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viernes, 23 de junio de 2017

Chris Cornell, que estás en los cielos

Chris Cornell

«...Pero cada vez que veía una película de Gary Cooper el mundo cambiaba. Sólo él podía llegar en el último momento y, tendiéndome la mano, subirme a la grupa de su caballo. Sólo él era lo suficientemente íntegro para acabar con una mirada con el miedo que me producían mi padre, las monjas y las amígdalas».
         Pilar Miró en el estreno de su película «Gary Cooper que estás en los cielos», el 25 de noviembre de 1980.

Hace un mes ya que murió Chris Cornell, uno de los escasos líderes del grunge, junto con su colega Eddie Vedder, que habían sobrevivido al malditismo de su generación.
         No sé si tan íntegro como los personajes que interpretaba Gary Cooper (aunque siempre lo vi coherente y no creo que se vendiera ni a los medios ni a los mandatos de las discográficas, él, que tenía la tentación tan fácil); pero desde luego un personaje clave para mí, exponente del artista único que ha logrado superar los excesos de su pasado, pero conserva aún esa chispa creativa, personal, incombustible, que lo distingue del común de los mortales. Ese algo que emana de lo más hondo de una persona y resulta reconocible aunque uno no sepa bien explicar en qué consiste.
         Y un ejemplo claro, también, de un tipo de masculinidad diferente a la que nos impone el modelo mayoritario. —Es lo que tienen los personajes públicos, que como no los conoces puedes proyectar en ellos lo que te venga en gana—. Un hombre amable, sereno, que hablaba de angustias interiores y no temía mostrarse sensible y empático. Tierno con sus amigos, solidario, elegante... 
         Un músico exitoso que parecía que aún tenía qué decir.

 Chris Cornell. La absoluta belleza

¿Qué pasó, entonces? Porque se confirmaron las primeras sospechas de la policía y ahora se sabe que su muerte fue un caso claro de suicidio por ahorcamiento.
         Inexplicable, inesperado y dramático, tanto que ha supuesto un auténtico shock para su familia y para la legión de admiradores que seguíamos con interés sus andanzas.
         Él, un hombre que aparentemente lo tenía todo, que había superado adicciones del pasado y los efectos de una época turbulenta, e igualmente creativa, que los marcó a todos ellos, los protagonistas de la escena grunge de los 90, caía ahora víctima de la tristeza y la desesperación.
         ¿Cómo es posible? ¡Parecía tan maduro en las entrevistas, tan centrado! Un superviviente. Alguien que tras mucho buscar ha encontrado por fin su camino y avanza con seguridad y a su propio ritmo.
         ¿Era todo un espejismo? Las hipótesis no se han hecho esperar.
         Su esposa contó después de su muerte que Chris estaba tomando bajo prescripción médica Ativan, uno de los nombres bajo los que se comercializa el lorazepan, un fármaco perteneciente al grupo de las benzodiazepinas, de alta potencia y con las siguientes propiedades intrínsecas: ansiolítico, amnésico, sedante e hipnótico, anticonvulsivo y relajante muscular.
         Vaya cóctel, ¿no? También dijo que cuando habló con él por teléfono tras el concierto lo encontró extraño, que arrastraba las palabras y la dejó preocupada. Le comentó, quizá como explicación, que había tomado un par de pastillas más de las habituales. Tanto le inquietó esto que, después de colgar, telefoneó a un amigo y le pidió que fuera a la habitación de Chris a ver cómo estaba. El amigo (guardaespaldas en algunas versiones de prensa) acudió con un conserje del hotel que le facilitó la entrada, pero cuando lograron llegar hasta él ya estaba muerto. En el suelo del cuarto de baño. Con una banda alrededor del cuello.
         La conclusión de la familia, que aseguró que Cornell no se encontraba pasando ningún período depresivo ni tenía ideas suicidas, es que "si Chris se quitó la vida no sabía lo que estaba haciendo. Los medicamentos u otras sustancias pudieron haber afectado sus acciones”.
         Bien pudiera ser así. Desde luego, los efectos secundarios de todas las drogas (por más que sean legales) psicotrópicas son a menudo impredecibles. Lo cual abre un debate importante, que luego abordaré***. Pero también es cierto que hay algún indicio extraño que apunta a otras posibilidades. En su último concierto en Detroit, tras elogiar la cultura rockera de la ciudad, Chris dijo sentirse apenado por la próxima ciudad que estaba prevista en la gira. Algo que ahora los fans interpretan como una advertencia siniestra, como si el cantante tuviera ya decidido lo que iba a hacer.
         Otro detalle como poco inquietante es que la última canción que interpretó en su vida fue una fusión de los temas Slaves & Bulldozers (Soundgarden) y In my time of dying (Led Zeppelin), de la que Chris tomó las siguientes frases: En la hora de mi muerte no quiero que nadie sufra/Todo lo que quiero es que lleven mi cuerpo a casa.
         Es cierto que había versionado esta canción en alguna otra ocasión. Pero ya hacía tiempo de eso. Y que la eligiera para cerrar la actuación da para todo tipo de elucubraciones siniestras.
         Más si tenemos en cuenta lo que el propio Cornell refirió en varias ocasiones, y es que había estado luchando siempre contra la depresión y el aislamiento. De hecho, en su adolescencia padeció una intensa crisis depresiva que le tuvo un año sin salir prácticamente de casa. Y vivió muchos años sujeto a diversas adicciones, siempre tratando de superar esa angustia o vacío interior, ese sentimiento negativo acerca de la vida y de sí mismo.

*** Y con esto llegamos al debate que os anunciaba antes: la consideración sobre el uso de drogas legales y el enfoque que se hace de forma mayoritaria (modelo médico) sobre los trastornos psicológicos.
         Para empezar, hablemos del «medicamento» que tomaba Chris Cornell, cuyos efectos podrían haber influido fuertemente en su decisión de acabar con su vida.
         Como ya decía, el Ativan es uno de los nombres comerciales para el lorazepan, que es a su vez un tipo de benzodiazepina. ¿Y qué son exactamente las benzodiazepinas y qué hacen? Porque os aseguro que merece la pena considerarlo.

(Wikipedia dixit) Las benzodiazepinas son medicamentos psicotrópicos, lanzados al mercado por primera vez en 1963, que actúan sobre el sistema nervioso central. Se usan en medicina para la terapia de la ansiedad, insomnio y otros estados afectivos, así como las epilepsias, abstinencia alcohólica y espasmos musculares. También se usan en ciertos procedimientos invasivos como la endoscopia o práctica dental cuando el paciente presenta ansiedad o para inducir sedación y anestesia. Los individuos que abusan de drogas estimulantes con frecuencia se administran benzodiazepinas para calmar su estado anímico. A menudo se usan benzodiazepinas para tratar los estados de pánico causados en las intoxicaciones por alucinógenos.

Las benzodiazepinas pueden causar tolerancia, dependencia y adicción.

Son drogas muy populares (En «El libro de los venenos», de Antonio Escohotado, una lectura que siempre ha sido una referencia para mí en estos temas, se dice: En 1977, por ejemplo, en Estados Unidos se sintetizaron 800 toneladas de benzodiacepinas –una de sus subvariantes-, lo cual equivale a 400 dosis medias (de 10 miligramos, considerando que algunas son psicoactivas ya desde un miligramo) por cabeza/año. En 1985, Naciones Unidas reconoció que unos 600 millones de personas en el mundo tomaban todos los días uno o varios ansiolíticos. Vale la pena saber que los países del Tercer Mundo han propuesto varias veces controlar su dispensación, y que los desarrollados –fabricantes de las mismas- han tendido y tienden a considerarlas «sin potencial de abuso». Concretamente Estados Unidos ha propuesto, repetidas veces, convertirlos en mercancías de venta libre. Hoy se aproximan a la mitad de todos los psicofármacos recetados en el planeta).

El diazepam, por ejemplo, fue comercializado en todo el mundo bajo más de 87 marcas diferentes y su uso permeó hasta la cultura popular siendo el tema central de una canción de Mick Jagger para los Rolling Stones titulada «Mother's little helper» (o “El pequeño ayudante de mamá”).

 

Como advierte nuevamente Escohotado: Como las demás drogas de paz, poseen un alto factor de tolerancia y pueden producir dependencia física, con un peligroso síndrome abstinencial, que a los síntomas comunes en el producido por opiáceos naturales añade convulsiones intensas. Naturalmente, para ello es preciso emplearlos con cierta prodigalidad, si bien incluso dosis medias crean dependencia orgánica cuando se administran algunos meses.
         Más indeseables todavía que el síndrome de carencia pueden resultar otros efectos de la habituación, como sucede con las demás drogas adictivas. Entre ellos destacan episodios depresivos más o menos graves, desasosiego y un insomnio muy duradero, así como trastornos en la administración del tiempo o la capacidad de concentración.
         Otro inconveniente de las benzodiacepinas es su larga permanencia en los tejidos, con vidas medias superiores a las cien horas.
         Como todos los demás sedantes, las benzodiacepinas moderan la ansiedad y la tensión, induciendo un estado anímico descrito a veces como «tranquilidad emocional». Experiencias con diversos tipos me sugieren llamar a esa tranquilidad amortiguación de la vida psíquica. Especímenes perfectos de drogas evasivas, la analgesia corporal del opio o la heroína se convierte allí en analgesia mental, desprovista de fantasías y reflexividad. No crean una corriente de ensoñación que comunique conciencia y subconsciente. Son drogas productoras de conformidad, que inicialmente sortearon los controles legales por revelarse muy útiles para la domesticación. 
         Lo mismo sucede con el opio, por ejemplo, pero a nivel humano el opio tiene poco de conformista, ya que la sedación no implica reducir ideación, mientras aquí se basa precisamente en una ideación reducida o asfixiada. Los prospectos de benzodiacepinas suelen mantener que «estabilizan el estado psíquico sin influir sobre las actividades normales del individuo». Esto no es cierto. Ya en dosis leves provocan aturdimiento, dificultades para hablar y coordinar la actividad motriz, estupor y resultados afines. Bastan 2,5 miligramos de diazepam (las grageas suelen ser de 5 o 10 miligramos) para crear confusión intelectual a un neófito. De ahí que estén contraindicadas para conducir vehí culos y manejar maquinaria en general. Por otra parte, no es posible reducir la ansiedad sin modificar el estado de ánimo, y quien pretenda lo contrario está alimentando una mentira.
         Varios conocidos —de muy distintas edades, condición social y cultura— padecieron trastornos serios por suspender un uso regular de estos tranquilizantes. En realidad, creo que más allá de los cuarenta años como un tercera parte de los occidentales usa benzodiacepinas para combatir estrés o insomnio, siendo por ello importante que sus riesgos sean de dominio público.

¿Y dónde está el debate? Pues en la paradoja que se da, a mi juicio, entre la aceptación social y legal que tienen todas estas sustancias, evidentemente peligrosas, frente al rechazo e incluso la cualidad de ilegales que adquieren otras, como por ejemplo el cannabis.
         No deja de resultarme chocante con cuánta frecuencia la misma gente que mira con censura y desprecio a quienes fuman porros, por ejemplo, no encuentra ningún problema en tomarse lexatines y tranxilium con la misma ligereza que si fueran lacasitos. Y solo considera toxicómano a quien consume coca, heroína, ácido, etc. Sin darse cuenta de que la dependencia y la habituación se dan con enorme facilidad ante el uso de estos fármacos admitidos.

Por otro lado, abordemos el tema de los trastornos psicológicos y la forma tan habitual de afrontarlos mediante terapias físicas. Como psicóloga, siempre he sentido una gran desconfianza ante el modelo médico, es decir, considerar las enfermedades psicológicas como déficits biológicos de algún tipo, diagnosticables en base a un número suficiente de síntomas, descritos de forma estándar; y aplicarles un tratamiento ya prescrito, en función de ese diagnóstico.
         Tampoco suscribo los presupuestos del conductismo clásico, eso de que solo importa la conducta observable, los «hechos» psicológicos, a la hora de abordar un trastorno. Y que, por tanto, la forma de responder a ellos es tratando y erradicando los signos, es decir, las pautas de comportamiento.
         Porque para mí (y varias corrientes psicológicas) los síntomas son solo muestras externas de fenómenos internos, que son, en realidad, lo que tenemos que conocer y tratar. Y acabar con los síntomas puede funcionar como un parche necesario en un primer momento, pero nunca será la solución ni permitirá la sanación del individuo.
         Igualmente, es posible que en momentos puntuales, o en el caso de ciertos trastornos con probada correlación biológica, se haga necesario administrar una medicación psicotrópica. Pero siempre debería ser algo temporal y simultanearse con terapias psicológicas que traten de abordar los problemas de la persona en profundidad. Cierto que yo abogo por terapias de corte psicodinámico, aunque hay muchas más; pero es porque creo que son las que más se aproximan al conocimiento del ser interior de la persona, las que admiten un enfoque holístico y nos contemplan como seres complejos, producto tanto de procesos cognitivos como emocionales, y en interrelación constante con el medio en que vivimos.
         La depresión y la ansiedad son trastornos muy frecuentes en nuestras sociedades industrializadas. Y asusta ver con qué naturalidad asumimos que solo podemos enfrentarlas a base de sustancias, sin tratar nunca de llegar a la raíz que las origina. Chris Cornell, como tantos otros personajes públicos o desconocidos, arrastró la depresión a lo largo de su vida. Fuera una decisión totalmente premeditada, o fuera mediatizada de algún modo por la droga que tomaba, lo único cierto es que decidió acabar con su vida y poner fin a su sufrimiento. Su caso constituye una prueba más de que las soluciones exteriores —ni el éxito, ni el bienestar material, ni siquiera la familia o los seres queridos, mucho menos cualquier tipo de droga o fármaco— no son nunca soluciones. Los problemas los tenemos dentro, son intrínsecamente nuestros, y la solución y la cura debe necesariamente pasar por lo mismo.


Para mí Chris Cornell siempre será el alma del grunge. Una figura capaz de inspirar personajes literarios. Como Ian de Lorrell, uno de los protagonistas de mi última novela, el salvaje pero a la vez noble guerrero norteño destinado a iniciar una estirpe, La Estirpe de la Estrella.

Chris Cornell

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