Hay gente que recuerda, como un hito que marcó el final de su infancia, el momento en que descubrió la identidad de los Reyes Magos. O del Ratoncito Pérez. O incluso de dónde venían los niños y por dónde, exactamente, llegaban a este mundo.
No es mi caso. El primer trauma existencial que yo guardo en la memoria fue el día en que comprendí que la magia, la verdadera magia, no existe.
Me resistí todo lo que pude a esa idea infame. ¿Cómo que no existía la magia? ¿Ninguna? ¿Ni una magia pequeñita e invisible? ¿Ni criaturas mágicas como las hadas, los duendes, las brujas o los ogros? Pero ya no hubo vuelta atrás, era el paso irremediable al mundo gris de la realidad y los adultos.
Tras el colapso anduve un tiempo perdida (perdida como adicta a la lectura que ya era), después de abandonar los cuentos de hadas y todos los otros... hasta encontrar, años después, un tipo de lectura que pudiera sustituirlos.
Y es que la «literatura fantástica», etiqueta que entonces no conocía pero que representaba muy bien el paraíso perdido, poseía la magia de los cuentos de hadas y, al mismo tiempo, la respetabilidad de ser leída por adultos que ya no se creen esas tonterías. Que saben que son de mentira, vamos, aunque gocen igualmente con ellas.
(Vale, el realismo mágico también haría mucho por mí, pero eso sería aún un año o dos después).
Di con mis huesos en el mundo asombroso donde se desenvolvía El Hobbit, un libro que empecé a leer con la condescendencia propia de la hermana mayor a quien su hermano le presta una novela. (Recordad que yo ya sabía que aquello no eran más que tonterías para niños). Pero lo devoré. Con tanto gusto que pedí más. Y me hice con El Señor de los Anillos. En un solo tomo. Con un par.
Pocas veces he tenido una sensación tal de orfandad como cuando me despedí de sus personajes en los Puertos Grises y la bruma fue desapareciendo y llevándose fortalezas y abismos, el bosque dorado de Lothlórien, las cascadas recónditas de Rivendel... Con ellos desaparecían las palabras mágicas, los pasajes hermosos, la atmósfera misteriosa, las edades que el tiempo había empezado a borrar, las ruinas de Númenor…
Fue tal el desconsuelo que, tanto mis hermanos como yo, buscamos a lo largo y ancho del mundo de las letras, con desesperanza creciente, otras obras que pudieran mitigar la pérdida. Sin éxito. Al calor de ESDLA fueron surgiendo (o resurgiendo en algunos casos) muchas sagas famosas, que encontraron hueco en el mercado y en los corazones lectores de muchos aficionados. Pero los nuestros seguían añorando aquellos pasos que habíamos dado con los elfos, los hobbits y los enanos por las sendas umbrías de la Tierra Media, escapando por los pelos del ojo de Sauron, siempre al acecho. Y encontrando en la camaradería y en la guía de los buenos magos la llave para vencer cualquier cosa. Aquellas otras novelas no lograban parecernos más que una pálida sombra de lo que habíamos vivido de la mano de Tolkien.
Habrían de pasar muchos, muchos años, para volver a dar con otra obra puramente fantástica que me pareciera tan completa y satisfactoria como aquella. Cierto que había apreciado en muchas novelas, no necesariamente de género, esos toques de magia y asombro que tanto me gustan. Esa combinación de elementos que aun hoy considero enriquecedora. Pero hasta que encontré, por pura casualidad, La primera ley, de Joe Abercrombie, no volví a hallarme verdaderamente inmersa en un mundo mágico, fantástico e irreal, pero tan tangible como si lo estuviera pisando.
¿A qué podía deberse ese reencuentro? ¿Eran acaso las dos novelas parecidas en cuanto a trama o ambientación? En absoluto. Ni el tratamiento de los personajes, ni el tipo de escenario en que se desarrolla la historia, ni siquiera el estilo narrativo se asemejan en nada. Era, creo ahora, la realidad que ambos autores habían logrado imprimir en su mundo totalmente inventado. Un mundo complejo, vivo y en evolución. Con un origen, una prehistoria difusa y una historia coherente. Unos mitos, una estructura social y política. Una geografía propia.
Esa es la clave, desde mi punto de vista, la verdadera clave para lograr que una novela fantástica nos deje una huella indeleble, para poder vivir con total entrega las aventuras, los amaneceres, los pesares y la sublime felicidad de sus personajes. Con ellos y dentro de ellos, como si fueran nuestros amigos o nosotros mismos. El quid de la cuestión está en lo grande y lo complejo que hagamos ese mundo nuestro.
Y ahí está precisamente el reto, el gran reto que debe afrontar todo escritor de novela fantástica. Porque no es fácil construir algo así, desde luego. Pero mucho más difícil aún es hacerlo sin meter una enciclopedia previa, sin soltar páginas y más páginas explicativas donde plasmarlo todo. Dosificando la información y haciéndola clara para el lector. Pero no tan «fácil» y evidente que pierda interés y distraiga su atención de nuestro foco.
En fin, el escritor tiene que ser en este aspecto un auténtico mago, o intentarlo al menos; que haga surgir aparentemente de la nada un universo distinto y pleno donde el lector quiera y pueda hacer su hogar por un tiempo.
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