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viernes, 25 de abril de 2014

El baile

Isabel Muñoz Valenzuela



¡Me está mirando! Desde la barra del bar, donde se encuentra con sus amigos hace ya un buen rato. Cuando los novios inauguraron el baile con el vals, se anunció que se abría la barra libre y, desde entonces, todo su grupo tiene un puesto fijo allí. Creo que él no me había visto hasta ahora. Yo sí. En el cóctel de bienvenida, pero su grupo estaba bastante alejado del mío y no coincidíamos para nada. Y encima con la ubicación de las mesas tampoco he tenido suerte porque nos ha tocado a cada uno en un extremo.
         Pero ahora sí que me ha visto, y me mira de reojo de vez en cuando entre las bromas y risas de su grupo. Yo acabo de sentarme. He bailado algunas piezas con mis amigas y me duelen los pies un montón. Tenía que haberme puesto los zapatos en casa durante unos días, para domarlos, pero al final con todo el ajetreo se me ha olvidado. Ya da igual. Acabo de sentarme y tendría que ocurrirme algo muy excepcional para que me levantara de este bendito asiento. Aunque tendría que ir a la barra a por algo para beber. Pero es que él está allí… A ver, María, ahora te va a dar corte acercarte a un chico. No… no me da. Pero es que este ahora me está mirando fijamente. Se pasa un dedo por una ceja, pensativo y, me vuelve a mirar. ¡Me sonríe! ¿Me hago la despistada? Pero, ¿cómo te vas a hacer la loca? ¡Sonríe tú también! Y lo hago, claro.
         Inmediatamente, deposita el vaso que tenía en la mano sobre la barra del bar y se vuelve de frente hacia mí. Se detiene unos segundos, sin dejar de mirarme y, comienza a caminar. ¡Viene hacia aquí! Tranquila, María, tranquila. Me coloco el vestido, me lo aliso, me toco el pelo y apoyo un codo sobre la mesa. Para que no se me quede esa mano tonta, ahí suspendida en el aire, comienzo a colocarme detrás de la oreja un ricito que se ha escapado del moño alto que llevo. Pero, mientras lo hago, como me paso varias veces el dichoso rizo por la oreja y el muy rebelde siempre se escapa, me despisto y se me resbala el codo que tenía apoyado sobre la mesa. ¡Jolines! Va a parecer que estoy tarada. Mientras se dirige hacia mí, sin embargo, se me ocurre algo. ¿Y si no soy yo su propósito? ¿Y si hay alguien detrás de mí que sea el objeto de su interés? ¡Hala, pues podría ser!
         Lo más disimuladamente que puedo dirijo mi mirada por encima de mi hombro derecho. Por ahí sólo quedan unas parejas de matrimonios mayores con ganas de retirarse. A ver si por el otro lado… Bueno, por ese otro, hay una mesa repleta de señoras octogenarias criticando las cuestiones del bodorrio. ¡Cómo no vaya a saludar a alguna tía suya! Pero no se mira así a una tía, ¿no?


1
—¡Hola!
         ¡Ah! Pero, ¿ya ha llegado? Claro, si es que en el transcurso de mis pesquisas se ha cruzado tranquilamente todo el trayecto.
         —¡Hola! —Lo saludo con una tímida sonrisa.
         —¿Bailas? —Tiene una voz agradable.
         —Bueno yo… —Me ha pillado totalmente desprevenida.— Acabo de sentarme y…
         Pero… ¿por qué le estoy dando largas?
         —Venga —insiste sonriéndome.
         ¡Madre mía, cuando sonríe resulta terriblemente encantador! Debe de tener algún tipo de truco, porque alguien así no puede estar solo.
         —Es que esta música…—y expreso una mueca de disgusto.
         Es la verdad. No me veo yo bailando una canción de Rafaela Carrá con este Adonis. Estas piezas se bailotean con tus amigos haciendo el tonto, no con un guaperas increíble que acabas de conocer.
         Desde su altura me observa. No sé qué estará pensando. Posiblemente en cómo alejarse de esta sosa de la manera más natural y elegante posible. Yo por mi parte también lo miro. ¡Pero qué guapo es! Lleva el pelo un poquito largo de color castaño, a juego con sus preciosos ojos. Es alto, delgado y tiene un porte elegante, educado. La chaqueta y la corbata han pasado a mejor vida en el respaldo de alguna silla y lleva las mangas de la celeste camisa ligeramente remangadas.
         En ese mismo instante la pista de baile cambia de iluminación. Se vuelve más oscura, acogedora, con las luces brillantes de la gran bola del techo salpicando a todos.
         Él me sonríe un poco más abiertamente, alzando las cejas y abriendo sus brazos en señal de: “Ahora no tienes excusas”. Me tiende una de sus manos para ayudarme a levantar.
         En la pista de baile, mientras suena una pieza lenta y agradable, él coloca, respetuoso, una de sus manos en la mitad de mi espalda y con la otra agarra una de las mías. En su hombro apoyo mi otra mano libre y, comenzamos a bailar.


2
Intento empezar de la manera más convencional posible; uno, dos a un lado, uno al otro; uno, dos a ese lado, uno al otro. Pero en cuestión de segundos él, y no sé cómo, ha ralentizado nuestro baile. Los movimientos son ahora lentos, más relajados. ¿Más íntimos? Vaya, quiere jugar. Pues yo también sé. Me acerco un poquito más a él, de manera que mis pechos, a los que hoy les he dado rienda suelta porque llevo el vestido anudado al cuello y con la espalda al aire, llegan a rozar su pecho.
         La música es una balada romántica de pop español que está de moda ahora. Nos envuelven los suaves acordes de una bonita canción de amor.
         La cercanía de ese cuerpo me resulta agradable, sensual. Me siento bien entre estos brazos que me envuelven con seguridad y me transmiten una especie de calma eterna. Mueve la cabeza para mirarme y en ese momento su atractiva nariz roza mi mejilla. Ha sido un roce lento que incluso ha llegado a aturdirme un tanto. Me está mirando a los ojos, como queriéndome pedir permiso. ¿Permiso para qué? ¡Ah, entiendo!
         Lleva, sin apartar sus ojos de los míos, mi mano, que se apoyaba en la suya, a la parte de atrás de su cuello, mientras la suya, ya libre, se desliza por mi brazo levantado hasta que, sin dejar de rozar mi piel, se detiene en la mitad de mi espalda, junto a la otra suya. ¡Qué barbaridad! Nunca nadie había recorrido mi brazo de esa manera tan lenta, tan provocativa. Cuando sus dedos han pasado cerca de mi axila he sentido un cosquilleo, pero enseguida he apoyado mi cara sobre su hombro. Se me han acumulado las sensaciones de tal manera que incluso me he mareado. Ahora rodeo su nuca con mis dos manos entrelazadas y nos dejamos llevar por la magia del momento. La música continúa sonando lenta, sensual, relajante. No sé cómo lo hago pero, de la manera más natural mis dedos comienzan a acariciar el pelo de mi Adonis introduciéndose y entrelazándose entre su corta melena. Ha sido algo instintivo, espontáneo, propiciado tal vez por la complicidad del momento. Pero por lo visto acabo de despertar sus necesidades.
         Sus manos, muy suaves por cierto, comienzan a bajar por la curvatura de mi espalda tan lentamente que parece interminable ese roce irresistible. Se detienen posándose donde la espalda ya no se llama así, aunque algún centímetro de sus dedos si ha alcanzado el comienzo de mi trasero. Una vez que sus manos han alcanzado su destino, él ejerce una pequeña presión sobre ese sitio para obligarme a acercarme un poco más. ¡Oh, madre mía! Ahora nuestras caderas están muy, muy juntas. Y el empuje que él ejerce sobre mi retaguardia no disminuye en absoluto. Siento sus manos pegadas a mi piel, por la zona de los riñones e incluso un poco más abajo, con la intención de estrujar mi cuerpo contra el suyo.


3
La sensación resulta mareante, desconcertante, ¡pero tan agradable a la vez! Jamás en mi vida había bailado con nadie de esta manera. Es tan… provocador. ¡Irresistible! Mi cuerpo me pide reacciones. ¡Uf! Me están entrando unas ganas terribles de morderle algo. Su oreja… o su cuello que lo tengo tan cerca que puedo oler el tentador aroma de su piel.
         Ha bajado su cara hacia la mía para que estén juntas y ahora su respiración acaricia mi oreja cada vez que sale de su nariz. Parece un tanto acelerada, tanto, que en alguna ocasión tiene que entreabrir sus labios para desahogar algún profundo suspiro. Estoy notando su aliento cálido, abrasador en ocasiones, y trago saliva cerrando los ojos.
         La pista de baile está abarrotada de parejas, pero cada una baila en su mundo.
         Siento una mano que ha comenzado a moverse otra vez. Lentamente asciende por uno de mis costados, pero su pulgar se ha introducido entre la tela de mi vestido y ha conseguido acariciar la redondez de uno de mis pechos. ¡Hala! Y estos responden, claro. No lo puedo evitar. Mis pezones han agradecido la caricia con energías renovadas. Se le deben de estar clavando en su pecho porque los conozco claro, son míos, y pueden llegar a ser muy insistentes, aunque a él no parece molestarle. Todo lo contrario, ya que estoy sintiendo movimientos impacientes por la zona de sus caderas. Estamos tan cerca el uno del otro que casi somos uno. Menos mal que me tiene bien agarrada porque si no creo que no me aguantaría de pie.
         La presión en el bajo de mi espalda se vuelve insistente, tanto, que agarro un puñado de sus cabellos y le estiro brevemente. Él cierra sus ojos. Sus pestañas acaban de acariciar la zona de mi sien. Sus labios, hambrientos, mordisquean el lóbulo de mi oreja, una y otra vez, aunque muy disimuladamente. Y un suspiro se escapa de mi boca que provoca que se le erice la parte del cuello donde mi aliento lo ha quemado.
         La pieza de música se termina y la gente aplaude, satisfecha. La boca de mi Adonis sigue pegada en mi oreja y así puedo escucharlo:
         —¿Salimos a la terraza?
         Yo no tengo aliento para contestarle, de manera que me limito a afirmar con la cabeza. Con gran seguridad me conduce de la mano por la abarrotada pista de baile. Supongo que los dos necesitamos que nos dé el aire. Y por supuesto, contemplar las estrellas.

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