Mª Dolores de Cospedal |
Me llamó la atención especialmente el primer párrafo del artículo, ya que se trata de algo sobre lo que yo he reflexionado muchas veces, aunque probablemente desde contenidos algo distintos.
Marine Le Pen |
Sarah Palin |
Esto es así de notorio. Mujeres que reniegan de aquello de lo que se aprovechan o benefician. Que defienden modos de vida cuya observancia estricta les impediría probablemente estar donde están y tener algo que decir, o al menos tener un púlpito desde el que decirlo.
En los últimos tiempos oigo hablar a menudo de las llamadas "hembristas" o "feminazis" (feministas radicales que buscarían la supremacía del género femenino, no la igualdad. Odian o desprecian a los hombres, ya que los consideran seres inferiores). Es algo que me resulta bastante extraño, dado que yo no conozco a ninguna de esas supuestas radicales come-hombres y, sin embargo, conozco a un buen número de mujeres que afirman contundentemente NO ser feministas, porque ellas huyen de radicalismos y no rechazan de ninguna manera a los hombres. También conozco unos cuantos, hombres y mujeres, que suelen darme la siguiente réplica siempre que hablamos de temas parecidos: que en otros tiempos, sí, la mujer se encontraba oprimida. Pero que a día de hoy... Vamos, que no hay tanto para quejarse.
En mi opinión, esto pone de manifiesto un par de cosas. Para empezar, nos habla sobre el básico desconocimiento que, hoy por hoy, sigue existiendo sobre lo que es el feminismo. Se han empeñado en denostar sistemáticamente el término, hasta el punto de que una gran mayoría de la población ha llegado a compararlo, por oposición, con el término "machismo". No, señores, no son términos opuestos, son cosas distintas. El feminismo persigue la igualdad, no la supremacía o superioridad de la mujer.
Pero también indica cuántas mujeres (y hombres, aunque esto casi que me resulta menos chocante) desconocen, o eligen desconocer, la realidad desigual y de organización férreamente patriarcal en la que vivimos. Al punto de negarla, o minimizar sus perjuicios.
Me resulta todo esto, por otra parte, igual de llamativo que otra frecuente paradoja política: cómo gente que se dice de derechas y abomina con fervor de todo lo que huela a izquierdas, está donde está precisamente por los logros de los que lucharon a favor del progreso y de la justicia social. Siempre lo he encontrado incomprensible, gente de origen humilde, que ha logrado avanzar en la vida con esfuerzo y se vuelve entonces tan feroz defensor de los poderosos —esos que precisamente han zancadilleado como han podido los avances del resto—, como si estos fueran gente de su familia. ¿Creerán que van a convertirse en uno de ellos a fuerza de adhesión?
En el caso de las mujeres, políticas o no, observo además otro fenómeno, que tiene que ver con algo de lo que yo hablo a menudo pero que sigue resultando al parecer muy complejo. Es el tema de las diferencias hombres y mujeres, confusamente relacionadas con la igualdad y el feminismo. En el mismo artículo Varela lo explica así de bien, recurriendo a las palabras de otra pensadora:
"Los fantasmas de género no desaparecen y nublan la razón que evidencia que lo contrario a la igualdad es la desigualdad, no la diferencia. Cuando el feminismo habla de igualdad, como bien explica Amelia Valcárcel, se refiere a la igualdad considerada como equivalencia. La igualdad como equivalencia no es un término de identidad, es una categoría de valor, consiste en reconocer igual valor a cada ser humano y actuar en consecuencia social, cultural y políticamente". NURIA VARELA
Esto explica por qué muchas mujeres, que persiguen activamente la igualdad, se esfuerzan no obstante por convencerse y convencernos, de que no existen diferencias entre hombres y mujeres, que somos iguales en el sentido de idénticos.
Ya he dicho en otras ocasiones cómo la propia teoría feminista ha albergado en su seno esta básica confrontación: hombres y mujeres somos iguales, excepto en unos mínimos rasgos biológicos; o bien hombres y mujeres debemos ser igualmente considerados y poseer los mismos derechos, pese a que tenemos diferencias reales de funcionamiento (tanto interno, cognitivo y emocional, como externo, comportamental) y diferencias orgánicas.
Un escollo frecuente a la hora de abordar esta polémica suele basarse en el esencialismo. Podría parecer que si decimos que hombres y mujeres poseemos diferencias entre nosotros estamos segregando, estamos por tanto afirmando cómo tienen que ser las cosas, sirviendo a esa diferencia esencial o innata. Pero no es así. Insistir en que somos distintos no implica afirmar que somos así "de serie" ni, mucho menos, que no podemos salirnos de los cauces que nos marca la biología. Hay unas ciertas características determinadas desde la concepción. Pero la mayoría son producto del aprendizaje; es decir, del ambiente y la cultura que nos modela. Empeñarse en ignorar o negar ciertos signos de género porque NO son innatos ni deterministas, no tiene lógica alguna. El origen será el que sea pero esos rasgos diferenciadores, lo que es estar, están.
Es más, yo he llegado a convencerme de que tratar de negar o anular las diferencias que hay entre nosotros, mujeres y hombres, conlleva necesariamente en la práctica la anulación de todo "lo femenino". La búsqueda de la uniformidad total suele derivar siempre en la prevalencia del modelo más potente, en este caso el masculino: la forma de hacer las cosas que tradicionalmente nuestra cultura le asigna a los hombres.
Y así tenemos que
un altísimo porcentaje de mujeres triunfadoras, en la política, en la empresa,
en los mercados, han llegado donde están adoptando modelos masculinos. Que
naturalmente esto no quiere decir (y lo aclaro porque, aunque cueste creerlo,
esta opinión ha confundido anteriormente a más de uno) que sean mujeres
"hombrunas" en el sentido más literal y más simple, sino que se
comportan según las reglas del juego dictadas por el patriarcado, donde el
poder y la autoridad se expresan con contundencia, la firmeza no debe presentar
fisuras ni nada que huela a duda y vacilación. La jerarquía descansa en
elementos externos habituales y reconocibles, como el prestigio profesional y
económico, más que en la erudición, la experiencia o la estima social o afectiva.
También es cierto que resulta muy difícil reflexionar sobre estos temas, que nuestra cultura tiene perfectamente definidos, desde otra perspectiva distinta a la habitual, repensando los términos, que nos permita una mirada alternativa. Tenemos unos valores concretos y perfilados, producto de siglos de evolución. Nos regimos por parámetros confirmados una y mil veces, por costumbres sancionadas por el uso. ¿Cómo va a parecernos posible otra manera de hacer las cosas? ¿Cómo podríamos siquiera imaginar una sociedad con valores distintos donde, por ejemplo, siguieran mandando los ancianos o, aún más raro, las abuelas que tuvieran bocas a su cargo? Pero tratemos de ir contra corriente un momento, usando para nuestra reflexión los mismos conceptos de género, de identidad o igualdad, pero aplicándolos a una problemática distinta. Pensemos por ejemplo en inmigración y racismo.
También es cierto que resulta muy difícil reflexionar sobre estos temas, que nuestra cultura tiene perfectamente definidos, desde otra perspectiva distinta a la habitual, repensando los términos, que nos permita una mirada alternativa. Tenemos unos valores concretos y perfilados, producto de siglos de evolución. Nos regimos por parámetros confirmados una y mil veces, por costumbres sancionadas por el uso. ¿Cómo va a parecernos posible otra manera de hacer las cosas? ¿Cómo podríamos siquiera imaginar una sociedad con valores distintos donde, por ejemplo, siguieran mandando los ancianos o, aún más raro, las abuelas que tuvieran bocas a su cargo? Pero tratemos de ir contra corriente un momento, usando para nuestra reflexión los mismos conceptos de género, de identidad o igualdad, pero aplicándolos a una problemática distinta. Pensemos por ejemplo en inmigración y racismo.
Un hombre negro criado en África y uno blanco criado en Noruega, ¿son distintos? Bueno, es seguro que presentarán notables diferencias entre ellos, tanto en cuestiones de conducta como de creencias o términos y nociones que manejan. Pero son iguales en cuanto a capacidad intelectual, derechos, valía, cualidades personales, valores éticos o posibilidades artísticas. ¿Haríamos bien en igualarlos-uniformarlos completamente? Absolutamente, no. ¿Qué pasa cuando el hombre africano se ve obligado a emigrar al país europeo? En la mayoría de casos, si no quiere ser aislado y segregado a perpetuidad, adoptará paulatinamente la cultura que le acoge y renunciará, o al menos disimulará, los rasgos de la propia. Tratará de borrar todo aquello que le diferencie en exceso de la corriente dominante.
Y eso es, exactamente, lo que se nos pide que hagamos las mujeres. Durante cierto tiempo, y aun hoy en medio de determinadas corrientes, se nos ha hecho creer que el único camino para el reconocimiento y la igualdad pasa por negar nuestras características genéricas, femeninas.
Pero las hay, le pese a quien le pese, aunque sean debidas en gran parte a la educación recibida durante siglos. Pues por otra parte, que a menudo nos empeñamos los seres humanos en desconocer, se originan en aspectos biológicos que, como animales que somos, influyen extraordinariamente en nuestra forma de sentir y entender el mundo. Renunciar a ellas, a nuestras peculiaridades como mujeres, supone una pérdida y un empobrecimiento. Como lo sería negar el idioma propio de alguien, su folklore o la historia recibida de los nuestros, para ser aceptado e integrado en ese mundo "de los otros".
Creo que el precio resulta siempre a la postre demasiado alto.
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