguales, o
incluso más profundas, en su vida junto al mar. No, Sean Fulton, oriundo de
Arbroath, Escocia, había crecido en la costa y conocía cada palmo, cada rigor
atmosférico, como conocía a los miembros de su familia. Pero esto era otra
cosa. La humedad gris se condensaba en apretadas hilachas, que se movían como
si tuvieran voluntad propia. Se levantaban del mar y venían a por él. No podía
ocultárselo más, había escuchado su voz que le llamaba. Se había dicho que eran
cosas suyas, pequeñas locuras que asaltan a los hombres que pasan mucho tiempo
solos junto a las olas. Pero en el fondo sabía que no era así, la había oído,
como la voz de una sirena, llamándole y reclamando lo que una vez casi fue
suyo. Y también la había visto. La bruma adoptaba formas curiosas, y todas
ellas le recordaban partes de él que ya se fueron. A veces era su madre amante
que venía dispuesta a abrazarle, a veces su novia, Janine, la que nunca llegó a
ser su esposa, la que le quitó el mar. Y otras, tal vez las peores, era John Irwin,
su mentor, que murió aquel día.
Aquel día… ¿Cuántas
veces lo había rememorado en su cabeza?
Se lo habían advertido
muchas veces a aquellos hombres de ciudad que vinieron a levantar el faro, que
iban a enfurecer al mar, quitándole lo que estaba acostumbrado a llevarse, lo
que consideraba suyo. Pero el señor ingeniero, míster Stevenson, se reía de
ellos, o bien pensaba que se trataba de trucos encaminados a conseguir más
salario, o más cerveza, o menos horas de trabajo.
Claro, aquella era su
gran obra. El arrecife había sido una trampa mortal para los barcos que hacían
la travesía a los fiordos. Permanecía sumergido todo el tiempo, salvo dos
breves períodos diarios de no más de dos horas. Se contaba que un obispo del
pasado había mandado instalar una gran campana allí, para avisar a los barcos
de la existencia de las rocas mortales. Pero si era cierto, ni Sean ni ninguno
de los lugareños la habían visto. Su sonido sí, eso les resultaba familiar.
Sobre todo en las noches de tormenta, cuantos vivían en Arbroath y alrededores
creían escuchar su tañido fúnebre, arrastrado por el viento.
Y se había decidido por
fin instalar allí un faro. Por medio de una labor de ingeniería revolucionaria
que el gobierno de su Majestad encargó a Robert Stevenson. La construcción se
había llevado muchas vidas, pero eso al gobierno, y a los ingenieros, no les
hizo cambiar de opinión.
—¡Malditos provincianos!
–exclamaba míster Stevenson cada vez que le contrariaban en exceso–, con sus
supercherías. Creen que si le quitamos al mar sus muertos encontrará la forma
de cobrarse otros.
—¡Como si fuera un
tributo anual! –contestaba, jocoso, míster Fletcher, su lameculos particular,
ingeniero también. Y añadía a voz en grito–: Lo que pasa es que trabajamos en
condiciones complicadas, y estos bastardos son descuidados y a menudo están
borrachos y…
—Conténgase, Frederick
–solía susurrar su jefe–, tampoco queremos un motín, ¿verdad?
Hubo un día en que casi
se ahogaron todos. Uno de los barcos que les servía de alojamiento y almacén se
soltó de su amarra. Y no fue capaz de volver a tiempo de rescatar a los hombres
antes de que subiera la marea. Milagrosamente, llegó otra nao, un mercante que
hacía la misma ruta, y salvó la vida de los hombres.
Accidentes o
imprevistos como aquel se sucedieron día sí, día también. En cuanto te
descuidabas, un bandazo de viento o de mar te podía arrojar al agua, lo que era
muerte casi segura. No eran solo las olas, eran también el frío extremo y las
casi dos millas que separaban Bell Rock de la costa. Y accidentes con las
herramientas y con las pesadas piedras que transportaban. Un hombre murió
aplastado por una de ellas, otro se cortó una mano, otros dos fueron arrojados
desde la altura de la torre y se estrellaron contra las rocas. Y aquella noche…
El faro estaba casi
terminado. Sean y John Irwin, su jefe de cuadrilla, tenían el encargo de
revisar los anclajes de la base durante la marea baja. El mar estaba en calma,
no tenía por qué haber problemas. Pero los hubo. Porque, de alguna manera,
despertaron a la bruma.
Un viento helado se
desató desde el noreste y encrespó las olas. Y el espacio se llenó de una
niebla gris tan cerrada como un muro. De golpe. Sin darles tiempo siquiera a
asimilar lo que estaba ocurriendo. El agua subió de inmediato hasta alcanzar
sus rodillas. El resto de los hombres estaban ya, o bien a bordo de los dos
barcos que les llevaban a la costa, o encaramados en la seguridad de la torreta
que habían levantado como almacén y alojamiento mientras durase la obra. El
rugido del viento ocultaba sus gritos y sus voces. La bruma hacía el resto,
manteniéndoles invisibles a los ojos del mundo.
Ahora el agua les llegaba
a la cintura y sus embestidas amenazaban con arrancarles de su precario
asidero: los pilotes del faro. Un cable de acero se desgarró de su
emplazamiento y restalló como un látigo en el aire tomado por la niebla. Sean
sintió un dolor espantoso en una mano, que le hizo soltarse de su anclaje. Pero
el brazo de John estaba allí para evitar que el mar se lo llevara. Le sujetó
por las ropas y le empujó de nuevo hacia la base de hormigón hasta que estuvo
de nuevo a salvo. El cable les fustigó de nuevo, y esta vez se llevó a John.
Luego, mucho más tarde,
en la seguridad de la enfermería, Sean repasaría la escena en su mente más de
cien veces, sin encontrar en ninguna qué podría haber hecho distinto, pero sin
poder perdonarse tampoco no haber sido capaz de devolverle a Irwin el favor
crucial. La aventura se saldó para él con la pérdida de dos dedos de la mano
izquierda.
Un año después
terminaron las obras y el flamante faro de Bell Rock empezó a dar servicio.
Sean Fulton y otros dos de los obreros que habían participado en la
construcción, accidentados como él en algún punto del proceso, fueron ‹‹recompensados››
con el cargo de fareros. Y empezaron a vivir allí, turnándose en el
mantenimiento del faro. Con un trabajo fijo de por vida, sí, pero sin raíces,
sin esposa ni hijos –se decía amargamente Sean. Después de que a Janine se la
llevaran las olas, nunca quiso volver a saber nada de amores ni hogares, que siempre
resultaban ser promesas vanas.
Y ahora todo había vuelto. La bruma
estaba allí de nuevo, buscándole, reclamando la vida que casi tuvo una vez y
que el destino, o la ayuda de un buen hombre, le arrebataron.
Sean tomó su decisión.
Dejó los escasos
objetos de valor que había reunido en una vida de trabajo, junto a la carta que
había estado escribiendo, allí en la biblioteca del faro. Se sacó el anillo que
siempre llevaba en el dedo junto al muñón de los otros, y que había sido de su
padre, abrió la ventana y lo arrojó a los dioses furiosos del mar. Prefería
dárselo él antes de que se lo quitaran las olas.
Luego bajó la estrecha
escalera y salió a las rocas. La marea estaba subiendo aprisa, mejor así. Se
quedó de pie, con los brazos abiertos, recibiendo la sal y las salpicaduras de
espuma en la cara, rodeado por la bruma espesa, que venía a estrecharle en su
abrazo como una amante.
Y esperó solo a ser
poseído por las aguas, devuelto a su seno como un hijo perdido.
*** El faro de Bell
Rock existe realmente, su construcción constituyó en su tiempo un milagro de
ingeniería. Sean Fulton y el resto de personajes de esta obra, así como la
propia trama, son totalmente ficticios; sin embargo durante la obra tuvieron
lugar accidentes similares a los que aquí se narran. Para quien desee ampliar
información, recomiendo el blog “iBytes”.
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