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miércoles, 10 de diciembre de 2014

Eunice Odio





Esta absoluta belleza fue una poeta costarricense nacida en San José en 1919 (o 1922, que encuentro simultáneamente los dos datos). Mantuvo una gran amistad con otra mujer imponente, Yolanda Oreamuno, también de San José y también escritora. Ambas "malditas", incomprendidas. Ambas con vidas difíciles y muertes solitarias, en la miseria. Ambas olvidadas, salvo por los más fieles.
         Y es que, como afirma Sergio Ramírez, autor de una novela, "La Fugitiva", cuyo personaje central bebe directamente de la vida de Yolanda; el gran pecado de estas mujeres, el que les hizo acreedoras a semejante condena "fue desafiar. Desafiar lo establecido. Esto tiene un costo muchas veces. Cuando se desafía lo que ya está establecido, desde cualquier perspectiva, no solo la literaria o de la condición de mujer. Cuando alguien desafía en voz alta el establishment, termina pagando un precio".

Eunice Odio fue una poeta inmensa con una voz propia. Entre el realismo y la vanguardia, especialmente afín al surrealismo.
         Fue también una viajera incansable, siempre en búsqueda, y siempre también escapando de un país, el de origen, que nunca la comprendió ni apreció su obra.
         De ella, de su vida y de su poesía, inseparables, llegó a decir un día el escritor Augusto Monterroso: "Eunice Odio fue una mujer muy difícil, tuvo una vida muy difícil y escribió una poesía más difícil aún".
         

La dama de bronce

(fragmento)
La Dama de Bronce
tenía el cuerpo

afilado y hambriento;
tenía desnuda la mirada.

¡Cúbrela, Dama de Bronce!
¡Guárdala!

Su garganta caía lentamente hacia el Hudson

¿Adónde vas, Dama de Bronce,
veloz tu cielo azul, lento el cayado?

¿Qué aguja cristalina te atraviesa y despierta
los párpados, los astros?

En la ruta,
la penetrante ruta donde un rayo
se asomaba a los días terrenales,

la Gran Dama de Bronce,

la querida del tiempo matutino,

la fulgurante amada despredida
de frescas arpas y nublados lechos,

llamó a una puerta
que ella creyó temprana,

puerta de entrada a transparentes horas.

Y fue la puerta de la noche abierta,
la sombra en carne viva por el alba.

Estaba hecha de agrietada espuma,
del escombro de un ojo,
de solitaria sien y putrefacta altura.

Aquella puerta era un tapiz agónico

en donde cada cuerpo confundía su aliento
con la garganta próxima.

¡Dama de Bronce!,

Sierva de la mañana!

¡Da un paso interno,
toca con las entrañas
la rosa de los vientos!

¿No habrá, en estas líneas,
la longitud de una pupila sola?

¿No habrá un eco, un indicio
que me esconda?

Y de pronto pasó
(más bien volvió del fuego)

una sagrada estirpe solitaria.

Era un hombre escoltado por el fuego
y vestido como viste el espacio.

De su cintura y de su alegría
partía el ciervo claro.

Tenía la lengua en la mirada pura
y un río
(una copa de guirnaldas oscuras).

El hombre vio los pechos,

los ojos

de la Dama de Bronce

y ella

-bandera de oro ebio,
victoriosa soledad de la tarde-

dio un paso interno
(su paso era una rosa caminante,
una flor calcinada),

marchó sobre agua viva,
sobre el río que volverá mañana.


Eunice Odio
Nueva York, 1961

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